Joseph Wambaugh - Cuervos de Hollywood

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Joseph Wambaugh, maestro del thriller policíaco, ha vuelto con una adictiva novela focalizada una vez más en los oficiales de la Hollywood Station del LAPD; en concreto en el papel que desempeñan los «cuervos», nombre popular dela Oficina de Relaciones Comunitarias (CRO), formado por policías que no están satisfechos en las calles y que se sienten más seguros velando por la «calidad de vida» de los vecinos.

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Margot pensó en Alí: no le gustaba que ella tomase sus cápsulas para dormir, tenía miedo de que los medicamentos volvieran a acercarla a la cocaína, cuya adicción había superado años atrás. Giró el frasco para sacudirlo y hacer caer una cápsula sobre su mano. Y en ese preciso instante, cuando pensaba en Alí, Rod Stewart empezó a cantar We'll be together again , y sintió un temblor subiendo por su cuello y sus hombros.

Margot pensó que nunca volverían a estar juntos. No en este mundo, ni tampoco en el otro, si es que existía. Su plan sobre lo que debía hacer con Alí Aziz hizo que le temblasen las manos. Se le cayó el frasco sobre la mesa del tocador y todas las cápsulas magenta y turquesa quedaron esparcidas por el suelo.

Margot guardó las cápsulas de nuevo en el frasco. Quedaba una en la mesa del tocador, se la llevó a la boca y la tragó. Luego tomó otra pese al consejo de su doctor, quien decía que con una era suficiente. Esta noche necesitaba dormir sin interrupciones.

Antes de acostarse llamó al móvil privado de Bix Rumstead una vez más y dejó un mensaje diciendo:

– Bix, ¡te suplico que me llames!

Capítulo 18

Violentas pesadillas habían atormentado a Leonard Stilwell toda la noche. Había estado en una celda con otros tres tipos, incluido un latino tatuado que de algún modo se había enterado de que un prisionero que llegó más tarde, un hombre de treinta y dos años que era agente de seguros, había sido encarcelado por abusar de la hija de dieciocho años de su novia.

El latino había estado ocupándose de sus asuntos hasta ese momento, y no había dicho nada a nadie durante todo el tiempo que Leonard había compartido celda con él. Pero cuando se enteró del abuso sexual, se puso en pie y sin previo aviso, empezó a golpear la cabeza del agente de seguros contra la pared de la celda, causándole una laceración en el cráneo que salpicó de sangre la camiseta de Leonard.

Cuando los carceleros oyeron los gritos, sacaron a ambos hombres de la celda. Y mientras el atacante era arrastrado lejos de allí, Leonard le oyó gritar a los carceleros:

– ¡Yo soy un ladrón! ¡Eso es lo que hago! ¡Él es basura!

Más tarde, Leonard estaba durmiendo en su litera, aunque a menudo se despertaba bañado en sudor. Durante uno de esos períodos de vigilia decidió que era demasiado viejo para esa vida. Se le acababa ya lo de cometer pequeños hurtos y gorronear pasta para el alquiler. Cuando saliese iba a ponerse serio y empezar una nueva vida, y creía saber cómo.

Después de que lo despertasen para ingerir lo que Léonard llamó fritura de animal atropellado y huevos falsos, transmitió sus inquietudes al compañero de celda que le quedaba, un viejo artista de la estafa con rasgos refinados y una mata de pelo blanco, que había birlado todos los ahorros de tres venerables ancianas.

– Tío, ya he tenido suficiente -le dijo Léonard-. Más que suficiente. Esto no es lo que yo planeaba para mi vida. No es lo que tenía en mente.

– El destino es despiadado, hijo -replicó el viejo estafador-. Nadie empieza su vida queriendo ser proctòlogo, pero a todo el mundo le llega la mierda.

El equipo de robos que recibió el informe sobre el arresto de Léonard Stilwell tenía una semana cargada, así que sólo pudieron dedicar unas cuantas horas a hacer seguimiento del caso. Uno de ellos sacó a Léonard de su celda y lo interrogó, aunque con el mismo resultado que Charlie Gilford. La compañera del detective, la agente D2 Lydia Fernández, condujo hasta la dirección de Margot Asís y llamó a su puerta a las diez de la mañana.

Lola pasaba la aspiradora por el comedor y Nicky estaba viendo Barrio Sésamo en la sala de estar, con el volumen lo suficientemente alto como para poder oír por encima del ruido del aspirador. Margot, todavía en camisón y batín tras un sueño de nueve horas conseguido gracias a sus somníferos, respondió a regañadientes. Una mujer no mucho mayor que ella, con aspecto de ejecutiva y que llevaba una chaqueta de verano y una camiseta a juego, le enseñó a Margot su credencial y le pasó una tarjeta personal.

– Buenos día, señora. Soy la detective Fernández y me gustaría hacerle unas preguntas.

Margot salió al porche y dijo:

– La invitaría a entrar pero tendríamos que comunicarnos por escrito. Tengo un chaval de cinco años ahí dentro.

La detective sonrió y dijo:

– Será sólo un momento. ¿Conoce usted a un hombre llamado Leonard Stilwell?

– Creo que no -dijo Margot-. ¿Por?

– Es este hombre -dijo la detective, mostrándole la foto policial de Leonard.

Margot cogió la foto y dijo:

– No recuerdo haber visto nunca a este hombre. ¿Puede decirme de qué va todo esto?

– Posiblemente no es nada -dijo la detective Fernández-. Tenía en su coche una dirección muy parecida a la de usted. Ha sido detenido antes por robo y llevaba herramientas que podrían ser utilizadas para forzar una puerta. Voy a contrastar opiniones con todos los residentes de esta manzana.

– ¿Un ladrón? -dijo Margot-. Qué miedo.

– ¿Vio algo distinto en su casa o en su propiedad ayer?

– En absoluto -dijo Margot-. Mi asistenta estuvo aquí prácticamente todo el día, y un poco después de que se fuese llegué yo con mi hijo. Las puertas estaban cerradas y la alarma puesta cuando entré. ¿Debería estar preocupada por este hombre?

– No hay necesidad de alarmarse -dijo la detective-. Pero tenga presente que siempre hay oportunistas como éste buscando un objetivo fácil.

– Gracias por decírmelo -dijo Margot.

Cuando la detective se estaba volviendo para irse, Margot dijo:

– ¿Podría molestarla sólo un minuto sobre otro asunto?

– Claro -dijo la detective, y se detuvo.

– No me preocupan los ladrones, pero estoy metida en un divorcio infecto y mi marido me ha hecho ciertas amenazas veladas. Me gustaría contar con un coche patrulla que condujera por la zona de vez en cuando. Por favor, ¿podría recordárselo al sargento Treakle, de la comisaría Hollywood? Estuvo aquí una noche.

– Le sugiero que llame usted misma -dijo la detective-. Cualquier nota que le deje podría ser apilada con el resto de papeles de nuestra unidad.

– Lo haré -dijo Margot.

Se quedó un instante en su porche y observó a la detective mientras accedía a la casa de al lado. Ahora Margot tenía otro nombre que añadir a su lista de oficiales de policía a los que había informado de las preocupantes amenazas de Alí Aziz.

Cuando Margot volvió a entrar en casa le hizo un gesto a Lola para que apagase el aspirador y le dijo:

– Debemos ser más cuidadosos con la seguridad, Lola. Era una agente de policía. Tal vez haya ladrones en la vecindad.

– Seré cuidadosa, señora -dijo la mexicana-. Siempre cierro las puertas y pongo la alarma.

– Sí, Lola, y tendrás que empezar a acordarte de cerrar siempre la puerta del garaje. Nunca se es demasiado cuidadoso en los tiempos que corren.

– Sí, señora -dijo Lola-. Lo siento. Me había olvidado de eso.

– Bueno, precisamente ayer no lo olvidaste -dijo Margot-. Debes hacerlo siempre así.

Lola se quedó perpleja, no se acordaba de que ayer, precisamente, hubiese pasado el pestillo. Pero estaba bien que justo el día que la reprendían lo hubiese hecho bien por una vez.

– Sí, señora -dijo Lola, con una sonrisa de catorce quilates.

Ronnie Sinclair hizo dos llamadas ese día a las casas de los denunciantes crónicos sobre la retirada de basuras, uno de los objetos de los que se quejaban era un sofá enorme al que se le salían los muelles. Cómo había llegado al patio delantero de una casa aún sin alquilar era algo que quedaba a la imaginación de cada cual, y el denunciante dijo que ayer no estaba allí. En ocasiones así era cuando Ronnie pensaba seriamente en volver a ser una policía de verdad.

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