Joseph Wambaugh - Cuervos de Hollywood

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Joseph Wambaugh, maestro del thriller policíaco, ha vuelto con una adictiva novela focalizada una vez más en los oficiales de la Hollywood Station del LAPD; en concreto en el papel que desempeñan los «cuervos», nombre popular dela Oficina de Relaciones Comunitarias (CRO), formado por policías que no están satisfechos en las calles y que se sienten más seguros velando por la «calidad de vida» de los vecinos.

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– Claro que no -dijo Leonard-. Pero aun así casi me empapelan por la mierda de trabajo que hice para ti.

– Lo siento mucho, amigo mío -dijo Alí mientras le servía otro chupito doble a Leonard-. Por eso tienes pinta de estar dormido.

Alí cogió el frasco de cápsulas de la mesa, lo destapó y vació el contenido sobre la mesa, añadiendo dos cápsulas que tenía en la mano. Cerró el tubo y lo puso junto a la botella de Jack.

Alí fingió muy bien que estaba tragándose una cápsula con un sorbo de licor escocés y luego dijo:

– Es una buena medicina para dormir. Estaré muy tranquilo dentro de nada. Y entonces, quizás en una hora poco más o menos, igual me voy a la cama y duermo durante diez, doce horas. Si no quieres dormir más de ocho horas, toma solamente una cápsula. Tendrás un magnífico sueño.

– Sí, eso está muy bien, pero nosotros tenemos que hablar -dijo Leonard.

Todavía rebosando de buena intención, Alí dijo:

– Pruébalo.

Abrió el tubo de cápsulas otra vez.

– No estoy preparado para irme a dormir -dijo Leonard.

– No -dijo Alí-. No ahora. Pruébalo más tarde. Me darás las gracias. Si te gustan, te conseguiré todas las que quieras.

Leonard no había sido nunca de esa clase de tipos que consumen cualquier tipo de drogas, de manera que negó con la cabeza mientras Alí volcaba cápsulas sobre la mesa y ponía el frasco vacío en el cajón. Entonces empujó un sobre vacío hacia Leonard con su uña, y con una sonrisa triste, dijo:

– Una hora antes de ir a dormir, tómate dos.

Leonard puso las cápsulas en el sobre, lo dobló y se lo metió en el bolsillo. Entonces dijo:

– He estado pensando que mi retribución por lo que he hecho para ti es lamentable. Acabas de reconocer cuánto te ayudé. Pero ¿qué me pasó a mí? Acabé en el trullo y pasé la noche entre jodidos maníacos, pedófilos y pandilleros.

Alí dejó de sonreír. Frunció el ceño y dijo:

– Siento una gran pena por ti, amigo mío.

– Sí, bueno, no quiero compasión. Sólo quiero una compensación apropiada.

Alí lo había adivinado. Se trataba de un chantaje. Probablemente le pediría doscientos más. Quizá quinientos. Y estaría de vuelta en unas semanas. Y unas semanas después volvería. Alí estaba satisfecho de haberse decidido a darle a Leonard la otra hermana mortífera. Era la única manera de detener aquella extorsión que podía salirle muy cara.

Intentó mantener una actitud agradable y dijo con un deje de sorpresa:

– ¿Cómo puedo ayudarte, Leonard?

– Creo que diez mil dólares ayudarían un montón -dijo Leonard.

Alí no recordaba una ocasión en la que hubiera necesitado controlar tanto la rabia. Sorbió algo de Jack y con un temblor en la voz, dijo:

– ¿Quieres que te pague diez mil? ¿He oído bien?

– Es sólo un préstamo -dijo Leonard-. Tengo una idea para un pequeño negocio. Necesito un empujón.

– Un préstamo -dijo Alí sin entonación.

– Sí -dijo Leonard-. Te lo devolveré en un año, dieciocho meses como máximo, con un veinte por ciento de interés. Es justo, ¿no?

– Pero Leonard, diez mil es un montón de dinero -dijo Alí.

– No para ti -dijo Leonard-. He visto tu antigua casa. He visto este club lleno hasta los topes, con dinero por toda la barra y en las mesas e incluso en el escenario. ¿Cuánto ganaste con aquel licor tremendo que solía pasarte? Vamos, Alí, diez de los grandes no es tanto para ti como para negárselo a un amigo.

– Me lo pensaré -dijo Alí-. Vuelve dentro de tres o cuatro días. Vamos a tener que hablar un poco más.

De pronto, Leonard dijo:

– ¿Qué pensaría tu querida ex mujer si supiese que me pagaste por robar una carpeta de su mesa?

Alí temía que su voz desvelase la ira que le ascendía por el estómago, así que tomó otro sorbito de Jack Daniels y dijo:

– ¿La perra de mi esposa? Diría que no, que Alí no se preocupa de los documentos en esta casa. No se lo creería, Leonard.

Envalentonado por los ademanes deferentes de Alí y por el licor que le calentaba, Leonard fue a por él. Con la camiseta empapada en sudor, dijo:

– ¿Qué diría si le chivase que plantaste un bicho en su casa?

Alí se mostró verdaderamente perplejo.

– ¿Un bicho?

– Un aparato de escucha -dijo Leonard-. Apuesto a que contrataría una compañía de seguridad para que rastreara toda la casa hasta encontrarlo. ¿Dónde lo pusiste? ¿En la habitación?

Con un esbozo de sonrisa, Alí dijo:

– Sueltas un montón de mierda, Leonard.

– Me quedé por allí y te vi ir hacia el garaje, Alí -dijo Leonard-. Y llevabas la carpeta esa que nunca quisiste. Estuviste en la casa trece minutos. ¿Qué diría tu ex mujer de todo esto?, ¿cómo encajaría las piezas?

Alí Aziz parpadeó, serio, con los dientes apretados. Luego dijo con voz temblorosa:

– No puse ningún bicho en la casa. Leí el documento y devolví la carpeta a su lugar. Eso es todo.

– Supongo que podrías venderle eso a la señorita -dijo Leonard-. Pero no te lo comprará. Y cuando encuentre el bicho vas a verte envuelto en un mundo de dolor porque su abogado se lo dirá al juez. De hecho, se trata de un delito grave, Alí. Es una felonía entrar en una casa y meter un bicho.

En un momento de terror, Alí Aziz pensó en la pistola de su cajón. Rápidamente volvió en sí y comprendió que no podía salir bien parado de algo así. No aquí, no ahora. En su lugar, con una voz ronca y rasposa, dijo:

– Entiendo. Te daré el préstamo para tu negocio, Leonard. Pero no tengo tanto dinero aquí. Vuelve la semana que viene.

– Lo quiero ahora, Alí -dijo Leonard-. Podemos empezar con lo que lleves encima. Te he visto sacar de tu bolsillo un taco de cinco de los grandes cuando Whitey y yo te traíamos un cargamento de bebida.

Sin pronunciar una sola palabra Alí Aziz se llevó una mano temblorosa al bolsillo del pantalón y sacó un rollo de billetes de cien dólares y lo lanzó sobre la mesa, con la pinza de oro para billetes incluida.

Leonard se acabó su bebida, se sirvió otra, quitó la pinza y se la devolvió a Alí. Contó los billetes mientras Alí empleaba toda su capacidad de autocontrol para no saltar por encima de la mesa y apretar el cuello del flaco ladrón entre sus dedos. Cuando acabó de contar, Leonard dijo:

– Me decepcionas. Aquí sólo tienes veintiún billetes de cien. Ve a la hucha y trae el resto. ¿Es que tienes un escondite bajo el suelo?

Alí Aziz a duras penas pudo encontrar las palabras, pero se las arregló para decir:

– Por favor, ve al bar, Leonard. Tómate una copa. Vuelve y tendré el dinero.

– Seguro -dijo Leonard-. Pero tienes que preocuparte de que no vea tu escondite. Nunca le robaría a un amigo.

Las piernas de Leonard Stilwell parecían de goma cuando salió andando pasillo abajo hacia la sala principal, y supo que no era la bebida. ¡Acababa de sacarse el mejor pellizco de su vida! Daba un poco de miedo pero había intimidado a ese puto árabe con facilidad, y no había razón por la que no pudiera volver a hacerlo antes de que su mujercita dejase la casa.

¿Qué dijo Alí? ¿Qué custodia iba a concluir pronto? Después de eso y cuando toda la mierda del divorcio hubiese acabado ya no podría extorsionarlo más. De hecho Alí podía retirar el aparato de escucha él mismo o encargar a alguien que entrase en la casa para dejarle a él sin arma de negociación. Pero Leonard pensaba que aún sería capaz de aprovechar un poco más la situación, quizá dentro de un par de días, antes de que Alí tuviera ocasión de reaccionar. Leonard creía que en los negocios lo principal es dominar el tempo.

Se sentía completamente vivo, con más dinero en su bolsillo que nunca antes en toda su vida. Así que se sentó junto al escenario y deslizó un billete de veinte dólares en el tanguita de la bailarina, una chavala tetuda con sombrero de cowboy que se humedeció los labios y le guiñó el ojo. Cuando se acabó la bebida, tras dejar diez dólares de propina a la camarera, se fue de vuelta por el pasillo. Pero de pronto se detuvo y sintió una ola de miedo. Estaba a salvo con toda aquella gente a su alrededor, pero pensó en la palidez mortecina del rostro de Alí. Ese asqueroso comerciante de camellos se había vuelto más blanco que Leonard. Durante un minuto estuvo más blanco que un cadáver.

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