Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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Serge pensó que Blackburn se había dormido cuando a las diez y diez la locutora de Comunicaciones dijo:

– A todas las unidades de Hollenbeck y a Cuatro-A-Cuarenta y Tres, un sospechoso cuatro-ochenta y cuatro acaba de salir corrriendo del número veintitrés once de la avenida Brooklyn en dirección Esle a Brooklyn y Sur a Soto. El sospechoso es varón, mexicano, treinta y cinco a cuarenta años, cabello negro, jersey rojo de manga corta y cuello cisne, pantalones color kaki, portando una estatua de yeso.

Serge y Blackburn se encontraban en Brooklyn aproximándose a St. Louis cuando se produjo la llamada. Pasaron frente al escenario del robo y Serge vio un coche-radio aparcado enfrente, con la luz del techo apagada y un oficial dentro. El otro oficial se encontraba en la tienda hablando con el propietario.

Serge aparcó un momento al lado del cocho radio y leyó el rótulo del escaparate: "Objetos Religiosos Luz del Día".

– ¿Qué se ha llevado? -le gritó al oficial, un novato que Serge no conocía.

– Una estatua religiosa, señor -dijo el joven oficial, pensando seguramente que se merecía el "señor" por ir de paisano. A Serge le alegró comprobar que su soñoliento compañero abrió los ojos al escucharle hablar con el novato. Le dolía decepcionar a los jóvenes demasiado pronto.

Serge giró al Sur en Soto y empezó a mirar tratando de descubrir al ladrón. Giró al Este en la Primera y al Norte en Matthews divisando entonces al cuello de cisne rojo bajando por la calle. El testigo había proporcionado una descripción excelente, pensó, pero no había mencionado que estaba borracho.

– Aquí está -dijo Serge.

– ¿Quién?

– El sospechoso cuatro-ochenta y cuatro de la tienda religiosa. Tiene que ser él. Mírale.

– Sí, tiene que ser él -dijo Blanckburn iluminando al ondulante borracho con la linterna.

El borracho se cubrió la cara con las manos.

Serge se detuvo a pocos pasos de distancia del hombre y ambos descendieron del coche.

– ¿Dónde está la imagen? -preguntó Blackburn.

– Yo no tengo nada, señor -dijo el hombre borracho de ojos acuosos. El jersey de cuello de cisne aparecía cuajado de manchas púrpura de muchos cuartillos de vino.

– Conozco a este individuo -dijo Blackburn-. Vamos a ver, Eddie… Eddie algo.

– Eduardo Onofre Esquer -dijo el hombre tambaleándose peligrosamente-. Me acuerdo de usted, señor. Me ha detenido muchas veces por borracho.

– Sí. Eddie hace años que es uno de los borrachos de la avenida Brooklyn. ¿Dónde has estado Eddie?

– Me encerraron la última vez, señor, un año. He estado en la cárcel del condado un año.

– ¿Un año? ¿Por borracho?

– Por borracho no. Por hurto. Estaba robando dos pares de medias de mujer para venderlas a cambio de un trago.

– Y ahora estás haciendo lo mismo, maldita sea -dijo Blackburn-. Ya sabes que un hurto con antecedentes de lo mismo se convierte en un delito más grave. Esta vez te encerrarán por delito de mayor cuantía.

– Por favor, señor -sollozó Eddie -. No me detenga esta vez.

– Entra, Eddie -dijo Serge-. Enséñanos dónde la has arrojado.

– Por favor, no me detengan -dijo Eddie mientras Serge ponía en marcha el vehículo y se dirigía en dirección Éste hacia Michigan.

– ¿Dónde, Eddie? -preguntó Serge.

– No la he tirado, señor. La he dejado en la iglesia cuando he visto lo que era.

La linterna de Blackburn iluminó la blanca túnica, la negra cogulla y el negro rostro de Martín de Porres en los peldaños frontales del edificio gris de la calle Breed.

– Cuando he visto lo que era, lo he dejado aquí en las escaleras de la iglesia.

– Esto no es una iglesia -dijo Blackburn -. Es una sinagoga.

– Bueno, pero lo he dejado aquí para que los curas lo encontraran -dijo Eddie -. Por favor, no me detenga, señor. Iré directamente a casa si me da la oportunidad. Ya no robaré más. Se lo juro por mi madre.

– ¿Qué dices, compañero? -preguntó Serge sonriendo.

– Qué demonio. Somos oficiales de la sección juvenil, ¿no? -dijo Blackburn -. Eddie no es un menor.

– Vete a casa, Eddie -dijo Serge incorporándose en el asiento y abriendo la portezuela posterior del coche.

– Gracias, señor -dijo Eddie -. Gracias. Me voy a casa.

Eddie tropezó con el bordillo, se enderezó y avanzó tambaleándose por la acera en dirección a su casa mientras Serge recogía la imagen que se encontraba en los peldaños de la sinagoga.

– Gracias, señor -gritó Eddie por encima del hombro -. No sabía lo que me llevaba. Le juro por Dios que no robaría un santo.

– ¿Te apetece comer? -le preguntó Blackburn tras dejar al negro Martín en la tienda religiosa y contarle al propietario que lo habían encontrado en perfectas condiciones abandonado en la acera a dos manzanas de distancia de allí y que, tal vez, el ladrón tuviera conciencia y no pudiera robar a Martín de Forres. El propietario dijo:

– Quizás, quizás. ¿Quién sabe? Es bonito pensar que un ladrón también tiene alma.

Blackburn le ofreció al anciano un cigarillo y dijo:

– Nosotros necesitamos creer que hay gente buena, ¿verdad, señor? Los jóvenes como mi compañero no necesitan nada pero cuando uno se hace un poco mayor, como usted y como yo, entonces se necesita un poco de fe, ¿verdad?

– ¿Dispuesto a comer? -le preguntó Serge a Blackburn.

Blackburn permaneció callado unos minutos y después dijo:

– Llévame a la comisaría, ¿quieres Serge?

– ¿Para qué?

– Quiero hacer una llamada. Tú ve a comer y recógeme más tarde.

"¿Pero qué pasa ahora?", pensó Serge. Aquel individuo tenía más problemas personales que ninguno de los compañeros con quienes había trabajado.

– Voy a llamar a mi mujer -dijo Blackburn.

– Estáis separados, ¿verdad? -preguntó Serge y sintió haberlo dicho porque las observaciones inocentes de esta clase pueden dar entrada a una terrible confesión de problemas maritales.

– Sí, pero voy a llamarla y pedirle si puedo ir a casa. ¿Qué hago yo en un apartamento de soltero? Tengo cuarenta y dos años. Voy a decirle que todo se arreglará si tenemos fe.

"Es maravilloso -pensó Serge -. El negro Martín ha obrado un milagro en este viejo bastardo calloso."

Serge dejó a Blackburn en la comisaría y regresó a la Brocklvn pensando que iba a comer un poco de comida mexicana. Unas carnitas le irían de perilla y había un par de sitios de la Brooklyn que cobraban a los policías a mitad de precio y hacían las carnitas al estilo de Michoacán.

Después pensó en el restaurante del señor Rosales. Hacía varios meses que no iba y siempre estaba Mariana que cada vez estaba más guapa. Cualquier día le pediría que fuera al cine con él. Entonces recordó que no había salido con ninguna muchacha mexicana desde sus días de estudiante.

No vio a Mariana al entrar en el restaurante. Antes solía acudir allí una o dos veces al mes pero últimamente hacía varios meses que no iba… por culpa de unas vacaciones de treinta días y de una camarera que Blackburn estaba intentando seducir en un restaurante al aire libre del centro de la ciudad y que se mostraba extremadamente interesada por el viejo y les suministraba perros calientes, hamburguesas y alguna que otra delicadeza en nombre del dueño, que no sabía que ella lo hacía.

– Ah, señor Durán- dijo el señor Rosales señalándole a Serge un reservado -. No le hemos visto por aquí. ¿Cómo está? ¿Ha estado enfermo?

– De vacaciones, señor Rosales -dijo Serge -. ¿Llego demasiado tarde para comer?

– No, claro que no. ¿Unas carnitas ? Tengo una nueva cocinera de Guanajuato. Hace una barbacoa y una birria deliciosa.

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