Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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– ¿Fue terrible crecer sin padre, Gus? -le preguntó ella de repente.

– Sí, pero…

– ¿Podrías hacerles esto a tus niños?

– ¿Qué?

– ¿Dejarías que crecieran sin padre o con un padre de fin de semana, dos veces al mes?

Hubiera querido decirles "sí" a aquellos ojos que él sabía que deseaban que dijera "sí" pero vaciló. Pensó a menudo más tarde que, de no haber vacilado, hubiera podido decir "sí" y qué hubiera sucedido si se hubiera limitado a decir sí". Pero no dijo "sí", permaneció callado durante varios segundos, y ella le sonrió y le dijo:

– Claro que no lo harías. Y ésta es la clase de hombre que yo quisiera que se casara conmigo y me diera hijos. Debiera haberte conocido hace tres años. ¿Qué te parece si me acompañas a la comisaría? Voy a pedirle al lugarteniente si puedo marcharme a casa. Tengo un dolor de cabeza espantoso.

Debía haber algo que pudiera decir pero, cuanto más lo pensaba, tanto más absurdo se le antojaba. El cerebro le estaba dando vueltas cuando aparcó en el aparcamiento de la comisaría y mientras Lucy se llevaba sus.pertenencias, decidió que ahora, en este mismo momento, se acercaría a ella que se encontraba junto a su coche particular y le diría algo. Tenía que ocurrírsele algo porque si no lo hacía ahora, ahora mismo, ya no lo haría nunca. Y estaba en juego su misma vida, no, su propia alma.

– Ah, Plebesly -dijo el lugarteniente Dilford saliendo de su despacho y haciéndole señas a Gus.

– Dígame, señor -dijo Gus entrando en el despacho del comandante de guardia.

– Siéntese un momento, Gus. Tengo una mala noticia para usted. Ha llamado su esposa.

– ¿Qué ha sucedido? -dijo Gus poniéndose en píe de un salto-. ¿Los niños? ¿Ha pasado algo?

– No, no. Su mujer y los niños están bien. Siéntese, Gus.

– ¿Mi madre? -preguntó Gus avergonzándose del alivio que experimentó al suponer que pudiera ser su madre en lugar de sus hijos.

– Es su amigo Andy Kilvinsky, Gus. Le conocí bien cuando trabajé en Universidad hace años. Su esposa ha dicho que esta noche la ha llamado un abogado de Oregón. Kilvinsky le ha legado a usted unos cuantos miles de dólares. Ha muerto, Gus. Se disparó un tiro.

Gus escuchó zumbar monótonamente la voz del lugarteniente durante varios segundos antes de levantarse y encaminarse hacia la puerta frontal; el lugarteniente estaba asintiendo con la cabeza y diciendo algo como manifestándole su aprobación. Pero Gus no supo lo que decía mientras bajaba la escalera que conducía al aparcamiento. Había abandonado el aparcamiento y se dirigía a casa cuando empezó a llorar pensando en Kilvinsky, a llorar por él. Inclinó la cabeza angustiado y pensó incoherentemente en el chiquillo de aquella noche y en todos los niños sin padre. Ya no podía ver la calle. Después pensó en sí mismo y en su tristeza y vergüenza y cólera. Las lágrimas le brotaron como lava. Se acercó al bordillo y las lágrimas le quemaron y los estremecidos sollozos le hicieron temblar el cuerpo y pensó en el silencioso dolor de la vida. Ya no sabía por quién lloraba y poco le importaba. Lloraba solo.

18 El vendedor ambulante

– Me alegro de que me hayan destinado a la calle Setenta y Siete -dijo Dugan, el pequeño novato de rostro colorado que le habían asignado a Roy de compañero durante una semana-. He aprendido mucho trabajando en una zona negra. Y he tenido buenos compañeros que me han ayudado.

– La calle Setenta y Siete es tan buena como cualquier otro sitio para trabajar -dijo Roy pensando en lo a gusto que iba a sentirse cuando el sol se posara por debajo de la carretera sobreelevada de Harbor. Las calles empezarían a enfriarse y el uniforme resultaría más soportable.

– ¿Hace bastante tiempo que estás aquí, verdad Roy?

– Unos quince meses. En esta división siempre está uno ocupado. Siempre pasa algo y por consiguiente se está ocupado. No hay tiempo para sentarse a pensar y el tiempo pasa, por eso me gusta.

– ¿Has trabajado alguna vez en una división blanca?

– En la Central -contestó Roy asintiendo.

– ¿Es igual que en una división negra?

– Es más lenta. No hay tantos delitos y por eso es más lenta. El tiempo pasa más lentamente. Pero es igual. Todos son bastardos asesinos; aquí abajo son un poquito más morenos.

– ¿Cuánto tiempo hace que has vuelto a trabajar, Roy? Si no te importa hablar de eso. En cuanto me trasladaron, me enteré del disparo que habías sufrido. No hay muchas personas que sobrevivan a un disparo de escopeta en el estómago, creo.

– No muchas.

– Me parece que no te gusta hablar de eso.

– No es que no me guste, es que estoy harto de hablar de ello. Estuve hablando de ello los cinco meses que pasé haciendo trabajo de despacho. Les conté la historia mil veces a los policías curiosos que querían saber cómo es posible que me pusiera tan nervioso y permitiera que me hicieran un disparo así. Estoy harto de contarlo. No te importa, ¿verdad?

– Claro que no, Roy. Lo comprendo muy bien. Ahora estás bien, ¿verdad? Yo llevaré los libros y conduciré si tú quieres descansar.

– Estoy bien, Dugan -dijo Roy riéndose -. Jugué tres partidos muy duros de balonmano la semana pasada. Me encuentro bien físicamente.

– Me imagino que he tenido suerte al tropezarme con un compañero experimentado que ha visto muchas cosas y ha hecho de todo. Pero a veces hago demasiadas preguntas. Tengo una boca irlandesa muy grande que, a veces, no puedo controlar.

– De acuerdo, compañero -dijo Roy sonriendo.

– Siempre que quieras que me calle, me lo dices.

– De acuerdo, compañero.

– Doce-A-Nueve, Doce-A-Nueve, vean a la mujer, informe cuatro cinco nueve, ochenta y tres veintinueve Vermont Sur, apartamento B de Bernardo.

– Doce-A-Nueve, entendido -dijo Dugan y Roy giró en dirección al ocaso color púrpura veteado de bruma y se dirigió pausadamente al lugar de la llamada.

– Yo pensaba que la mayoría de robos se producían por la noche -dijo Dugan -. Cuando era paisano, quiero decir. Supongo que la mayoría de ellos se producen de día cuando la gente no está en casa.

– Exactamente -dijo Roy.

– Muchos ladrones no se atreverían a entrar de noche en una casa ocupada por gente, ¿verdad?

– Demasiado peligroso -dijo Roy encendiendo un cigarrillo que le supo mejor que el anterior ahora que estaba refrescando un poco.

– Me gustaría atrapar a un buen ladrón una de estas noches. A lo mejor lo atrapamos esta noche.

– A lo mejor -contestó Roy girando al Sur hacia la avenida Vermont desde Florence donde se encontraban.

– Yo voy a seguir estudiando -dijo Dugan -. He pasado algunos exámenes desde que salí de la marina pero ahora voy a hacerlo en serio para conseguir el título en ciencia policial. ¿Tú estudias, Rov?

– No.

– ¿Lo habías hecho?

– Antes sí.

– ¿Te faltaría mucho para alcanzar el título?

– Quizás unos veinte exámenes.

– ¿Nada más? Es estupendo. ¿Vas a matricularte este semestre?

– Demasiado tarde.

– ¿Vas a terminar?

– Claro que sí -dijo Roy y el estómago empezó a arderle como consecuencia de un acceso de indigestión, advirtiendo un estremecimiento de náuseas. Ahora la indigestión le producía náuseas. Supuso que jamás podría fiarse de su estómago y este novato de ojos avispados le estaba revolviendo el estómago con su entrometimiento y su exasperante inocencia.

Roy pensó que ya cambiaría. No bruscamente sino gradualmente. La vida le robaría la inocencia poco a poco igual que una lechuza roba pajarillos hasta que el nido se queda vacío y pavoroso en su soledad.

– Parece que aquí es el sitio, compañero -dijo Dugan poniéndose el gorro y abriendo la portezuela antes de que el coche se hubiera detenido.

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