Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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– Sí, Sergio, sí.

– Estás cometiendo un error, palomita -murmuró é! pero ella le rozó la mejilla con los labios.

– Te digo sí, Sergio. Para ti, sí. Para ti, sí, sí.

17 Policía de niños

Lucy era medianamente atractiva pero sus ojos eran vivos y no se perdían nada y le devoraban a uno cuando se hablaba con ella. Sin embargo, ello no resultaba en modo alguno embarazoso. Al contrario, uno sucumbía y se dejaba devorar y eso le gustaba a uno. Sí, le gustaba. Gus apartó la mirada de la calle y examinó sus largas piernas, cruzadas a la altura de los tobillos, con sus medias finas, pálidas y transparentes. Se sentaba reclinada como un compañero varón y fumaba y contemplaba la calle mientras Gus patrullaba, exactamente igual que un compañero varón, pero era completamente distinto a trabajar con un compañero varón. Con las restantes mujeres policías no había diferencia, exceptuando el hecho de que uno debía mostrarse más precavido y procurar no mezclarse en asuntos que entrañaran el menor peligro. Siempre que ello pudiera evitarse, porque una mujer policía seguía siendo una mujer, ni más ni menos, y uno era responsable de su seguridad tratándose de la mitad masculina de la pareja. Con algunas compañeras policías casi era igual que estar con un hombre, pero con Lucy no. Gus se preguntó por qué le gustaría ser devorado por aquellos ojos castaños que tenían arrugas en los ángulos. Normalmente, le molestaban los ojos que miraban con demasiada fijeza.

– ¿Crees que va a gustarte el trabajo de policía, Lucy? -preguntó Gus girando por la calle Mayor y pensando que a ella le gustaría recorrer todas aquellas hileras de calles de la zona. A la mayoría de las mujeres policía nuevas les gustaba.

– Me encanta, Gus -dijo ella-. Es un trabajo emocionante. Sobre todo aquí en la División Juvenil. No creo que hubiera resultado tan interesante trabajar en la cárcel de mujeres.

– Yo tampoco lo creo. No te imagino empujando a todas aquellas sinvergüenzas.

– Yo tampoco -contestó ella haciendo una mueca-, pero creo que antes o después me destinarán allí.

– Quizás no -dijo Gus -. Eres una buena oficial juvenil, ¿sabes? Para hacer pocas semanas que has salido de la academia, yo diría que eres excepcional. Es posible que sigas en la sección juvenil.

– Sí, como que soy indispensable -dijo ella riéndose.

– Eres inteligente y rápida y eres la primera mujer policía con quien me gusta trabajar. A la mayoría de los policías no les gusta trabajar con mujeres.

Fingió mirar la calle con mucha atención al decirlo porque advirtió la mirada de los ojos castaños. No había querido decirlo. Sólo eran las siete de la tarde, todavía no había oscurecido y no deseaba enrojecer y que ella lo viera. Pero, con estos ojos, es probable que lo viera incluso en medio de la oscuridad.

– Es un bonito cumplido, Gus -dijo Lucy-. Has sido para mí un maestro con mucha paciencia.

– Pero si yo no sé nada -dijo Gus haciendo un esfuerzo por no ruborizarse y pensando en otras cosas mientras hablaba, como por ejemplo dónde iban a comer y que tenían que recorrer a pie las cocheras de los autobuses de la calle Mayor y buscar a los menores fugados, porque la noche del domingo era muy floja, o quizá fuera mejor recorrer el parque Elysian buscando a muchachos que seguramente se encontrarían allí bebiendo cerveza sobre la hierba. Al lugarteniente Dilford le encantaba que detuvieran a menores por posesión de alcohol y Dilford les atribuía la misma importancia que los comandantes de las patrullas atribuían a las detenciones por delitos de mayor cuantía.

– ¿Trabajas en la sección juvenil desde hace seis meses, verdad? -preguntó Lucy.

– Ahora hace unos cinco meses. Todavía me queda mucho que aprender.

– ¿Dónde trabajabas antes, en los servicios de paisano de la Central?

– En los servicios de paisano de Whilshire.

– No te imagino de paisano -dijo ella riéndose -. Cuando trabajaba los fines de semana en la prisión de Lincoln Heights los oficiales de paisano entraban y salían constantemente toda la noche. No te imagino como oficial de paisano.

– Lo sé. No parezco lo suficiente hombre para ser un oficial de paisano, ¿verdad?

– No quería decir eso, Gus -contestó ella descruzando las piernas y traspasándole con sus ojos castaños. Cuando estaban trabajando, los ojos le oscurecían el rostro, que era suave y lechoso -. No quería decir eso, de ninguna manera. Te diré más, no me gustaban porque eran engreídos y hablaban con las mujeres policías empleando el mismo tono que con las prostitutas. No creo que todas aquellas bravatas les hicieran más viriles. Creo que ser pausado y amable y tener un poco de humildad es muy viril, pero no vi a muchos oficiales de paisano así.

– Se debe a que tienen que crearse ciertas defensas contra las cosas sórdidas que tienen que ver -dijo Gus aliviado al comprobar que ella casi le había confesado que le apreciaba y le había observado cualidades. Después se sintió molesto y pensó enojado que era un pequeño bastardo sinvergüenza. Pensó en Vickie que se estaba recuperando de una apendicetomía y esperaba que esta noche pudiera dormir y se juró a sí mismo que iba a dar por terminado aquel flirteo infantil antes de que prosiguiera más de lo debido porque Lucy pronto se daría cuenta, aunque no era una persona creída y no se daba cuenta de estas cosas. Pero cuando al final se diera cuenta, le diría probablemente: eso no es lo que quería, no es eso en absoluto. Pequeño bastardo estúpido, volvió a pensar, y se miró en el espejo retrovisor el escaso cabello color arena que apenas se distinguía. Dentro de pocos años sería totalmente calvo y se preguntó si seguiría soñando entonces todavía con una inteligente y pálida muchacha de ojos castaños que quizá le sonriera con piedad y quizá con asco si supiera los pensamientos que ella le provocaba.

– ¿A qué hora tenemos que inspeccionar el hogar impropio?- preguntó Lucy y Gus se alegró de que cambiara de tema.

No pudo evitar sonreír ante el hombre que subía por la calle Híll y volvió la cabeza para mirar a Lucy al pasar ambos. Recordó que los hombres solían volverse también para mirar a Vickie en los primeros tiempos de su matrimonio, antes de que ella engordara tanto. Pensó en el aspecto que debían tener él y Lucy, dos jóvenes, él con traje, corbata y camisa blanca y ella con aquel sencillo traje gris que tan bien le sentaba. Hubieran podido ir a una cena, a un concierto del Bowl o al estadio deportivo. Naturalmente que toda la gente de la calle reconocía al simple Plymouth de cuatro ruedas como un coche de la policía y sabían que aquella mujer y aquel hombre eran policías de la sección juvenil, pero hubieran podido parecer simples enamorados.

– ¿A qué hora, Gus?

– Son las siete y veinte.

– No -dijo ella echándose a reír -. ¿A qué hora inspeccionaremos el hogar impropio que el lugarteniente nos ha dicho?

– Ah, vayamos ahora. Perdona, estaba distraído.

– ¿Qué tal se recupera tu mujer de la operación de apéndice?- preguntó Lucy.

A Gus le molestaba hablarle de Vickie pero ella siempre le preguntaba cosas acerca de su familia al igual que solían hacerlo todos los compañeros, con frecuencia en las primeras horas de la madrugada cuando todo estaba en calma y los compañeros sentían deseos de hablar.

– Se está poniendo muy bien.

– ¿Y el pequeño qué tal está? Empieza a hablar, ¿verdad?

– Charla -contestó Gus sonriendo porque jamás dudaba en hablarle de sus niños puesto que estaba seguro de que ella quería escucharle.

– Son tan guapos en fotografía. Me encantaría verlos algún día.

– A mí también me gustaría que los vieras.

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