– Igual debería unirme a vosotros la próxima vez que vayáis a Sunset Boulevard a una de vuestras cenas mexicanas -dijo Bix abruptamente-. Sin mi familia creo que debería salir y relacionarme un poco. Es un poco triste hablar con un perro, yunque sea uno tan listo como Annie.
– Apuesto a que es más lista que la mayoría de las personas que tratamos cada día -dijo Ronnie-. Esta noche no habrá cena mexicana, pero si no estás ocupado estaría encantada de ir allí contigo.
Nunca había detectado una vibración sexual que saliese de Bix Rumstead hacia ella y no la detectó ahora, cuando él dijo:
– Igual voy. ¿Quedamos justo después de acabar el turno de vigilancia?
– Por mí, perfecto -dijo ella-. Y como poli soltera y casi próspera sin nadie con quien gastar mi dinero salvo dos peces de colores, estaré encantada.
Entonces sonó otra llamada en el móvil de Ronnie. Descolgó y dijo:
– Oficial Sinclair.
– Soy Nate -le dijo Hollywood Nate-. ¿Puedo hablar con Bix?
– Seguro -dijo ella, pasándole a Bix el teléfono-. Es Nate.
– ¿A qué debo el placer? -dijo Bix.
Entonces su sonrisa se evaporó. Su rostro se oscureció de nuevo. Frunció los labios y dijo:
– Sí, conozco a la persona que vive en esa dirección. Yo… te veré en Hollywood Sur y lo hablamos allí. En una hora, ¿vale?
Esta vez al colgar sintió que le debía una explicación a su compañera, así que le dijo a Ronnie:
– Un asunto de Hollywood Nate. Una persona de Mount Olympus con la que he hablado antes podría ser víctima de un robo. Un tipo con tropecientos robos a sus espaldas tenía su dirección en el coche. Es mierda, estoy seguro. No es nada.
El aspecto meditabundo de su cara decía que era algo irrelevante para Bix Rumstead. Pero Ronnie Sinclair supo que estaba mintiéndole de nuevo.
Alí Aziz no pudo probar bocado en todo el día. Revisó mentalmente su plan una docena de veces y no podía parar de sudar. Incluso utilizó la ducha del camerino de las bailarinas, se bañó con agua hirviendo, dejando que el agua caliente cayera sobre su cúpula calva hasta que se volvió rosa. Se fue al armario de su despacho y se puso una camisa de seda limpia. Se afeitó, se acicaló con colonia, se dejó caer en el sofá de cuero e intentó echar una siesta, pero no pudo.
No quería comida ni whisky ni mujeres. Sólo quería que acabase ese tormento. Quería que Margot se fuese para siempre. Quería recuperar a su hijo Nicky y llevárselo de esta terrible ciudad y de este país sin dios algún día. Aquí no había respeto ni amor ni verdad. Todo era una mentira.
Jaime Salgando apareció media hora antes en la Sala Leopardo. Cuando entró en el despacho de Alí dijo:
– Por una vez en la vida el tráfico era fluido.
Alí echó una mirada de aprobación al traje cruzado de Jaime, a su camisa blanca almidonada con puños lisos y gemelos dorados, a su lazo azul cielo con un nudo perfecto, y luego dijo:
– Así es como viste un caballero. En mi país y en el tuyo, los hombres muestran respeto. En este país, no hay respeto.
– Gracias -respondió Jaime y se sentó nervioso en la silla de su cliente, deseoso de acabar con la transacción.
– Las chicas llegarán a las ocho en punto tal como pediste -dijo Alí.
– Sí, sí -dijo Jaime-, así podemos arreglar nuestro negocio. Tengo un amigo íntimo en una farmacia de compuestos que me ayuda con estos encargos inusuales.
– ¿Qué quiere decir «de compuestos»?
– Mezclan un montón de drogas y medicamentos para prescripciones especiales. Este empleado es del mismo pueblo de México donde yo solía pasar los veranos. Ha podido ayudarme pero me costó seiscientos dólares.
Alí lo miró, intentando mantener la sonrisa en su cara. Sabía que Jaime le estaba mintiendo, pero no podía evitarlo. Todo el mundo le mentía. Por forzar a Jaime a venir esta noche en lugar del sábado iba a pagar un precio. Alí cogió el rollo con los billetes de su pinza de oro y contó seis billetes antes de colocarlos sobre la mesa.
– Por supuesto, hermano -dijo Alí-. Siempre debemos pagar por los buenos servicios. Es el estilo americano.
Jaime Salgando recogió los billetes, los puso en su bolsillo y acto seguido extrajo un pequeño sobre donde podía leerse el nombre de su farmacia. Lo abrió y cayeron dos cápsulas verdes sobre la mesa, luego volvió a guardarse el sobre en el bolsillo.
Alí casi tuvo una crisis de pánico.
– ¿Dos? -dijo-. ¿Necesito dos cápsulas para matar al perro?
– No, sólo necesitas una para matar fácilmente a un perro de cincuenta kilos. La otra es sólo por si el perro no la muerde bien o por si algo va mal. Entonces puedes probarlo de nuevo.
El alivio de Alí era palpable.
– Eres un hombre listo, hermano -dijo-. Muy listo. Sí, es bueno tener un… ¿cómo se dice?, ¿desfuerzo?
– Refuerzo.
– Sí, ahora tenemos refuerzos. Muy bien. Muy bien.
– Me gustaría tomar una copa mientras espero a las chicas.
– Sí, sí -dijo Alí-. Lo que desees. ¿Quieres champán? Tengo buen champán para clientes especiales.
– Quiero que me lleves una botella de ese buen champán al motel -dijo Jaime con el tono de un hombre de negocios-. Mejor, que sean dos. Y una cubitera. Y tres vasos, claro. Pero ahora me gustaría tomar un vasito de tequila. El Patrón Silver que sirves a tus clientes especiales.
– Es tuyo, hermano -dijo Alí, pero ahora forzó una sonrisa que se convirtió en una mueca y provocó que emergieran arrugas alrededor de su boca. Alí empezaba a sentir tanto asco por Jaime Salgando como por los otros ladrones con los que se veía obligado a hacer negocios. Casi tanto asco como el que sentía por Leonard Stilwell.
Cuando el farmacéutico acabó su vasito de tequila se escuchó un golpecito en la puerta y Tex entró con Goldie.
– Jaime, granuja! -dijo Tex arrastrando las sílabas-. Estoy encantada de que pudieras venir esta noche.
– ¡Yo también! -dijo Goldie-. ¡Esto es demasiado!
Ambas mujeres soltaron sendas risitas cuando el cortés farmacéutico se puso en pie y besó sus manos. Ambas iban vestidas igual que en sus noches en el Sunset Strip, con bolsos de Chanel de correas espagueti. Goldie llevaba zapatos de tacón de diez centímetros, pero como el farmacéutico había hecho una petición especial Tex llevaba botas camperas de piel de lagarto y un sombrero de vaquero, blanco como la nieve, con una T de falsa pedrería en la copa.
Después de que Jaime Salgando y las bailarinas se marcharon, Alí cerró la puerta, sacó las dos cápsulas verdes del cajón de su escritorio y se quedó mirándolas. Cuando pensaba en lo que le estaba costando la noche le entraban ganas de poner una en el tequila del farmacéutico.
Alí metió la mano hasta el fondo del cajón y extrajo la cápsula magenta y turquesa que había robado del botiquín de Margot, junto con la cuchara de coca y la navajita que utilizaba cuando tenía que dar a las chicas una golosina a cambio de sus servicios. Las puso sobre una hoja de papel junto con las dos cápsulas verdes y un embudo que había formado a partir de otra hoja de papel. Con cuidado abrió el somnífero y tiró su contenido a la papelera. Entonces se secó las manos en la pechera y apretó las palmas una contra la otra para asegurarse de que no temblaban.
Con mucho cuidado abrió la cápsula verde y vertió el contenido en el improvisado embudo. Parecía una mezcla de cocaína y azúcar. Entonces cogió la cápsula magenta y turquesa con las pinzas y con el embudo cargó la dosis letal. La cápsula verde contenía un poco más de 50 miligramos, así que había unos gránulos sobrantes que le preocuparon. Pero el farmacéutico se había mostrado muy seguro de que esto mataría a un animal de cincuenta kilos, así que era suficiente para cumplir con su cometido.
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