Joseph Wambaugh - Cuervos de Hollywood

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Joseph Wambaugh, maestro del thriller policíaco, ha vuelto con una adictiva novela focalizada una vez más en los oficiales de la Hollywood Station del LAPD; en concreto en el papel que desempeñan los «cuervos», nombre popular dela Oficina de Relaciones Comunitarias (CRO), formado por policías que no están satisfechos en las calles y que se sienten más seguros velando por la «calidad de vida» de los vecinos.

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Ella no supo si él había oído esta última parte. Bix Rumstead corría hacia el aparcamiento en dirección a su coche.

La señora Farnsworth se hallaba en la calle junto al coche de policía. Le había dado a Gert y Dan una taza de café que estaban apurando cuando Bix Rumstead llegó y aparcó con su coche personal, una minifurgoneta Dodge tamaño familiar.

Los agentes le dieron sus tazas vacías a la señora Farnsworth, que dijo:

– Buenas noches, oficial Rumstead.

– Hola, señora Farnsworth -dijo Bix-. Estoy encantado de que conservase mi tarjeta.

– Está realmente tranquilo todo ahí dentro -le dijo a Bix-. Y nunca hay tanta tranquilidad en esa casa. Él se volvió loco la semana pasada cuando un hombre blanco para el que trabaja acompañó a su mujer a casa. Si la hubiera golpeado le habría llamado a usted. Pero simplemente la cogió del brazo y le gritó cosas en somalí. Al día siguiente volvió en autobús a casa sin el joven blanco. No debería haber tanta tranquilidad ahí dentro a estas horas de la noche, oficial Rumstead. Tengo miedo por la chica.

Un minuto después los tres policías estaban en el porche delantero de madera. Se mantuvieron en silencio y escucharon. Sólo se oía el murmullo del tráfico en la cercana Cuarta Avenida, un perro que ladraba cerca, el chirriar de los grillos en el patio vecino, y distante música de salsa desde algún lugar manzana abajo. Entonces oyeron una profunda voz masculina entonando plegarias.

Bix llamó a la puerta y dijo:

– Señor Benawi, aquí el oficial Rumstead. Hablé con usted la semana pasada sobre el asunto de los carteles publicitarios, ¿recuerda?

Escucharon de nuevo. Los cánticos cesaron.

– Señor Benawi -continuó Bix-, por favor abra la puerta. Necesito hablar con usted. Lo de los carteles no tiene importancia. Sólo necesito saber si todo lo demás va bien. Abra la puerta, señor Benawi.

El cántico empezó de nuevo y Gert von Braun sintió un temblor, pero era una cálida noche de verano con un viento suave soplando desde el desierto al mar. Dan Applewhite sintió el pelo de su nuca erizarse y supo que no se debía al viento.

Bix Rumstead dijo:

– No nos iremos hasta que nos abra la puerta, señor Benawi. No nos obligue a entrar por la fuerza.

El cántico se detuvo de nuevo. Oyeron pasos. Entonces la cavernosa voz de Omar Hasan Benawi dijo desde el otro lado de la puerta:

– No hay nada para ustedes aquí. Por favor aléjense de mi hogar.

– Lo haremos, señor Benawi -dijo Bix-. Pero primero necesito hablar con usted cara a cara. Y necesito ver a su mujer. Entonces nos iremos.

– Ella no va a hablar con usted -dijo la voz-. Ésta es mi casa. Por favor, váyanse. No hay nada para ustedes aquí.

Oyeron los pasos retirarse de la puerta y el cántico empezó una vez más.

– ¡Mierda! -dijo Dan.

– ¿Y ahora qué? -dijo Gert.

– Esto es lo que el decreto federal de consentimiento ha hecho con el LAPD -dijo Bix a Dan «Día del Juicio Final»-. ¿Qué hubieses hecho cuando éramos polis de verdad?

Dan miró a Bix Rumstead y dijo:

– Somos blancos, él es negro. Mejor no hagamos nada bestia. Ahora no puedo permitirme una suspensión.

– Responde a mi pregunta -dijo Bix a Dan-. ¿Qué habrias hecho seis años atrás, antes de que un juez federal y un puñado de políticos y burócratas nos redujeran?

Dan Applewhite echó un vistazo a Gert von Braun y dijo:

– Habría tirado la puta puerta abajo a hostias y entrado a ver si la mujer está bien.

– Exacto -dijo Bix Rumstead.

Y acto seguido dio tres pasos de carrerilla, corrió hacia la puerta y le dio una patada justo a la derecha del pomo. La puerta se abrió de un golpe y fue a dar contra el muro de yeso.

El ímpetu de Bix Rumstead le llevó al interior de la oscura sala de estar. Gert von Braun y Dan Applewhite sacaron sus armas y le siguieron, lanzando estrechos haces de luz por toda la humilde estancia. Dan tomó el mando mientras intentaba iluminar el decrépito pasillo que conducía a las habitaciones traseras de la casa.

El cántico había parado. Ahora sólo se oían los ruidos del tráfico en la atestada avenida, a media manzana de distancia. La primera habitación estaba repleta de pilas de pedazos de cartón, latas de aluminio y envases retornables. Enfocaron sus linternas sobre las cajas, y luego los policías avanzaron hasta la última habitación donde brillaba una luz tenue. Dan Applewhite pegó su espalda a la pared, su Beretta semiautomática estaba ahora en la mano derecha; se agachó y echó un rápido vistazo desde la esquina.

– ¡Hijo de puta! -gritó, y se puso en pie, tirando su linterna y sosteniendo su Beretta con ambas manos-. ¡Al suelo! ¡Túmbate boca abajo!

Gert, que sostenía su linterna en una mano y llevaba la Glock en la otra, dio un paso adelante, agachándose detrás de los brazos extendidos de Dan, y gritó:

– ¡Abajo, me cago en todo!

Bix Rumstead enfiló hacia el espacio repleto de gente y echó un vistazo a la habitación.

El somalí estaba de rodillas, sólo llevaba puestos los mismos pantalones caqui que Bix ya había visto en su anterior visita. Llevaba también gafas de lectura y sostenía un Corán en su mano derecha, cuando se arrodilló como si fuese a rezar.

– ¡En nombre de Dios! -farfulló Bix.

Dispuesto en posición de rezar Ornar Hasan Benawi dijo:

– Sí, en el nombre del Dios único verdadero. Ella hizo la cosa vergonzosa con un hombre blanco. Ahora se la entrego al hombre blanco.

Había pasta de pintura blanca seca en una pared, y las manchas de pintura en la alfombra se habían secado y se endurecían. Las otras paredes estaban igualmente cubiertas de pintura, que también se había secado en los listones de las persianas. Las manos del somalí estaban embadurnadas de pintura blanca y había manchas en su torso desnudo y en la parte superior de sus pies desnudos, hasta sus pantalones estaban empapados de pintura blanca. Una lámpara barata de mesa yacía rota en el suelo, y un cubo de quince litros de pintura vacío y un pincel de brocha fina estaban tirados por el suelo junto a las patas de la cama. Había pintura seca por toda la colcha.

Sobre la colcha yacía Safia, la mujer de Omar Hasan Benawi. Había sido estrangulada con el cable que éste había arrancado de la lámpara de mesa, y la soga reposaba sobre la almohada como una cola de serpiente. Desnuda, parecía más pequeña, más frágil y vulnerable de lo que Bix Rumstead la recordaba. Y más niña. Yacía tendida en la cama con su cabeza en la almohada, y sus brazos estaban cruzados delante de sus pequeños pechos, tal y como su marido los había puesto. Y estaba blanca, totalmente blanca.

Omar había pintado hasta el último centímetro de su piel de color blanco. Desde la base de sus delicados pies hasta la coronilla de su pequeña cabeza redonda. Blanca como la muerte. Incluso sus ojos abiertos sin vida estaban pintados. La pintura seca cubría las órbitas cavernosas que Bix Rurastead recordaba tan bien.

Cuando Dan estaba esposando las manos del somalí a la espalda, el prisionero dijo:

– Ahora es cosa vuestra enterrarla con otros perros blancos en vuestros infieles sitios para muertos.

– ¡Cierra la puta boca! -dijo Gert von Braun-. Y escucha mientras te recuerdo tus derechos.

Aparecieron decenas de empleados del Departamento de Policía de Los Ángeles en la escena del crimen antes de que saliera el sol. Uno de los primeros en llegar fue el detective Charlie Gilford, que estaba a punto de acabar su turno cuando recibió la llamada de Bix Rumstead. Se dirigió al sudeste de Hollywood tan rápido como pudo.

Tras echar un vistazo a la grotesca escena del dormitorio salió a la entrada principal y dirigió sus concentradas perlas de sabiduría a un par de policías de la vigilancia nocturna que habían sido convocados para proteger la escena del crimen.

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