Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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– ¿Qué parezco? -preguntó Roy de repente.

– ¿Cómo dices, Roy? -dijo Tony poniéndose inmediatamente de pie.

– Dame un espejo. Aprisa.

– ¿Para qué, Roy? -dijo Tony sonriendo y abriendo el cajón de la mesa que se encontraba en un rincón del cuarto particular.

– ¿Has tenido alguna vez un dolor de estómago francamente fuerte? -preguntó Roy-. ¿De los que te dejan hecho polvo?

– Sí -dijo Tony acercándose a la cama de Roy con un espejo pequeño.

– Pues no es nada. Nada, ¿comprendes?

– No puedo darte nada -dijo Tony sosteniendo el espejo para que Roy se mirara.

– ¿Quién es ése -dijo Roy y el terror se apoderó de él y le recorrió el cuerpo al contemplar el delgado rostro gris con los ojos rodeados de sombras y los miles de grasientas gotas de sudor que cubrían el rostro que le miraba horrorizado.

– Ahora no tienes mal aspecto, Roy. Pensábamos que íbamos a perderte. Ahora ya sabemos que te recuperarás.

– Necesito un medicamento, Tony. Te daré veinte dólares. Cincuenta. Te daré cincuenta dólares.

– Por favor, Roy -dijo Tony regresando a la silla.

– Si tuviera el revólver -sollozó Roy.

– No hables así, Roy.

– Me saltaría la tapa de los sesos. Pero primero te mataría a ti, pequeño afeminado.

– Eres cruel. Y no tengo por qué soportar tus insultos. He hecho por ti todo lo que he podido. Todos hemos hecho lo que hemos podido. Hemos hecho todo lo posible por salvarte.

– Siento haberte llamado eso. Tú no puedes evitar ser un homosexual. Perdona. Por favor, dame algún medicamento. Te daré cien dólares.

– Me marcho. Toca el timbre si me necesitas.

– No te vayas. Tengo miedo de quedarme solo. Quédate. Perdona, por favor.

– Muy bien. No te preocupes -murmuró Tony sentándose.

– El doctor Zelko tiene unos ojos terribles.

– ¿Qué quieres decir? -dijo Tony suspirando y dejando la revista.

– Apenas tiene iris. Dos pequeñas bolas negras redondas como dos perdigones grandes. No puedo soportar sus ojos.

– ¿Te hirieron con esta clase de perdigones, Roy?

– No, me estaría pudriendo ahora mismo en un ataúd si hubieran sido perdigones grandes. Eran del siete, para cazar pájaros. ¿Has ido alguna vez de caza?

– No.

– Me disparó desde menos de sesenta centímetros. En parte me dio en el Sam Browne pero el resto lo recibí yo. Era un hombre con cara de imbécil. Por eso no extraje el revólver. Tenía tanta cara de imbécil que no podía creerlo. Y era un hombre blanco. Y aquella escopeta parecía también tan imbécil y monstruosa que tampoco podía creerlo. Quizás si hubiera sido un hombre normal con un arma de fuego normal, yo hubiera podido extraer el arma, pero la dejé al costado y aquel hombre parecía tan estúpido cuando disparó.

– No quiero escucharte. Deja de hablar de eso, Roy.

– Tú me lo has preguntado. Me has preguntado por el perdigón, ¿no es verdad?

– Siento haberlo hecho. Es mejor que me marche un rato y tú quizás puedas dormir.

– ¡Adelante! -dijo Roy sollozando-. Ya podéis dejarme todos. Pero mira lo que me habéis hecho. Mírame el cuerpo. Me habéis convertido en un monstruo, bastardos. Tengo un gran agujero abierto en el vientre y me habéis puesto otro dentro y ahora puedo despertarme con un montón de mierda en el pecho.

– Tenían que hacerte una colostomía, Roy.

– ¿Sí? ¿Qué dirías si tuvieras un boquete en el estómago? ¿Qué te parecería si te despertaras y te encontraras con un montón de mierda en el pecho?

– Yo te lo limpio siempre en seguida en cuanto lo veo. Ahora procura…

– Sí -gritó él llorando abiertamente -, me habéis convertido en un monstruo. Tengo un maldito amasijo de sangre y un agujero delante y los tengo en el estómago y no me queda más remedio que verlos. Soy un monstruo asqueroso.

Después Roy lloró y el dolor se intensificó pero él siguió llorando y el dolor le obligó a llorar más y más hasta que jadeó y procuró detenerse con el fin de poder controlar el inexorable dolor que él rezaba para que le matara inmediatamente en una enorme bola de fuego roja y amarilla.

Tony le secó la cara e iba a hablar cuando los sollozos de Roy cedieron y éste dijo jadeante:

– Yo… tengo que… volverme. Así no puedo aguantarlo. Por favor, ayúdame. Ayúdame a volverme boca abajo un rato.

– Pues claro, Roy -dijo Tony amablemente, incorporándole un poco, bajando el somier de la cama y quitándole la almohada mientras Roy descansaba sobre la ardiente y palpitante herida y sollozaba espasmódicamente al tiempo que se sonaba la nariz con el pañuelo de celulosa que Tony le había dado.

Roy permaneció tendido en esta posición como unos cinco minutos pero no pudo soportarlo y se volvió; Tony había salido al corredor. Pensó que se fuera todo al infierno; si se volvía y el esfuerzo le mataba, tanto mejor. Se incorporó apoyándose en un codo advirtiendo que el sudor le bajaba por el pecho y después giró todo lo más rápido que pudo y volvió a tenderse de espaldas. Notó que el sudor le recorría todo el cuerpo. Notó también otra cosa y arrancó el esparadrapo, se miró la herida y lanzó un grito.

– ¿Qué pasa? -dijo Tony entrando rápidamente en la habitación.

– ¡Mira! -dijo Roy contemplando una fibrosa masa sanguinolenta que sobresalía de la herida.

– ¿Pero qué es eso? -dijo Tony mirando hacia el pasillo y volviendo a mirar a Roy con asombro en los ojos.

Roy se miró la herida y después miró a Tony y al ver la preocupación reflejada en la menuda cara del enfermero se echó a reír.

– Voy a por un médico, Roy -dijo Tony.

– Espera un momento -dijo riéndose con más fuerza -. No necesito ningún médico. Qué divertido -dijo jadeando y dejó de reírse al ser presa de otro espasmo que no pudo, sin embargo, destruir por completo su acceso de humor-. ¿Sabes lo que es eso, Tony? ¡Es el maldito taco!

– ¿El qué?

– ¡El taco de la cápsula del cartucho de la escopeta! Al final, ha conseguido salir. Mira de cerca. Hasta hay trocitos de munición. Dos trocitos de munición. Es divertido. Anda a anunciar al equipo que se ha producido un feliz acontecimiento en la sección de la policía. Diles que el monstruo del doctor Zelko ha hecho un esfuerzo y ha dado a luz a un montón de taco sanguinolento de cien gramos. ¡Y que tiene los ojos como el doctor Zelko! Es divertido.

– Llamaré a un médico, Roy. Lo limpiaremos.

– ¡No me quites a mi niño, maldito afeminado! Una vez vi a una negra intentar comerse a su niño cuando yo quise hacérselo. Es demasiado divertido -dijo Roy jadeando y secándose las lágrimas.

AGOSTO DE 1964

16 El santo

Serge se estiró y bostezó, después colocó los píes sobre el escritorio del vacío despacho de la sección juvenil de la comisaría de Hollenbeck. Se puso a fumar y se preguntó cuándo iba a regresar su compañero Stan Blackburn. Stan le había pedido a Serge que le esperara en el despacho mientras él se encargaba de un "asunto personal", que Serge sabía se trataba de una mujer cuya sentencia final de divorcio todavía no se había pronunciado y con tres hijos lo suficientemente mayores como para darle un disgusto cuando el romance terminara. Cuando un caso de adulterio llegaba a conocimiento del Departamento, lo menos con que podía castigarse a un oficial era con la suspensión por conducta impropia. Serge se preguntó si andaría tonteando con mujeres si contrajera matrimonio.

Serge había aceptado el puesto de oficial de la sección juvenil tras haberle asegurado que no sería trasladado a la comisaría de la calle Georgia sino que podría permanecer aquí en Hollenbeck y trabajar en el turno de noche de los coches J. Pensó que los antecedentes de la juvenil causarían buen efecto en su historial cuando tuviera que ascender a puestos superiores. Pero antes tendría que superar el examen escrito y era muy poco probable que pudiera conseguirlo porque no se imaginaba a sí mismo sometido a un rígido programa de estudios. No había conseguido estudiar ni siquiera en la universidad y sonrió al recordar la ambición de años antes que le había hecho esperar poder trabajar para alcanzar el título y avanzar rápidamente en su profesión. Tras varios comienzos en falso, había escogido administración como asignatura principal en la Universidad del Estado de California y sólo había conseguido pasar treinta y tres exámenes parciales.

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