Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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– ¿Cuántos años tienen? ¿Los padres?

– Gente joven. Quizá no tengan treinta años. Pero gente sucia.

– ¿Está usted segura de que el pequeño está solo en la casa? ¿En este momento?

– Les he visto salir, oficial. Estoy segura. Está dentro. Es un niño silencioso. Nunca le he oído rechistar. Está dentro.

– ¿En qué apartamento vive la dueña? Necesitaremos una llave.

– Martha se ha ido al cine esta noche. Me dijo que iría. No pensé en la llave.

La mujer sacudió la cabeza y tiró de la deshilachada cintura de los pantalones elásticos color aceituna que no estaban pensados para estirarse tanto.

– No podemos echar la puerta abajo por una simple información.

– ¿Por qué no? El chiquillo sólo tiene tres años y está solo.

– No -dijo Gus sacudiendo la cabeza -. Podía estar dentro y podían habérselo llevado cuando usted no mirara. Muchas cosas pueden haber sucedido. Tendremos que volver más tarde cuando hayan regresado a casa y procurar entrar para echar una ojeada al interior.

– Maldita sea -dijo la mujer-. La única vez que llamo a la policía para hacer una buena acción y mira lo que pasa.

– Déjeme probar la puerta -dijo Gus -. A lo mejor está abierta.

– La única vez que llamo a la policía -le dijo la mujer a Lucy mientras Gus salía y se dirigía al apartamento número veintitrés. Abrió la persiana, giró el tirador y la puerta se abrió.

– Lucy -llamó y penetró en el asfixiante apartamento buscando cuidadosamente al "pequeño y sucio terrier" que podía aparecer de repente y morderle un tobillo.

Rodeó un apestoso montículo marrón que se encontraba en el centro de la habitación y llegó a la conclusión de que el perro debía ser de gran tamaño para tratarse de un terrier. Después escuchó rumor de patas sobre el pavimento de vinilo y salió del cuarto de baño un flaco perro gris que miró a Gus, meneó la cola, bostezó y regresó al cuarto de baño. Gus miró hacia el dormitorio y le señaló a Lucy el montículo del suelo al entrar ésta en la casa. Lucy lo rodeó y le siguió a él al cuarto de estar.

– Gente sucia -dijo la mujer que había seguido a Lucy al interior.

– Desde luego, de acuerdo con las disposiciones que definen a los hogares impropios, éste no está mal -explicó Gus -. Tiene que ser auténticamente peligroso, ventanas rotas, estufas que despiden emanaciones, ropa tendida cerca del fuego. Excrementos hasta la altura de la rodilla, no un simple montículo en el suelo. Y basura por el suelo. Inodoro atascado. He visto sitios donde las paredes parece que se mueven y después se comprende que se trata de una sábana de cucarachas. Esto no está mal. Y no veo a ningún niño en el dormitorio.

– ¡Le digo que está aquí!

– Busque usted misma -dijo Gus y se apartó a un lado para que la mujer entrara en la alcoba.

Andaba tan pesadamente que las mejillas le temblaban al dar cada paso.

No había oscurecido por completo y Lucy encendió la luz del pasillo y se encaminó hacia el pequeño lavabo.

– Tiene que estar aquí -dijo la mujer-. Les he visto salir.

– ¡Gus! -dijo Lucy y él se acercó al cuarto de baño al tiempo que ella encendía la luz y ambos descubrían al pequeño acurrucado junto al perro encima de un montón de toallas al lado de la bañera.

El niño estaba dormido y aun antes de encender Lucy la luz Gus advirtió los absurdos anillos color púrpura que le rodeaban los ojos y la boca hinchada y como en carne viva, consecuencia de haber sido golpeado recientemente. El niño babeaba y resollaba con dificultad y Gus pensó que tenía la nariz rota. Los coágulos de sangre le habían obstruido las ventanas de la nariz y Gus observó que tenía la mano doblada.

– Gente sucia -murmuró la mujer y después empezó a gritar y Lucy la sacó fuera sin que Gus le dijera nada. Lucy regresó inmediatamente y ninguno de los dos articuló palabra al levantar ella el niño en brazos y llevarle al dormitorio donde no despertó hasta que ella le hubo vestido. Gus se asombró de su fuerza y de cómo consiguió manejarle la muñeca rota sin despertarle hasta el momento de salir del apartamento.

El niño vio a Gus al despertar y 1c miró con sus hinchados ojos y después, de miedo o dolor, empezó a llorar furiosamente y no cesó en toda la hora que estuvieron con él.

– Volveremos -le dijo Gus a la mujer que estaba sollozando en la puerta de su apartamento.

Gus quiso tomar al niño en brazos al bajar la escalera, pero, al tocarle, el chiquillo se estremeció y lanzó un grito. Lucy le dijo:

– No te preocupes, Gus, te tiene miedo. Vamos, vamos, cariño -y le dio unas cariñosas palmaditas mientras Gus iluminaba la escalera con la linterna. A los pocos momentos, ya se dirigían al Central Receiving Hospital y cada vez que Gus se aproximaba al niño, los gemidos se convertían en gritos atroces, razón por la cual dejó que Lucy se encargara de él.

– Ni siquiera parece que tenga tres años -dijo Gus al aparcar en el aparcamiento del hospital-. Es tan pequeño.

Gus esperó en el vestíbulo mientras atendían al niño y, cuando llamaron a otro médico para que examinara el brazo, Gus atisbó a través de la puerta y vio al primer médico, un hombre joven de escaso cabello, hacer un movimiento de cabeza en dirección al segundo médico y señalarle el pequeño cuyo magullado rostro verde, azul y púrpura bajo la luz desnuda, parecía haber sido pintado por un surrealista enloquecido.

– Le han dejado una cara de payaso -dijo el primero de los médicos con una amarga sonrisa.

Lucy salió a los quince minutos y dijo:

– ¡Gus, tenía el recto cosido!

– ¿El recto?

– ¡Se lo habían cosido! Dios mío, Gus, ya sé que estas cosas de tipo sexual suelen ser obra del padre, pero, Dios mío, no puedo creerlo.

– ¿Se lo había cosido un profesional?

– Sí. Debió hacerlo un médico, ¿Pero por qué no lo notificó a la policía este médico? ¿Por qué?

– Hay cada médico… -dijo Gus.

– Tiene miedo de los hombres, Gus. Le daba tanto miedo el médico como tú. La enfermera y yo hemos tenido que acariciarle y hablarle para que el médico se le pudiera acercar.

Lucy pareció que iba a llorar pero encendió un cigarrillo y acompañó a Gus al teléfono; esperó hasta que éste llamó al comandante de guardia.

– Es un niño inteligente -dijo Lucy mientras Gus esperaba que el lugarteniente se pusiera al aparato-. Cuando la enfermera le ha preguntado quién le ha hecho esto en el recto, le ha dicho: "Papá, porque soy un niño malo". Dios mío, Gus…

Eran las once cuando terminaron los informes acerca del niño que había ingresado en el Hospital General. Los padres todavía no habían regresado a casa y el lugarteniente Dilford envió a otra pareja a montar guardia en el apartamento. Gus y Lucy reanudaron la patrulla.

– Es inútil seguir pensando en ello -dijo Gus al ver que Lucy llevaba ya media hora guardando silencio.

– Lo sé -dijo ella esforzándose por sonreír y Gus pensó en cómo había ella consolado al niño y qué bonita había estado entonces.

– Pero si ya son las once -dijo Gus -. ¿Tienes apetito?

– No.

– ¿Pero puedes comer?

– Come tú. Yo me tomaré un café.

– Los dos nos tomaremos un café -dijo Gus dirigiéndose a un restaurante del Boulevard Sunset donde había reservados para dos y cualquiera que les viera les confundiría con un par de enamorados, o tal vez con un joven matrimonio. Gus pensó que le habían salido arrugas en los ángulos de la boca, igual que su madre. Sonrió porque, pensándolo bien, nadie podría creer que él pudiera ser un joven enamorado.

Cuando estuvieron sentados en el reservado del iluminado y espacioso restaurante, Gus observó una mancha color herrumbre en el hombro del traje de Lucy y volvió a imaginársela de nuevo con el niño, pensó en lo fuerte que era y en lo capacitada que estaba. Se preguntó qué tal resultaría vivir con alguien de quien no tuviera uno que preocuparse y se preguntó qué tal resultaría que alguien se ocupara de uno de vez en cuando, o por lo menos lo fingiera. La cólera empezó a apoderarse de él al pensar en Vickie y en su madre y en que, por lo menos, el ejército se encargaría de su hermano unos cuantos años. Gus se prometió que si su madre dejaba marchar a John cuando éste regresara del servicio, ella tendría que arreglárselas con el cheque del condado porque él se negaría a darle ni un céntimo más. Inmediatamente después de haberlo pensado, comprendió que era una mentira porque él era también básicamente un débil y su única fuerza estribaba en el hecho de poder ganarse la vida. Cuando llegara el momento, seguiría entregando dinero porque era demasiado débil para hacer otra cosa. Qué fácil sería la vida, pensó, estando casado con una chica fuerte como Lucy.

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