– Quizás un par de tacos, señor Rosales. Y café.
– Tacos. ¿Con todo?
– Sí, con mucho chile.
– En seguida, señor Durán -dijo el señor Rosales dirigiéndose a la cocina y Serge esperó, pero no fue Mariana la que regresó con el café sino otra chica mayor que ella, más delgada e inexperta como camarera, que derramó un poco de café al verterlo.
Serge se bebió el café y se fumó un cigarrillo mientras esperaba que le trajeran los tacos. No tenía tanto apetito como había pensado aunque la nueva cocinera los hacía tan ricos como la anterior. De los menudos trozos de carne de cerdo se había eliminado toda la grasa y las cebollas habían sido picadas con esmero y mezcladas con cilantro. La salsa de chile, pensó Serge, era la mejor que jamás había saboreado pero de todos modos no tenía tanto apetito como pensaba.
Cuando estaba a medio comer el primer taco, sus ojos se cruzaron con los del señor Rosales y el hombrecillo corrió hacia su mesa.
– ¿Más café? -le preguntó.
– No, es suficiente. Me estaba preguntando dónde está Mariana. ¿Un nuevo trabajo?
– No -dijo el hombre echándose a reír -. El negocio marcha tan bien que ahora tengo dos camareras. La he enviado a la tienda. Nos hemos quedado sin leche. Volverá en seguida.
– ¿Qué tal va su inglés? ¿Mejorando?
– Se asombrará usted. Es muy lista. Habla mucho mejor que yo.
– Su inglés es precioso, señor Rosales.
– Gracias. ¿Y su español, señor? Nunca le he escuchado hablar en español. Pensé que era usted anglosajón hasta que supe su nombre. ¿Es quizás medio anglosajón? ¿O verdadero español?
– Aquí llega -dijo Serge aliviado de que Mariana interrumpiera la conversación.
Llevaba dos grandes bolsas y cerró la puerta con el pie sin percatarse de Serge que le quitó la bolsa de la mano.
– ¡Señor Durán! -dijo ella brillándole los negros ojos-. Cuánto me alegro de verle.
– Y cuánto me alegro yo de escucharla hablar un inglés tan bueno -dijo Serge sonriendo y haciendo un movimiento de cabeza en dirección al señor Rosales mientras éste la ayudaba a llevar la leche a la cocina.
Serge regresó a la mesa y comió satisfecho mientras Mariana se ponía un delantal y se acercaba a su mesa con más café.
– Otros dos tacos, Mariana -dijo él observando con aprobación que había adquirido más peso y que su feminidad se estaba redondeando.
– ¿Tiene apetito esta noche, señor Durán? Le hemos echado de menos.
– Esta noche tengo apetito, Mariana -dijo él -. Yo también la he echado de menos.
Ella sonrió y regresó a la cocina; Serge se asombró de haber podido olvidar aquella limpia y blanca sonrisa. Ahora que había vuelto a verla, pensaba que era sorprendente haber podido olvidarla. Su rostro seguía siendo demasiado delgado y delicado. La frente era despejada, el labio superior excesivamente grande, los ojos negros con espesas pestañas y llenos de vida. Seguía siendo una cara de madona. Sabía que seguía persistiendo la débil llama de un anhelo a pesar de lo que el mundo le había dicho y esta llama ardía intensamente en este momento. Pensó que la dejaría arder un rato porque no era desagradable.
Cuando Mariana regresó con el segundo plato de tacos, él le rozó levemente los dedos.
– Deje que la oiga hablar inglés -le dijo.
– ¿Qué quiere que le diga, señor? -dijo ella riéndose con afectación.
– Ante todo, deje de llamarme señor. ¿Ya sabe mi nombre, no?
– Lo sé.
– ¿Cuál es?
– Sergio.
– Serge.
– No puedo pronunciar esta palabra. El final es demasiado áspero y difícil. Sergio es suave y más fácil de decir. Pruébelo.
– Ser-gi-o.
– Ay, esto resulta muy gracioso. ¿No sabe decir Sergio? -dijo ella riéndose-. Sergio. Dos sonidos. Y nada más. No tres sonidos.
– Claro -dijo él riendo también -. Mi madre me llamaba Sergio.
– ¿Lo ve usted? -dijo ella sonriendo-. Sabía que podía decirlo. ¿Pero por qué no habla nunca español?
– Lo he olvidado -dijo él sonriendo y pensó que no podía evitarse sonreírle. Era una muchacha deliciosa-. Es usted una paloma.
– Así es como me llamo. Mariana Paloma.
– Resulta apropiado. Es usted una palomita.
– No soy tan pequeña. Lo que sucede es que usted es muy alto.
– ¿Había visto alguna vez un hombre tan alto en su país?
– No muchos-dijo ella.
– ¿Cuántos años tiene, Mariana, diecinueve?
– Sí.
– Diga "yes".
– Ches.
– Y-y-yes.
– Ch-h-ches.
Ambos se echaron a reír y Serge dijo:
– ¿Quiere que le enseñe a decir "yes"? "Yes" es fácil de pronunciar.
– Quiero aprender todas las palabras inglesas -contestó ella y Serge sintió vergüenza porque aquellos ojos eran inocentes y no le habían comprendido.
Después pensó, por el amor de Dios, hay montones de chicas aun en el caso de que Paula no fuera suficiente, lo cual no era cierto. ¿De qué le serviría conquistar a una muchacha sencilla como ésta? ¿Sería que había vivido solo tanto tiempo que el egoísmo era la única finalidad de su vida?
No obstante, añadió:
– No trabaja usted los domingos, ¿verdad?
– No.
– ¿Le gustaría ir a alguna parte conmigo? ¿A comer? ¿O al teatro? ¿Ha visto usted alguna vez una verdadera comedia? ¿Con música?
– ¿Quiere que vaya con usted? ¿De veras?
– Sí el señor Rosales la deja.
– Me dejará ir a cualquier sitio con usted. Cree que es usted bueno. ¿Lo dice en serio?
– En serio. ¿Dónde vamos a ir?
– A un lago. ¿Podemos ir a un lago? ¿Por la tarde? Yo traeré la comida. Yo nunca he visto un lago en este país.
– De acuerdo, una merienda -dijo él riéndose -. Cuando la gente se trae la comida y va a un lago, nosotros lo llamamos "picnic".
– Ésta es otra palabra difícil -dijo ella.
El sábado Serge pensó varias veces en la posibilidad de llamar al restaurante del señor Rosales para cancelar la excursión. Jamás había sentido respeto especial hacia sí mismo. Comprendía que lo único que deseaba era ir tirando, hacer las cosas de la manera más fácil posible y con la menor molestia y, si podía tener un libro, una mujer o una película y emborracharse una vez al mes por lo menos, se creía el dueño del mundo. Pero ahora había pasión hacia esta muchacha y no es que fuera un Don Quijote, pensó, pero resultaba una crueldad totalmente innecesaria conquistar a una chica como ésta que no había visto ni hecho nada en su breve y difícil vida y a la que él debía antojársele algo especial, con su Corvette de un año de antigüedad y sus caras y vistosas americanas de sport, que Paula le compraba. Estaba degenerando, pensó. Dentro de tres años cumpliría treinta. ¿Qué sería entonces?
Para poder conciliar el sueño el sábado por la noche, se prometió solemnemente a sí mismo que, bajo ningún pretexto, seduciría vulgarmente a una chica que estaba bajo la tutela de un hombre bueno que no le había hecho a él ningún daño. Y además, pensó sonriendo tristemente, si el señor Rosales lo averiguaba, se terminarían las comidas gratis para los policías de la División de Hollenbeck. Y las comidas gratis eran más difíciles de obtener que las mujeres… aunque se tratara de la mismísima Virgen de Guadalajara.
La recogió en el restaurante porque aquel domingo ella tenía que trabajar dos horas desde las diez hasta las doce, hora en que llegaba la chica de la tarde. El señor Rosales pareció alegrarse de verle y ella había preparado una gran bolsa llena de comida. El señor Rosales Ies saludó con la mano mientras se alejaban del restaurante y Serge comprobó el depósito de la gasolina porque se proponía conducir sin parar hasta el lago de Arrowhead. Si ella quería un lago, le daría el mejor, pensó, completado con casas a la orilla que harían que aquellos brillantes ojos negros se abrieran como pesos de plata.
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