– Espera a que me detenga, Dugan -dijo Roy -. No quiero que te rompas una pierna. No es más que una llamada de informe.
– Perdón -dijo Dugan sonriendo y ruborizándose.
Era un piso de los de arriba situado en la parte posterior de la casa. Dugan llamó suavemente a la puerta con el mango de la linterna tal como Roy tenía por costumbre hacer y tal como probablemente él le habría visto hacer. Roy observó también que Dugan se había cambiado a su marca de cigarrillos y que se había comprado una linterna grande de tres pares igual que la de Roy a pesar de que la de cinco pares se la había comprado hacía muy pocas semanas. Siempre quise un hijo, pensó Roy amargamente, mientras observaba a Dugan llamar a la puerta y hacerse prudentemente a un lado tal como Roy le había enseñado a hacer en todas circunstancias, aunque la llamada fuera simplemente de rutina. Y mantenía siempre la mano derecha libre, llevando el cuaderno de informes y la linterna en la izquierda. No se quitaba el gorro cuando entraban en una casa hasta estar absolutamente seguros de lo que se trataba y sólo entonces se sentaban, se quitaban el gorro y se relajaban. Pero Roy ya no se relajaba, aunque quisiera relajarse, aunque se concentrara en la relajación porque le era necesaria para que sanara su estómago. Ahora no podía permitirse el lujo de una úlcera, jamás se lo podría permitir. Deseaba tanto poder tranquilizarse. Pero ahora Dorothy le estaba acosando para que permitiera que su nuevo y gordo marido de mediana edad adoptara a Becky. Él le había contestado que antes les mataría a los dos y Dorothy había intentado llegar a él a través de la madre de Roy en quien siempre había tenido una intercesora. Y él pensaba en Becky y en cómo decía "papá" y en lo increíblemente bonita y dorada que era. La puerta del apartamento la abrió una chica que no era ni bonita ni dorada pero Roy pensó inmediatamente que era atractiva. No tenía la piel muy oscura si bien a él se le antojaba demasiado oscura; sus ojos eran de un castaño claro con manchas negras que le recordaron las motitas que se observaban en los ojos de su hija. Roy supuso que debía tener su misma edad o quizá fuera mayor y pensó que el peinado natural africano resultaba bonito en las mujeres negras, aunque no le agradaba en los hombres. Por lo menos no llevaba collares de hueso o pendientes de hierro u otros adornos falsamente africanos. Sólo el peinado. Eso estaba bien, pensó él. Era natural.
Les hizo señas de que entraran y les indicó vagamente el saqueado apartamento. Roy advirtió que la moldura de la puerta había sido arrancada mediante un destornillador de un centímetro, utilizado para abrir la puerta.
– Estas cerraduras tan endebles no sirven para nada -dijo Roy tocando la cerradura con la linterna.
– Ya lo ve usted -dijo ella sonriendo y sacudiendo tristemente la cabeza -. Me lo han quitado todo. Todo.
Era sorprendentemente alta, observó él al verla de pie a su lado y comprobar que no tenía que levantar apenas la cabeza para mirarle a los ojos. Supuso que debía medir un metro setenta y ocho. Y era bien formada.
– ¿Ha tocado algo? -preguntó Dugan.
– No.
– Vamos a ver si podemos encontrar algún objeto liso del que puedan tomarse las huellas -dijo Dugan dejando el cuaderno de notas y disponiéndose a examinar el apartamento.
– ¿Ha sucedido mientras usted estaba trabajando? -preguntó Roy sentándose en un alto taburete de la cocina.
– Sí.
– ¿Dónde trabaja usted?
– Soy técnica dental. Trabajo en el centro de la ciudad.
– ¿Vive sola?
– Sí.
– ¿Qué objetos le faltan?
– Un aparato de televisión en color. Un reloj de pulsera, una cámara fotográfica Polaroid. Ropa. Todo lo que tengo que valga algo.
– Lástima -dijo Roy pensando que estaba muy bien formada y pensando que jamás había probado una mujer negra y que no había probado ninguna mujer desde que se había curado de la herida, exceptuando a Velma, la gorda diplomada en belleza que había conocido a través de la señora Smedley, la vecina de su madre. Velma no le había resultado lo suficientemente interesante como para atraerle más de una vez cada dos o tres semanas y se preguntaba si el disparo de escopeta no habría reducido su impulso sexual ya que en este caso, qué demonio, sería natural que perdiera el aprecio hacia uno de los pocos placeres que la vida parecía reservarle a cualquier hijo de perra antes de asesinarle finalmente.
– ¿Hay alguna posibilidad de que consiga recuperar el aparato de televisión? -preguntó ella.
– ¿Conoce el número de serie?
– Me temo que no.
– Entonces no hay muchas posibilidades.
– ¿La mayoría de robos no se solucionan entonces?
– En cierto modo sí. Quiero decir que, oficialmente, no se solucionan. Los efectos robados jamás se recuperan porque los ladrones los venden inmediatamente a compradores de objetos robados, a las casas de empeños o a personas que no hacen preguntas y encuentran por la calle. Más pronto o más tarde los ladrones son atrapados y a veces los investigadores saben que son responsables de muchos robos, de docenas o cientos de ellos, pero normalmente los objetos no se recuperan.
– Es decir, que el culpable es atrapado antes o después pero la víctima no se beneficia, ¿verdad?
– Exactamente.
– Bastardos -murmuró ella.
"Por qué no se cambia de casa -pensó Roy -. Por qué no se traslada hacia el Oeste, hacia la periferia del barrio negro. Aunque no se apartara del todo, podría trasladarse a la parte más tranquila del barrio donde hay menos crimen. Pero, qué diablos. Algún ladrón blanco chiflado la estrangularía probablemente en su cama cualquier noche. Uno no puede alejarse del mal. Salta todas las barreras, raciales o de lo que sean."
– Le llevará mucho tiempo sustituir todos los objetos perdidos -dijo Roy.
– Ya puede imaginarse -dijo ella volviendo la cabeza porque las lágrimas habían asomado a sus ojos humedeciéndole las espesas pestañas naturales -. ¿Quiere un café?
– Sí, gracias -dijo Roy contento de que Dugan estuviera todavía rebuscando por la alcoba.
Mientras la observaba dirigirse hacia la alacena, pensó: "Quizá pueda serme útil un poco de eso. Quizá no se hayan perdido para mí los simples placeres animales".
– Voy a reforzarme el café -dijo ella entregándole una taza y un platillo ribeteados de oro, una jarrita de leche y azucarero. Regresó de nuevo a la alacena, sacó una botella por estrenar de bourbon canadiense, rompió el lacre y se vertió un buen chorro en la taza de café.
– Nunca bebo sola -dijo -pero esta noche creo que voy a emborracharme. ¡Me siento tan deprimida!
Los ojos de Roy pasaron de la chica a la botella, de nuevo a la chica y otra vez a la botella y se dijo a sí mismo que todavía no estaba en peligro. Sólo bebía porque le gustaba, porque necesitaba tranquilizarse y, aunque la bebida no le sentara bien al estómago, los efectos terapéuticos de un whisky tranquilizador compensaban plenamente los resultados perniciosos. Las drogas por lo menos no le interesaban. Le hubiera podido suceder en el hospital. Le sucedía a mucha gente con dolorosas lesiones de larga duración sometidas a prolongada medicación. Sabía que podía pasarse todo el turno sin beber. Pero, de todas maneras, no le hacía daño a nadie. Unos cuantos gramos de whisky agudizaban siempre su ingenio y ningún compañero había sospechado nada jamás y menos que nadie el pequeño Dugan.
– Si no estuviera de servicio, la acompañaría -dijo Roy.
– Lástima -dijo ella sin mirarle mientras tomaba un sorbo, hacía una mueca y se tomaba otro más grande.
– Si no estuviera de servicio no la dejaría beber sola -dijo él y observó la mirada que ella le dirigió.
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