– No sabía si vendría usted -dijo ella sonriendo.
– ¿Por qué lo dice?
– Usted siempre bromea con el señor Rosales y con la otra chica y conmigo. Pensé que a lo mejor era una broma.
– Pero se había preparado, ¿no?
– Pero seguía pensando que a lo mejor era una broma. De todas maneras, fui a misa temprano y preparé la comida.
– ¿Qué clase de comida? ¿Mexicana?
– Claro, yo soy mexicana, ¿no?
– Lo es -dijo él riendo-. Usted es muy mexicana.
– Y usted es completamente americano. No hubiera podido imaginarme que se llamara Sergio Durán.
– A veces ni yo puedo, palomita.
– Me gusta este nombre -dijo ella sonriendo y Serge pensó: "ésta no es tímida. Mantiene la cara levantada y te mira a los ojos incluso cuando enrojece por algo que se le dice".
– Y a mí me gusta su traje rojo. Y el cabello suelto y largo.
– Una camarera no debe llevar el cabello así. A veces pienso que debería cortármelo como las chicas americanas.
– ¡No lo haga! -dijo él-. Usted no es una chica americana. ¿Quiere serlo?
– Algunas veces -dijo ella, mirándole gravemente, y después ambos se sumieron en el silencio un buen rato, pero no fue un silencio incómodo.
De vez en cuando ella le preguntaba acerca de alguna ciudad por la que pasaban o de algún edificio insólito. Le asombró al demostrarle que conocía el nombre de las distintas clases de flores que se utilizaban para adornar algunas partes de la autopista de San Bernadino. Y lo sabía en inglés.
Volvió a asombrarle al decirle:
– Me gustan tanto las flores y plantas que el señor Rosales me ha dicho que quizás podría estudiar botánica en lugar de idiomas.
– ¿Estudiar? -le preguntó él asombrado-. ¿Dónde?
– Empezaré a ir a la universidad en septiembre -dijo ella sonriendo -. Mi profesor de inglés dice que leo bien en inglés y que podré llegar a hablar muy bien cuando empiece a estudiar en la universidad.
– ¡La universidad!-dijo él-. Pero si las muchachitas de México no vienen aquí para estudiar. ¡Es maravilloso! Me alegro mucho.
– Gracias -dijo ella sonriendo -. Me gusta que se alegre. Mi profesor dice que es posible que pueda hacerlo aunque no tenga mucha instrucción porque leo y escribo muy bien en español. Mi madre también leía muy bien y tenía mucha instrucción cuando se casó con mi pobre padre que no tenía ninguna.
– ¿Su madre vive?
– No, murió hace tres años.
– ¿Su padre sí?
– Sí, es un hombre muy fuerte. Siempre muy animado. Pero no tanto como antes de morir mamá. Tengo diez hermanas menores. Ganaré dinero y las mandaré a buscar una a una a menos que se casen antes de que yo consiga ahorrar el dinero.
– Es usted una chica ambiciosa.
– ¿Qué quiere decir?
– Que tiene mucha fuerza y deseos de triunfar.
– No es nada.
– Conque estudiará botánica, ¿eh?
– Estudiaré inglés y español -dijo ella -. Quizás podré ser profesora dentro de cuatro años, o traductora, en menos tiempo, para trabajar en los tribunales si estudio duro. La botánica no es más que una insensatez. ¿Me imagina como una mujer instruida?
– Yo ni siquiera me la imagino como mujer -dijo él estudiando su cuerpo maduro -. Para mí no es más que una palomita.
– Ay, Sergio -dijo ella echándose a reír -, estas cosas las aprende usted en los libros. Yo le miraba a usted antes de que fuéramos amigos cuando le servía la comida a usted y a su compañero, el otro policía. Llevaba libros en el bolsillo de la americana y leía mientras comía. En la vida real no hay sitio para las palomitas. Hay que ser fuerte y trabajar duro. De todas maneras, me gusta que me diga que soy una paloma.
– Sólo tiene diecinueve años -dijo él.
– Una mexicana es mujer muy pronto. Soy una mujer, Sergio.
Volvieron a guardar silencio y a Serge le agradó verla gozar ante las ciudades y viñedos que pasaban y que él apenas observaba.
A Mariana le impresionó el lago tanto como él suponía. Alquilaron una lancha motora y, durante una hora, le enseñó las casas que bordeaban la orilla del lago Arrowhead. Sabía que tanta riqueza la había dejado boquiabierta.
– ¡Pero cuántas hay! -exclamó ella -. Debe haber muchos ricos.
– Hay muchos -dijo él -. Y yo nunca seré uno.
– Eso no es importante -dijo ella, acercándose un poco más a él mientras se dirigían al centro del lago. El brillante sol que se reflejaba sobre las aguas le lastimaba los ojos y se puso las gafas ahumadas. Ella le parecía así más morena y el viento jugueteaba con su cabello castaño oscuro dejando al descubierto su cogote. Eran las cuatro de la tarde y el sol calentaba todavía cuando se terminaron la comida en una rocosa colina del extremo más alejado del lago, que Serge había descubierto otra vez con otra muchacha a la que gustaba merendar y hacer el amor al aire libre.
– Creía que iba a traer comida mexicana -dijo Serge terminándose el quinto trozo de tierno pollo y sorbiendo soda de fresa mantenida fresca en un recipiente de plástico con hielo en el fondo de la bolsa.
– Me han dicho que a los americanos Ies gusta comer pollo frito en los picnics -dijo ella riendo -. Me han dicho qué es lo que esperan todos los americanos.
– Está delicioso -dijo él suspirando y pensando que hacía tiempo que no bebía soda de fresa. Se preguntó también por qué la fresa era el aroma preferido de los mexicanos ya que en toda la zona Este de Los Angeles eran muy frecuentes los refrescos de helado con fresas.
– La señora Rosales quería que trajera chicharrones y cerveza pero yo no he querido porque he pensado que preferiría usted lo otro.
– Me ha encantado la comida, Mariana -dijo él sonriendo y preguntándose cuánto tiempo haría que no saboreaba los sabrosos y retorcidos chicharrones. Entonces recordó que jamás había comido chicharrones con cerveza porque, cuando su madre los hacía, él era demasiado pequeño para beber cerveza. Deseó de repente poder comer unos cuantos chicharrones con un frío vaso de cerveza. Siempre se quiere lo que, de momento, no se tiene, pensó.
Contempló a Mariana mientras ésta recogía los restos de la merienda, introduciendo los platos de papel en otra bolsa que había traído. Al cabo de unos minutos, no se notaría que alguien había comido allí. Era una muchacha totalmente eficiente, pensó, y estaba deslumbrante con el traje rojo y las sandalias negras. Tenía los dedos de los pies y los pies preciosos, morenos y suaves como toda ella. Experimentó un agudo dolor en la parte baja del pecho al pensar en ella y recordó el voto de abstinencia que había hecho en relación con la persona a la que menos iba a respetar.
AI terminar, ella se sentó a su lado, dobló las piernas, apoyó las manos en las rodillas y la cara en las manos.
– ¿Quiere saber una cosa? -le preguntó ella mirando al agua.
– ¿Qué?
– Jamás había visto un lago. Ni aquí ni en México. Sólo en las películas. Éste es el primer lago auténtico que veo.
– ¿Le gusta? -preguntó él advirtiendo humedad en las palmas de las manos. Volvió a experimentar el mismo dolor en el pecho y sequedad en la boca.
– Me ha hecho usted pasar un día muy bonito, Sergio -le dijo ella mirándole a la cara y con voz densa.
– ¿Le ha gustado?
– Ches.
– No ches -dijo él riéndose -. "Yes".
– Ches -contestó ella sonriendo.
– Así: Y-y-yes, Adelante un poco la barbilla. -Sostuvo su barbilla entre las manos y tiró levemente. Pero ella adelantó toda la cara.
– "Yes" -le dijo ella.
– Ya lo ha dicho.
– Sí, Sergio, sí, sí -suspiró ella.
– Vuela, palomita -dijo él sin reconocerse aquella extraña voz hueca -. Por favor, vuela -dijo, y sin embargo la sostuvo por los hombros temiendo que fuera a hacerlo.
Читать дальше