Joseph Wambaugh - Cuervos de Hollywood

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Joseph Wambaugh, maestro del thriller policíaco, ha vuelto con una adictiva novela focalizada una vez más en los oficiales de la Hollywood Station del LAPD; en concreto en el papel que desempeñan los «cuervos», nombre popular dela Oficina de Relaciones Comunitarias (CRO), formado por policías que no están satisfechos en las calles y que se sienten más seguros velando por la «calidad de vida» de los vecinos.

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– Nunca he estado casada -dijo ella-. Este trabajo no lo facilita.

– Tienes un montón de tiempo -dijo él-. Eres joven.

– Mírame. No tengo a nadie tirando mi puerta abajo -dijo ella.

Él se volvió y le echó un buen vistazo.

– ¿A qué te refieres?

– Soy ancha -dijo con una mirada desafiante en sus ojos-. Pregúntale a Treakle.

– ¿Te preocupa lo que Labios de Pollo piense? -dijo Dan-. Creo que tienes un aspecto sano. Estoy hastiado de mujeres anoréxicas. Mis dos últimas mujeres encontraron la manera de sacar más comida de la que tragaban.

– Mi padre es un alemán flaco -dijo ella-, pero mi madre es holandesa, con grandes hombros y caderas anchas. De coger demasiados tulipanes, me parece. Yo pertenezco a esa línea de la familia.

– A mí me gusta la pinta que tienes -dijo Dan.

Gert sonrió ligeramente y dijo:

– Tyron Power, ¿eh? Voy a tener que instruirme. ¿Hizo del Zorro?

– Mucho antes que Antonio Banderas -dijo Dan-. ¿Te gustan las pelis antiguas?

– No he visto muchas, pero sí, me gustan.

– Conozco una sala de proyecciones donde incluso pasan pelis mudas. Deberías ir conmigo algún día. No se trata de una cita ni nada de eso. Sé que mi época de citas terminó hace tiempo.

– No eres tan viejo.

– ¿Crees que no? -dijo Dan «Día del Juicio Final».

El incipiente flirteo fue interrumpido por otro mensaje en el ordenador, que les llevaría a una dirección muy familiar para Ronnie Sinclair y Bix Rumstead.

Cuando llegaran a la dirección y tocaron el timbre les abrió una mujer negra con buen porte. Señaló al otro lado de la calle, en dirección a una casa de tablones de madera donde dos carteles de tiendas estaban vueltos del revés en el pequeño patio delantero.

– Soy la señora Farnsworth -dijo-. Les he llamado por la gente de allá. Por los carteles en el patio y el ruido.

– ¿De qué se trata? -dijo Gert-. ¿Ruido?

– No, es por la tranquilidad -dijo ella-. Está demasiado tranquilo allá. A esta hora de la noche suelen tener puesta esa extraña música somalí a todo tren. Pero no esta noche.

– Igual no están en casa -dijo Dan.

– Están en casa -dijo la señora Farnsworth-. Les he visto a través de las ventanas hace una hora, pero ahora han cerrado las persianas.

– Igual se han ido a dormir -dijo Gert.

– Cariño, no se van a dormir hasta las dos o tres de la madrugada -dijo la señora Farnsworth-. Al menos él. Le grita todo el día. Y sé que le pega pero ella nunca dice nada cuando tenemos ocasión de preguntarle.

– Nosotros lo tenemos bastante complicado, no podemos ir tocando a las puertas de la gente para preguntarles por qué están tan silenciosos -dijo Dan.

– Hay un muchacho -dijo la señora Farnsworth-, un joven blanco. Solía traerla a casa de vez en cuando. Le limpia la casa, es lo que ella me dijo. Él vive con sus padres paralíticos y tiene un buen trabajo y es bueno con ella. Un día le vi dejándola, y su marido salió de casa en ropa interior y la agarró del brazo y empezaron a montar la bulla en su idioma, luego la llevó para dentro y dio un portazo. Después de eso regresaba a casa en autobús. Él es un hombre muy mezquino y ella es una chica muy dulce y asustada.

Gert miró a Dan y dijo:

– Podemos llamar e intentar pensar en una excusa. Sólo para asegurarnos de que todo está bien.

– Los carteles -dijo la señora Farnsworth-. Ya le advirtieron antes.

Entonces fue hacia un estante y cogió un jarrón de porcelana con varias tarjetas dentro. Retiró una y se la pasó a Gert.

– El oficial anotó su número de teléfono personal en la parte posterior de esta tarjeta y dijo que podía llamarlo cuando quisiera.

Gert la leyó: «Oficial Bix Rumstead». Después le dijo a la mujer:

– Llamaremos a la puerta y veremos qué pasa.

– Por favor -dijo la señora Farnsworth-. Estoy realmente preocupada por esa chica. Y también lo estaba el oficial Rumstead. Se podía ver en su cara.

Gert von Braun y Dan Applewhite cruzaron la calle y se valieron de las linternas para evitar caer en uno de los agujeros del pavimento que la ciudad de Los Ángeles no tenía recursos para reparar.

Escucharon pero no oyeron nada dentro. Dan llamó a la puerta. Sin respuesta.

Gert caminó unos pasos hacia la ventana y escuchó. Dan tocó de nuevo. Sin respuesta.

– No hay nada más que podamos hacer -dijo Dan.

Gert levantó la mano para pedirle silencio y apretó la oreja contra la puerta.

– Creo que oigo algo.

– ¿A qué suena?

– Es muy bajito. Como un hombre rezando o algo así. En su idioma, no en el nuestro.

Dan empuñó su porra y dio unos golpes en la puerta, fuerte y alto. Cuando paró Gert siguió escuchando.

– ¿Algún cambio en el sonido? -dijo él.

Negó con la cabeza y probó el pomo. Estaba cerrado.

– Tal vez deberíamos llamar a un supervisor -dijo Gert-, para que nos dé la autorización para entrar.

– ¿Y que Labios de Pollo Treakle nos monte un lío?

– Olvida al supervisor -dijo Gert.

Ambos polis caminaron de regreso a la calle.

– Alumbra esto -dijo Gert.

Dan sostuvo la tarjeta mientras la iluminaba con el haz de su linterna. Ella sacó su móvil y marcó el número escrito a mano en el reverso de la tarjeta.

Los cuervos estaban vestidos de calle. Ronnie con una camiseta de tirantes y téjanos de Banana, y Bix con una camisa amarilla de Polo y pantalones chinos de Gap. Ronnie pensó que él estaba todavía más guapo sin el uniforme. El azul del LAPD no le favorecía. Ronnie había pedido chile relleno y un margarita. Bix había encargado dos tacos de carne asada y una horchata fría, hecha de agua de arroz y canela. Ronnie había dudado antes de pedir una bebida alcohólica delante de Bix, pero se imaginó que le haría sentir más incómodo saber que se privaba de pedir alcohol por culpa suya.

Estaban a mitad de la cena cuando su teléfono empezó a sonar. Ronnie se preguntó si sería el interlocutor misterioso que le había hecho sentir tan incómodo. Aquel tipo sobre el que Bix había mentido diciendo que era su hermano Pete.

Miró el número pero no lo reconoció.

– Hola -dijo.

– Aquí 6-X-66, Von Braun al aparato -dijo Gert-. ¿Es usted el oficial Bix Rumstead?

– Sí -dijo él-. ¿Qué pasa?

– Tengo su número anotado en una tarjeta que me dio una tal señora Farnsworth -dijo Gert-. Se trata de ciertos somalíes que viven al otro lado de la calle. Me dice que usted sabe algo acerca de ellos.

– ¿Qué ha pasado? -dijo Bix.

– Es raro -dijo Gert-. Aparentemente están en casa, pero no abren la puerta. La casa está mucho más tranquila de lo normal según la señora Farnsworth y puedo oír al tipo dentro entonando algo de vudú.

– ¿Vais a entrar?

– No sabemos si entrar por detrás o seguir llamando a la puerta.

– ¿Habéis llamado a un sargento?

– No, tenemos miedo de que nos toque Treakle. Convertiría esto en un cristo.

– Voy para allá.

Cuando colgó el teléfono sacó varios billetes de su monedero y los puso sobre la mesa.

– Era un oficial de la guardia nocturna. Son los somalíes. Algo va mal y no abren la puerta.

– ¿Dónde vas?

– Igual me abre la puerta a mí. Establecí cierto acuerdo tácito con él.

– Bix, estás fuera de servicio -dijo Ronnie-. Deja que un supervisor se ocupe. No deberías involucrarte.

– Acaba tu cena, Ronnie -dijo Bix-. Te llamaré cuando compruebe el asunto.

– No es responsabilidad tuya -dijo Ronnie.

– Siento que debería haber hecho algo más -dijo él, girándose hacia la puerta-. Tenía esa sensación en el estómago.

– Hicimos lo que pudimos en su momento -exclamó Ronnie detrás de él-. Si algo malo pasa allí, ¡no es asunto tuyo, Bix!

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