Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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Pero le gustaba trabajar en Hollenbeck y ganaba dinero más que suficiente para mantenerse. Había elaborado un programa extraordinario de ahorros y se imaginaba que podría llegar tal vez a sargento investigador aquí en Hollenbeck. Sería suficiente, pensó. Al cabo de veinte años de servicio, tendría cuarenta y tres años y podría percibir el cuarenta por ciento del sueldo durante toda la vida, que ciertamente no pasaría aquí en Los Ángeles ni tampoco cerca de Los Ángeles. Pensó en San Diego. Allí era bonito, pero no en la misma ciudad, en la periferia quizás. Sabía que en sus planes tendrían que entrar una mujer y unos hijos. No podía evitarse indefinidamente. Y era cierto que cada vez se sentía más inquieto y sentimental. Las historias hogareñas y domésticas que presentaba la televisión estaban empezando a interesarle ligeramente.

Se había estado viendo con mucha frecuencia con Paula. Ninguna muchacha le había llegado a interesar tanto jamás. No era hermosa pero resultaba atractiva y sus claros ojos grises eran lo que más llamaba la atención en ella a no ser que vistiera prendas muy ajustadas en cuyo caso resultaba extremadamente interesante. Sabía que ella estaría dispuesta a casarse con él. Le había insinuado con mucha frecuencia que deseaba tener familia. Él le había dicho que, siendo así, cuanto antes empezara mejor y ella le había preguntado si le gustaría engendrarle un par de hijos. Al decirle él: "Con mucho gusto", ella le había respondido que tenían que ser legítimos.

Paula tenía otras cualidades. Su padre, el doctor Thomas Adams, era un prestigioso dentista de Alhambra y probablemente entregaría parte de sus haberes a un afortunado yerno, dado que Paula era su única hija y extraordinariamente consentida. Paula había alquilado el apartamento número doce de su misma casa previamente ocupado por una mecanógrafa llamada Maureen Ball y Serge apenas había advertido el cambio de mujeres porque inmediatamente empezó a verse con Paula sin solución de continuidad. Sabía que cualquier noche, tras una buena cena y bastantes martinis, pasaría probablemente por la formalidad de pedirla en matrimonio y decirle que informara a la familia para que ésta preparara la ceremonia de boda porque, qué diablos, no podía seguir sin rumbo indefinidamente.

A las ocho y media el sol se había puesto y ya hacía el fresco suficiente como para salir a dar una vuelta por Hollenbeck. Serge estaba deseando que regresara Stan Blackburn y estaba indeciso entre reanudar la lectura del tratado sobre la constitución de California de la clase de verano, en la que ahora pensaba que ojalá no se hubiera matriculado, o bien leer una novela que se había traído al trabajo porque sabía que tendría que estar aguardando en el despacho varias horas.

Blackburn entró silbando justo en el momento en que Serge se había decidido por la novela en contra de la constitución de California, Blackburn sonreía con sonrisa boba lo cual demostraba claramente el carácter del asunto personal que le había retenido.

– Será mejor que te limpies el carmín de labios de la pechera de la camisa -dijo Serge.

– No sé cómo habrá ido a parar aquí -dijo Blackburn guiñando el ojo satisfecho ante aquella prueba de su conquista.

Serge la había visto una vez cuando Blackburn había aparcado en la calleja contigua a su casa y había entrado en la misma un momento. Serge no se hubiera molestado or ella incluso sin los peligros de un marido apartado y e unos hijos que pudieran informar a papá.

Blackburn se pasó el peine por el ralo cabello gris, se arregló la corbata y se frotó la mancha de carmín de la camisa blanca.

– ¿Dispuesto a trabajar? -le preguntó Serge bajando los pies del escritorio.

– No sé. Estoy como cansado -dijo Blackburn riéndose.

– Vamos, Casanova -dijo Serge sacudiendo la cabeza -. Creo que será mejor que conduzca yo para que tú puedas descansar y recuperarte.

Serge decidió dirigirse a Soto en dirección Sur y a la nueva carretera de Pomona en dirección Este. Algunas veces, a última hora de la tarde, no hacía demasiado calor y a él le gustaba contemplar a los obreros afanarse en la construcción de un enorme conjunto de acero y hormigón, de aspecto extraño ahora que estaba por terminar, y que iba a ser obstruido inmediatamente por los coches una hora después de su inauguración. Una de las cosas que había logrado la carretera era destruir a Los Gavilanes. La doctrina del dominio eminente había conseguido destruir una banda allí donde habían fracasado la policía, el departamento de libertad condicional y los tribunales de menores. Los Gavilanes se habían disgregado al adquirir el estado la propiedad y cuando sus padres se diseminaron por toda la zona Este de Los Ángeles.

Serge decidió conducir por los paseos de cemento del parque de Hollenbeck en busca de actividad de bandas juveniles. Hacía una semana que no practicaban ninguna detención, sobre todo por culpa de los prolongados encuentros románticos de Blackburn, y Serge esperaba poder descubrir algo esta noche. Le gustaba hacer el trabajo suficiente como para no tener constantemente encima al sargento si bien nadie les había reprochado la deficiente actuación de aquella semana.

Mientras Serge se dirigía hacia el cobertizo para botes, una figura desapareció entre los arbustos y se escuchó un sonido hueco como si alguien hubiera dejado caer apresuradamente una botella o la hubiera roto de un golpe:

– ¿Has visto quien era? -preguntó Serge mientras Blackburn recorría perezosamente los arbustos con la linterna.

– Parecía uno de los Pee Wees. Bimbo Zaragoza, creo.

– Estaría bebiendo un poco de vino, supongo.

– Sí, aunque no suele tenerlo por costumbre.

– Cualquier puerto sirve cuando hay tormenta.

– Un puerto. Tiene gracia.

– ¿Te parece que le esperemos abajo y le pillemos?

– No, ahora ya habrá cruzado el lago.

Blackburn se reclinó en su asiento y cerró los ojos.

– Será mejor que hoy practiquemos alguna detención -dijo Serge.

– No te preocupes -dijo Blackburn sin abrir los ojos al tiempo que quitaba el envoltorio de dos chicles y se los introducía en la boca.

Al salir del parque a la calle Boyle, Serge observó la presencia de otros dos Pee Wees pero Bimbo no estaba con ellos. En el más bajo reconoció a Mario Vega, del nombre del otro no podía acordarse.

– ¿Quién es el más alto? -preguntó.

Blackburn abrió un ojo e iluminó con la linterna a los dos muchachos que sonrieron y echaron a andar hacia el boulevard Whittier.

– Le llaman el Hombre Mono pero no recuerdo su verdadero nombre.

Al pasar junto a los muchachos, Serge hizo una mueca despectiva ante los andares exagerados del hombre mono: puntas de los pies separadas, talones juntos, los brazos oscilando, ésta era la marca de fábrica de los componentes de las bandas. Esto y el curioso y deliberado ritual de mascar imaginarios chicles. Uno lucía téjanos, el otro pantalones color kaki con los bajos cortados en tiras sobre los relucientes zapatos negros. Ambos llevaban camisas Pendleton con los puños abrochados para disimular los pinchazos de inyección que, caso de ser detenidos, haría que fueran acusados de adictos. Y ambos lucían gorros azul marino tal como los que se usan en los campamentos reformatorios juveniles, lo cual demostraba que habían sido huéspedes de los mismos, tanto si habían estado allí efectivamente como si no.

Al pasar lentamente junto a los muchachos, Serge captó algunas palabras de la conversación, en buena parte obscenidades en español. Después pensó en los libros que hablaban del formalismo de los insultos españoles en los que los actos se hallan implícitos. No sucede lo mismo en la desenfadada manera de expresarse de los mejicanos, pensó. Un insulto o una vulgaridad mexicana puede superar incluso el color de su equivalente inglés. Los chicanos habían proporcionado vida a las obscenidades españolas.

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