Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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– ¿Cómo te encuentras?

– Mal.

– Vamos -dijo Bonelli rodeando con su velloso brazo los hombros de Gus y dándole unas palmadas en la mejilla-. Vamos a tomarnos un café, hijo.

15 Concepción

El traslado a la comisaría de la calle Setenta y Siete había sido un golpe desmoralizador. Ahora, cuando ya llevaba cuatro semanas en la división, Roy aún se resistía a creer que hubieran podido hacerle eso. Sabía que la mayoría de sus compañeros de clase de la academia habían sido trasladados a tres divisiones pero él esperaba poder escapar a la tercera. Al fin y al cabo, en la División Central estaban contentos de él y ya había trabajado en la calle Newton y no se imaginaba que quisieran hacerle trabajar en otra zona negra. Todo lo que se hacía en el Departamento carecía de sentido y era ilógico y ninguno de los comandantes se preocupaba lo más mínimo por cosas intangibles como la moral, por ejemplo, mientras fueran eficientes, heladamente eficientes, y mientras el público conociera y apreciara su eficiencia. ¡Pe'ro por el amor de Dios, pensó Roy, la División de la Setenta y Siete! ¡Calle Cincuenta y Nueve y Avalon, Slauson y Broadway, Noventa y Dos y Beach, Cien y Tercera, hasta Watts por si fuera poco! Era la calle Newton elavada a la décima potencia, era violencia y crimen y cada noche se veía metido en ríos de sangre.

Las tiendas, los despachos, incluso las iglesias parecían fortalezas con barrotes, enrejados y cadenas protegiendo las puertas y las ventanas y hasta había visto guardias particulares uniformados en las iglesias durante los servicios religiosos. Era imposible.

– Vamos a trabajar -les dijo el lugarteniente Feeney a los oficiales de la guardia de noche.

Feeney era un hombre lacónico que llevaba veinte años de servicio, tenía un rostro melancólico y a Roy le parecía un comandante comprensivo, aunque tenía que serlo porque en aquella endiablada división, un rígido ordenancista hubiera provocado el amotinamiento de los hombres.

Roy se puso el gorro, se guardó la linterna en el bolsillo y recogió los cuadernos. No había escuchado ni una sola de las cosas que se habían dicho en la sala de pasar lista. Últimamente estaba empeorando a este respecto. Cualquier día se perdería algo importante. "De vez en cuando deben decir algo importante", pensó.

Roy no bajó las escaleras con Rolfe, su compañero. Las risas y las voces de los demás le irritaban sin motivo aparente. El uniforme se le pegaba húmedamente a la piel en aquella cálida noche, le cubría y le aplastaba como un opresivo sudario azul. Roy se acercó de mala gana al coche radio y se alegró de que le tocara conducir a Rolfe esta noche. Él no tenía ánimos. Sería una noche sofocante y calurosa.

Roy escribió mecánicamente su nombre en el cuaderno de notas y escribió debajo el nombre de Rolfe. Hizo algunas otras anotaciones y después cerró el cuaderno mientras Rolfe salía del aparcamiento de la comisaría y él giraba el cortavientos para que la brisa que pudiera haber le refrescara un poco.

– ¿Quieres hacer algo especial esta noche? -preguntó Rolfe, un joven ex-marinero normalmente sonriente que llevaba un año de policía y que todavía daba muestras de un burbujeante entusiasmo por el trabajo de policía que a Roy le resultaba irritante.

– Nada especial -contestó Roy cerrando el cortavientos al encender un cigarrillo que no le supo bien.

– Entonces vayamos por la Cincuenta y Nueve y Avalon -dijo Rolfe -. Últimamente no Ies hemos hecho mucho caso a las prostitutas callejeras.

– De acuerdo -dijo Roy suspirando y pensando que una noche más y tendría tres libres. Y después empezó a pensar en Alice, la exuberante enfermera que durante seis meses había estado observando salir de la casa de enfrente de la suya pero a la que no había abordado hasta la semana anterior porque ya se sentía satisfecho de la frágil y delicada Jenny, la mecanógrafa que vivía al otro lado del rellano. Jenny estaba siempre disponible y tan a mano y tan ansiosa de amor a cualquier hora, a veces demasiado ansiosa. Insistía en hacer el amor cuando él estaba agotado tras haber trabajado un turno más largo que de costumbre, por lo que cualquier persona sensata hubiera hecho bien yendo a dormir. Él entraba en su apartamento y cerraba sigilosamente la puerta pero, antes de que se hubiera enfundado el pijama, ella ya estaba en su alcoba porque le había escuchado entrar y había utilizado la llave que él jamás hubiera debido darle. Él se volvía entonces de repente al advertir su presencia en la silenciosa habitación y ella estallaba en risas al comprobar que le había sobresaltado. Iba en camisón, no era una muchacha bien formada, estaba demasiado delgada, pero era muy bonita e insaciable. Sabía que tenía otros hombres, a pesar de lo que Jenny le decía, pero le importaba un comino porque ella era mucho para él y, además, ahora que había conocido a Alice, a la lechosa, restregante y enérgica Alice y había gozado de su suavidad una afortunada noche de la semana pasada, ahora tendría que quitarse a Jenny de encima.

– Parece que hay animación esta noche -dijo Rolfe.

Roy deseó que se callara porque estaba pensando en Alice y en sus espléndidos pechos en forma de calabaza que por sí mismos le proporcionaban horas de excitación y admiración. Si Jenny era dos ojos enfebrecidos, Alice era dos pechos tranquilizadores. Se preguntó si habría alguna mujer en la que pudiera pensar como una persona entera. Ahora ya no pensaba en Dorothy. Pero entonces se dio cuenta de que ya no pensaba en nadie como una persona entera. Cari era un boca, una boca abierta que le reprendía incesantemente. Su padre era un par de ojos, que no le devoraban como los de Jenny, sino que le suplicaban, ojos tristes que deseaban que se sometiera a la opresión de su propia tiranía y a la de Cari.

– Si pudiera añadir una S al rótulo de Fehler e Hijo -decía su padre suplicante -. Oh, Roy, daría una fortuna por este privilegio.

Y en su madre pensaba como en un par de manos, manos cerradas, manos húmedas, manos que hablaban y le decían:

– Roy, Roy, casi no te vemos nunca, ¿cuándo volverás a casa, que es el sitio que te corresponde, Roy?

Después pensó en Becky y advirtió que se aceleraban los latidos de su corazón. En ella podía pensar como una persona entera. Parecía tan contenta de verle cuando iba a visitarla. Y no dejaría pasar ni una semana sin verla y que se fuera al diablo Dorothy con su condescendiente prometido porque él no dejaría pasar un solo fin de semana sin ver a Becky. Nunca. Le traería regalos, gastaría el dinero que quisiera y ellos que se fueran al infierno.

La noche iba pasando sin especiales acontecimientos a pesar de que se estaban transmitiendo muchas llamadas de radio a los coches de la Setenta y Siete. Temía pedir la clave siete por miedo a recibir una llamada. El estómago le estaba gruñendo. Hubiera tenido que comer algo a la hora del almuerzo.

– Pide siete -le dijo Rolfe.

– Doce-A-Cinco solicita clave siete en la comisaría -dijo Roy pensando que ojalá se hubiera traído algo más que un bocadillo de queso para comer. Estaban demasiado cerca del día de cobro para poder permitirse pagar la comida. Pensó que ojalá hubiera más sitios para comer en la calle Setenta y Siete. Ya hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que la comida gratis no atentaba contra la profesión. Todo el mundo aceptaba las comidas y parecía que a los propietarios de los restaurantes no les importaba. Deseaban tener policías en su casa, de lo contrarío no lo hubieran hecho. Pero él y Rolfe no tenían ningún sitio donde Ies sirvieran comida ni siquiera con descuento.

– Doce-A-Cinco, continúe la patrulla -dijo la locutora -y encárguense de esta llamada: vean a la mujer, dificultad no determinada, once-cero-cuatro, Calle Noventa y Dos Este, clave dos.

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