Iba a tirar los gránulos restantes de la cápsula verde en la papelera, pero al final decidió arrojarlos al retrete y tirar de la cadena. Se lavó las manos a conciencia, y sin ninguna razón lógica quemó el papel que había usado. Puso dentro de un sobre la cápsula letal que ahora se parecía a los somníferos que Margot solía tomar junto con su otra mortífera hermana verde y lo guardó al fondo del cajón intermedio de su mesa, donde guardaba un montón de cápsulas más.
Su única preocupación era que a Margot todavía le quedasen cápsulas en su botiquín. En ese caso, si añadía demasiadas podía descubrirle. Pero si añadía pocas moriría durante las semanas siguientes en lugar de en los próximos meses. A Alí le daba miedo esa posibilidad. Quería que la encontrasen muerta lejos de Hollywood. Eso alejaría a la policía de su casa.
Entonces sintió como se oscurecía su corazón mientras pensaba en dónde iría a vivir ella cuando la casa se cerrase. ¿A San Francisco? ¿A Nueva York? Si el juez lo permitía no podría ver a su precioso chaval hasta que muriese Margot. La idea de no ver a Nicky durante dos meses o más hizo que Alí Aziz apoyase su rostro sobre sus brazos cruzados y arrancase a llorar.
– Tío, tú no eres el adecuado para este trabajo -le dijo a Leonard Stilwell un vecino al que llamaban Júnior, mientras Alí Aziz lloraba y el farmacéutico mexicano andaba de jarana.
Leonard y Júnior habían estado practicando durante veinte minutos con una barra de tensión TR4 y un pico para diamante de doble cara que Leonard pensaba pedir prestado a Júnior para el trabajo del día siguiente. El apartamento de Júnior era más o menos lo que Leonard había visto siempre entre los tipos que estaban en libertad condicional: botellas de tequila Cuervo, revistas pomo, un pastel de chocolate a medio comer y envoltorios de dulces por todas partes. La habitación era tan pequeña que el tipo debía hacer la cama desde la cocina, cosa que no sucedía casi nunca. Tenía las manos enormes y un montón de tatuajes carcelarios que eran casi invisibles sobre su oscura piel.
Tras haber despegado a Júnior del canal de dibujos animados, Leonard estaba arrodillado en el suelo con la puerta abierta, intentando destrabar la doble cerradura con cierre interno. Fue interrumpido por una cucaracha enorme que trepaba por su cuello, chilló e hizo la danza de la cucaracha, abofeteándose el cuello y temblando como un perro mojado.
– No te harán daño, hermano -dijo Júnior-. Allá, en casa, nos comemos a los insectos que son tan tontos como para acercarse a nuestra comida.
– Tengo miedo de las cucarachas -dijo Leonard-. Crecí en Yuma con seis hermanos y hermanas y un viejo borracho que nunca trabajaba. Las cucarachas corrían por encima de nosotros cuando estábamos dormidos, y también las ratas.
– Hermano, allá en casa nos comemos a las ratas. No hay problema.
– Vale, déjame intentarlo otra vez.
La barra de tensión le parecía a Leonard un largo destornillador, y el pico, que Júnior llamaba «rastrillo», era como una aguja de diez centímetros con algo parecido a un par de jorobas de camello en el otro extremo. La cuestión era que Leonard nunca había reventado una cerradura en su vida, y nunca se había preocupado de aprender de Whitey Dawson, pese a que habían trabajado juntos docenas de veces.
– Tío, tú no naciste para esto -dijo Júnior-. ¿Estás seguro de que quieres hacer el trabajo? La vas a joder y te van a pillar.
– Lo he visto hacer muchas veces cuando iba con mi compañero -dijo Leonard-. Parecía fácil cuando él lo hacía.
– ¿Por qué no metes a ese compañero en este trabajo, hermano? No creo que se te pueda enseñar nada a ti.
– Está muerto.
– Mala cosa, tío. Ojalá pudiera ayudarte pero le prometí a mi madre que no volvería a meterme en asuntos turbios.
– Enséñamelo otra vez -dijo Leonard-. Una vez más.
El enorme Júnior sujetó la barra de tensión en su enorme mano, la insertó y dijo:
– Mira, hermano, introduces la barra de tensión y haces girar el cilindro.
Introdujo el pico con la otra mano y dijo:
– El rastrillo levanta el cierre.
Entonces hizo girar el pomo fácilmente y le pasó las herramientas a Leonard.
– Mi abuelo podía hacer esto, y eso que perdió una mano cuando se defendía de un tiburón mako.
– Déjame intentarlo una vez más -dijo Leonard, y se concentró en copiar los movimientos de los inmensos dedos del fiyiano.
Insertó la barra de tensión y dijo:
– Con esto hago girar el cilindro.
Entonces insertó el pico.
– Con esto levanto el cierre.
Y lo sintió.
– ¡Sí! -dijo cuando giró el pomo.
Lo hizo una vez más, y de nuevo funcionó.
– ¡Eso es, hermano! -dijo el fiyiano.
– Te los traeré de vuelta mañana por la noche -dijo Leonard, poniendo las herramientas en su bolsillo.
– Si te trincan, tío, no me conoces. Nunca oíste hablar de nadie de Fiyi. Ni siquiera sobre Vijay Singh.
– Soy bueno con eso -dijo Leonard-. Y cuando te traiga las herramientas, tendrás los cincuenta pavos que te prometí.
– Si no estás en la trena -dijo el fiyiano.
– Hasta luego, tío -dijo Leonard, mientras salía.
– Oye, hermano -dijo el fiyiano-. Acabo de acordarme. ¿Podrías llevarme a la clínica? Pillé la gonorrea de alguna zorra y el matasanos dice que tengo que hacerme un chequeo.
– Sí, claro, te acerco -dijo Leonard-. ¿Dónde te tratan?
El fiyiano apuntó con un grueso dedo a sus genitales y dijo:
– Aquí abajo.
Cuando Ronnie y Bix regresaron a Hollywood Sur a dejar el coche y fichar, Hollywood Nate estaba esperando con los pies sobre una mesa, leyendo el Daily Variety. Bix no parecía feliz de verlo.
– Ve tú delante -le dijo Bix a Ronnie-. Tengo que hablar con Nate un minuto. Nos vemos en el restaurante, ¿vale?
– Vale -dijo ella, y le echó un vistazo a Nate, que la saludó con un pequeño ademán que no significaba nada.
Ronnie entró en el vestuario de mujeres para quitarse el uniforme, con más incertidumbre que nunca sobre su compañero. Había algo raro aparte de la bebida. Pero ¿qué tenía que ver con ello Hollywood Nate Weiss, que estaba allí sentado como una esfinge? Si conociese un poco mejor a Bix lo cogería y le soltaría unas cuantas preguntas para las que exigiría respuesta inmediata. Pero por el momento no creía tener derecho a inmiscuirse.
Bix y Nate salieron y se quedaron en el escalón frente a Hollywood Sur. El tráfico era fluido en la avenida Fountain para una tarde tan suave de verano. En momentos así los antiguos residentes de la vecindad podían oler las flores del jardín y los árboles cítricos que se habían puesto de moda. Pero ahora, en la ciudad más ahogada de tráfico de América del Norte, solamente existía un olor de motor exhausto.
– Bien, ¿de qué va esto? -dijo Bix, sentándose en el escalón.
Nate también se sentó y dijo:
– Como te dije por teléfono, los surfistas han localizado a cierto tipo con antecedentes que tenía esa dirección en su coche. Era una dirección incorrecta, pero el número más cercano corresponde a una mujer llamada Margot Aziz.
Bix Rumstead miró a Nate con gesto inexpresivo.
– ¿Qué tiene eso que ver conmigo?
– Flotsam y Jetsam se preguntaban si este tipo habría sido contratado por el propietario de la casa. Su nombre es Leonard Stilwell. Un hombre blanco, de unos cuarenta años, peso y altura medios, pelo rojo y pecas. Conduce un viejo Honda negro tuneado. Si no trabaja para el propietario de la casa tal vez tenga la casa como objetivo para un asalto. Eso es lo que piensan nuestros surfistas metidos a detectives.
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