Cambió el viento. La noche, de repente, prometía, galopaba, se ensanchaba, se iluminaba.
Dejé de sentirme resacoso. Encendí la pipa, respiré abdominalmente en ocho tiempos, exhalé un silencioso y prolongado auuuummmm, busqué uno de mis primeros libros-aquél en el que contaba el episodio de la segunda venida de Jesús a mi pecho, a mi conciencia y a mi alma-, lo hojeé con mirada experta de amo que engorda el caballo, encontré lo que buscaba, sonreí con ternura de padre (o, quizá, de abuelo) y leí, y copié a mano, lo que sigue: Cuatro años después, la lectura de los evangelios gnósticos-invernal, vespertina y covarrubiana-iba a propinarme uno de los más soberanos batacazos de mi vida (antes hubo una segunda iluminación de la que no puedo hablar por razones que, caso de ser reveladas, revelarían el secreto). Dulzor del remordimiento. Deleite de recibir lecciones. Leo en el versículo octavo de Tomás:“EI hombre es un sabio pescador que tira la red al mar y la saca llena de pececillos, pero ve entre ellos un enorme y sabroso pescado, y entonces arroja al mar las piezas pequeñas y se queda con la grande. ¡Entiéndalo quien tenga buenos oídos.” Existía, pues, otro Cristo y la Iglesia me lo había escamoteado desde las misas infantiles. Un Cristo igual o superior al Buda y a los maestros que desde el acre paisaje del Oriente me habían devuelto el misticismo. Fariseo culto como Nicodemo, también yo me había acercado a ese Cristo con temor, vergüenza y nocturnidad sin que los míos lo supieran, amparado en la penumbra provinciana, y he aquí que Cristo descorría sus tinieblas. “En verdad te digo que quien no naciere de nuevo no puede ver el reino de Dios”. Arguye Nicodemo: «¿Puede acaso volver un hombre al seno de su madre.» Y responde Jesús: “En verdad te digo que quien no naciere del agua o del espíritu no entrará en el reino de Dios”. En el silencio de la noche de Jerusalén una lamparilla alumbra las figuras de los interlocutores y el peristilo de la estancia. Brillan los ojos del Redentor, animados por una luz misteriosa.
El sabio fariseo, mientras su ciencia se desploma, atisba un mundo diferente. Ha vislumbrado un rayo en las pupilas del profeta, ha percibido el potente calor que de él emana y que lo arrastra, ha visto apagarse y encenderse tres llamas blancas junto a las sienes y la frente del maestro. El soplo del Espíritu le ha rozado el corazón. Conmovido, silencioso, Nicodemo vuelve a casa a través de la profunda noche. Seguirá viviendo entre los fariseos, pero su alma permanecerá fiel a Jesús.
Alguien tosió a mis espaldas y una mano suave se posó en mi nuca. Levanté la cabeza sin sobresalto-el hachís abría una tregua de Dios en la agresividad del mundo y derogaba la ley del miedo-y la giré hacia el intruso. O hacia la intrusa, porque el rostro preocupado y, a la vez sonriente que me miraba desde arriba era el de mi hija mayor.
– ¡Kandahar! -dije-. ¿Qué diablos haces despierta a estas horas? No te he oído venir. Pareces un gato de felpa.
– No lo parezco, papá. Soy un gato, y tú lo sabes. Por eso te llevas tan bien conmigo. Nací ronroneando.
– Se lo preguntaré a Jumble.
– Y Jumble te lo confirmará.
– No me has contestado. ¿Por qué no estás en la cama como todo el mundo? Van a dar las tres, renacuajo. No son horas para una joven y atractiva princesa que mañana, supongo, tendrá que pegarse un madrugón de muerte si quiere llegar a tiempo a la universidad. ¿Me equivoco?
– Sí, papá, te equivocas. Hoy es dieciocho de marzo. O, mejor dicho, lo fue ayer.
– ¿Y eso qué significa?
– Significa que mañana es san José y que no tenemos clase.
Me di una palmada en la frente.
– ¡Claro! -dije-. Víspera de fiesta, consuelo de tontos. Por eso las calles estaban a rebosar.
– Y tú zascandileando por ellas, ¿no? ¡Menos mal que tu chica se ha ido de viaje!
– Si de verdad fueras un gato, Kandahar, sabrías que cuando los de tu especie os ausentáis los ratones bailamos.
– Sí, papá, lo sé y además me parece lógico. Yo haría lo mismo. Quien no se desahoga, se ahoga. Pero, por lo menos, podías avisar para que no te calentáramos la cena. No cuesta nada.
– Se me pasó.
– ¡Hombres!
– Cuando miré la hora, era ya demasiado tarde para telefonear. Pensé que Devi estaría durmiendo y que tu hermano y tú andaríais por ahí de picos pardos. Últimamente no se os ve mucho el pelo.
– Ni a ti tampoco, papá.
Me miró con una amistosa sonrisilla de reconvención, guardó silencio y enarcó las cejas. Era un gesto muy suyo. La burla le bailaba en los ojos.
– Bueno -admití batiéndome en retirada-. La verdad es que me he emborrachado un poquito, sólo un poquito. Conviene hacerlo de vez en cuando, ¿no? La vida achucha, Kandahar, y no todo va a ser misticismo, postura del loto, meditación, respiración abdominal y nueva era. Hay otras cosas.
Se echó a reír y yo, como siempre que lo hacía, me quedé transpuesto y volé al pasado. En cincuenta y tres años de vida-de vida vivida y bebida pisando el acelerador a fondo-sólo había conocido a una persona que se riera así, con la cara llena de nubes, de flores, de pájaros y de futuros. Y esa persona, que estaba muerta, era su madre.
Llovía sobre mojado. Kandahar acababa de cumplir, pocos meses antes, la misma edad que ella, Cristina, tenía cuando yo la conocí: veintiún años.
Sacudí la cabeza, recuperé la cordura, volví al presente, puse los pies en el suelo y descubrí que mi visitante estaba hablando.
– Gracias a Dios, papá -decía-. Gracias a Dios que hay otras cosas. Sin ellas no existiríamos ni yo ni Bruno ni Devi. O seríamos hijos de otro padre.
– Quizá lo seáis -bromeé-. Sólo la maternidad es segura. La paternidad, en el mejor de los casos, se supone.
– Sobre todo en lo que a mí se refiere-dijo con zumba Kandahar-. Nací cuando tú correteabas por las antípodas después de muchos meses de viaje ininterrumpido. Ya me contarás. Mira… ¿A que tengo ojos de china?
Y se estiró las comisuras de los párpados con una mueca de payaso.
– No me recuerdes eso, por favor. No estoy en mi mejor momento. Me noto débil, ando un poquillo escorado de ala e incluso, a veces, se me saltan las lágrimas con facilidad.
– Son rachas, papá. Nadie está libre de ellas.
– Venga, siéntate un rato conmigo. Tienes todo el día de mañana para dormir.
Aceptó la sugerencia. Llevaba un camisón blanco que la cubría desde los tobillos hasta el cuello.
El óvalo de su rostro, enmarcado por una melena suave y ondulada de color de miel, parecía salido de una pintura italiana del quattrocento. Carpaccio Uccello, Mantegna y Piero della Francesca corrían por su piel. Mirarla era como pasear ensimismado y a solas por las galerías de un museo mágico y silencioso. Otras voces, otros lugares, otros seres otros mundos galopaban hacia el observador.
Kandahar se instaló en el suelo con las piernas cruzadas sobre un enorme cojín de tejido de alfombra de Cachemira, entrelazó los dedos y volvió a mirarme sin decir nada.
Cambié el tono de la voz y el ritmo del encuentro e insistí:
– Sigues sin explicarme por qué te has levantado.
– Por culpa de la calefacción, papá. A ver cuándo te decides a ponerla más baja, sobre todo de noche. No soy yo la única que se queja.
– Ya sabes que mi clima favorito es el del trópico. Si me pierdo, que no me busquen en la Antártida.
– Yo sé muy bien dónde buscarte si te pierdes, papa.
– Pues no me lo digas. Me gusta creer que mi vida aún tiene zonas secretas.
– Vale. Y ahora voy a contestar a tu pregunta… Si me dejas, claro, porque no haces más que interrumpirme. El caso es que me despertó el calor, fui a la cocina para beber un vaso de agua y, al pasar, vi luz por las rendijas de la puerta de tu despacho. Eso es todo, curiosón.
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