Joseph Wambaugh - Cuervos de Hollywood
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A las cuatro de la tarde Leonard eligió un paso para bajar por la cuesta de la calle del hogar de los Aziz. Mientras se aproximaba a la casa Leonard apretó el botón del mando en su bolsillo y lo mantuvo apretado un rato. Cuando estuvo frente al camino de entrada la puerta se abrió. Se agachó y pasó por debajo, y usó el control remoto para cerrarla antes de que hubiera terminado de cerrarse. Cuando estuvo a salvo dentro del garaje se puso los guantes de látex, sacó las herramientas de su bolsillo y se acercó a la puerta.
– ¡Jodido árabe! -dijo cuando vio que no era un pomo a la antigua usanza. Era una manilla de bronce, sin duda con un cierre interior.
Se obligó a sí mismo a permanecer en calma. Esto no debería importar en absoluto. Viejo pomo, nueva manilla, ¿cuál era la puta diferencia? Encontró el interruptor y encendió la luz del garaje. Era fluorescente y suministraba más iluminación de la necesaria. Se arrodilló frente a la manilla e insertó la barra de tensión, después el pico y repitió las palabras de Júnior.
– La barra de tensión gira el cilindro. El rastrillo levanta el cierre.
Durante unos segundos pensó que era como accionar el mecanismo en la puerta de Júnior. Pero entonces lo perdió. Sacó las herramientas, cogió un lápiz de luz y apuntó al agujero de la llave. Tenía una pinta muy parecida a la cerradura del cuchitril de Júnior. Entonces, ¿por qué no acababa de abrirse?
Lo intentó de nuevo. Esta vez usó toda la terminología, musitándola como un mantra: «Insertar la barra de tensión TR4 para girar el cilindro. Entonces insertar el pico para diamante de doble cara y levantar el cierre». Movía sus dedos huesudos con delicadeza, con gracia, tal y como Júnior había movido sus dedos marrones, gordos como salchichas. No pasó nada.
Contuvo un grito de frustración. ¡Diez billetes de cien sólo por girar un puto cilindro y levantar un puto cierre! Un gorila de Fiyi con el cerebro de una cacatúa podía hacerlo con los ojos cerrados. Eso le dio una idea.
Leonard cerró los ojos e insertó la barra de tensión y el pido. «Las personas ciegas desarrollan un toque especial», se dijo. Sintió el cilindro y el cierre, pero sólo oyó el sonido del metal rascando metal.
Abrió los ojos, y en ese momento un húmedo globo de desesperación escapó de sus labios.
– ¡Jesús! -dijo-. ¿Por qué no puedo darme un jodido descanso?
Entonces tuvo un momento de inspiración. ¡Los guantes! Los putos guantes de látex estaban disminuyendo su tacto y su sensibilidad. El toque.
Se sacó los guantes y agitó los dedos. Aunque había bochorno fuera y el garaje era como un horno, chasqueó los dedos y los flexionó como los tipos duros de las películas. Cogió la barra de tensión y el pico tan ligeramente como pudo. Como dos delicados insectos a los que no quisiera dañar.
Insertó la barra de tensión. Insertó el rastrillo. Sintió el cilindro y sintió el cierre. También sintió cómo su sudor resbalaba por su cara. Lo estaba saboreando. Bajaba por su cuello y por la camisa. Sudor de desastre, una enfermedad de Hollywood.
¡No podía sentir una mierda! Lanzó la barra de tensión y el pico al suelo de asfalto. Si hubieran sido insectos, los muy jodidos habrían muerto.
Leonard Stilwell rugió cuando se puso en pie. Todo había acabado. Iba a culpar de todo al mecanismo nuevo de la puerta. Tal vez el puto árabe le daría algo por haberlo intentado. Quizás un billete de cien, quizás uno de cincuenta. Pero en su corazón Leonard lo tenía más claro. Ese cabeza de toalla le pediría que devolviese el adelanto de doscientos que ya se había fumado.
Se inclinó a coger la barra de tensión y el pico. Su espalda se había vuelto rígida con el trabajo y se sintió inseguro, de modo que tuvo que apoyarse en la manilla para no tambalearse. Y entonces la manilla cedió, y se abrió la puerta. Lola, la sirvienta, se había olvidado de dar la vuelta al cierre en la manilla por el otro lado.
– ¡Mierda santa! -dijo, y entró a toda prisa buscando el papel en su bolsillo mientras sonaba el aviso inicial de la alarma. ¡No lo encontraba! La luz de advertencia aparecería en el ordenador del despacho del proveedor del sistema de seguridad y en pocos segundos se presentarían allí si él no…
¡Lo encontró en el bolsillo de los pantalones! Lo miró, marcó el código de la sirvienta y el pitido de aviso paró.
Entonces volvió al garaje y recogió la barra de tensión y el pico. Se puso los guantes, y, por precaución, usó los faldones de su camisa para limpiar la manilla a la que se había aferrado. Nadie iba a hacer CSI con su culo.
Entró en la cocina y después en el comedor, desde donde vio toda la panorámica de Hollywood. Nunca había estado en una casa así. Asustado como estaba hubo de admirarla por un momento. Era difícil de soportar. ¡Qué extravagancia! Deseó haber pedido más por ese trabajo. Alí siempre andaba lloriqueando sobre cómo su mujer casi lo arruina. ¡Mira esto! ¿Qué eran mil pavos extra para ese jodido roedor de queso de cabra? ¿Para un hombre que había vivido en una casa así?
Leonard Stilwell creyó que ésa era una debilidad que le había mantenido en la ruina toda su vida. Era demasiado generoso y confiaba demasiado en su compañero, y ¿qué había logrado con eso? Se arrancó estos pensamientos y se puso a trabajar. Junto a la cocina encontró el pequeño despacho donde Margot Aziz guardaba sus facturas. Abrió el cajón que Alí le había descrito y encontró los grandes sobres, etiquetados por años. Los revisó hasta dar con la carpeta del año 2004. Se la puso bajo el brazo, volvió a la puerta y pasó el pestillo que la asistenta había olvidado pasar.
Estaba en el garaje, con la bisagra de muelles de la puerta a punto de cerrar la puerta tras él, cuando recordó que Alí le había repetido varias veces que dejase la puerta sin cerrar. Leonard detuvo la puerta a tiempo. Descorrió el pestillo de forma que la asistenta se llevase una bronca por no haberlo corrido, tal y como Alí le había encargado. Por supuesto, Alí nunca sabría por Leonard que, efectivamente, Lola la había fastidiado ella sólita.
Pero cuando se alejaba andando de la casa Leonard se arrepintió de no haber cerrado el pestillo. Los gilipollas ricos nunca le dan a la gente trabajadora un puto descanso. No quería ser el responsable de joder a una vieja trabajadora mexicana y meterla en un jaleo. Pero supuso que el divorcio era tan enconado que la ex mujer de Alí nunca despediría a la asistenta, aunque sólo fuese para fastidiar a Alí.
Por otro lado, la mexicana probablemente tenía una familia que se ocuparía de ella, y seguridad social, y quizás alguna ayuda estatal, y el resto de cosas que el gobierno estadounidense ofrece a los millones de inmigrantes ilegales extranjeros que llegan a este país. El mismo gobierno federal que le había rechazado la última vez que presentó su solicitud para conseguir una ayuda social amparándose en su mala salud y su adicción a la cocaína. Algún trabajador social del condado le apuntaba siempre a un trabajo mierdoso como lavaplatos, y pretendía que él aceptase. En la ciudad de Los Ángeles del año 2007 ser blanco no salía a cuenta.
Después de sentirse a salvo al volante de su Honda, Leonard abrió la gran carpeta para ver si podía descubrir algo interesante en aquello que era tan importante para Alí Aziz. Pero todo lo que encontró fueron recibos, pagarés y listas bancarias de cheques cobrados. La típica basura doméstica que cualquiera guarda en su casa durante unos años.
Mientras conducía colina abajo para encontrarse con Alí Aziz, un montón de cosas pasaban por la mente de Leonard Stilwell. Seguía mirando a la carpeta archivadora. ¿Cómo podía ser tan importante? Y luego estaba la insistencia de Alí en dejar la puerta abierta. ¿Por qué?, ¿para cabrear a su ex mujer todavía más con la asistenta mexicana? Pero si la mujer iba a mudarse, la asistenta se alejaría de su hijo. Aquello no cuadraba, y no cuadraba desde el primer momento.
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