– Pero no lo eres, Dionisio.
– No, no lo soy. Y ahí duele. Ahí duele y ahí vamos, porque al Portal de Belén, hombro con hombro de las buenas gentes, también llegaron Melchor, Gaspar y Baltasar. O sea: los Reyes Magos, los brujos, los videntes, los místicos, los gnósticos, los adeptos, los iniciados… Y ya insinué antes que para ellos, para los que vienen al mundo con almas viejas, evolucionadas, expertas y sabias, las Iglesias son tan inútiles (por no decir dañinas) como lo sería la lectura del catecismo del padre Ripalda para un catedrático de teología de la Universidad Pontificia. Esa es mi postura, Jaime. Creo que Cristo ha sido secuestrado -amorosamente secuestrado, lo admito- por la iglesia católica, y por los protestantes, y por los ortodoxos, y por todos los pensadores, investigadores, teólogos y hombres de buena o mala voluntad que a lo largo de la historia se han puesto a pontificar sobre él, sobre su vida, sobre sus milagros y sobre su muerte. Y a mí, Jaime, no me agrada la idea de que mi nombre se incorpore a esa lista ni de que mi libro, caso de llegar a puerto, sea una signatura más en el catálogo de los doscientos mil volúmenes que antes mencioné.
– ¿Por eso te resistes a cumplir con tu deber de escritor?
– Por eso y por otras cosas. Me siento como un pirata, Jaime, o como una fiera depredadora. Mi versión de Cristo no le servirá de nada a nadie. Eso en el mejor de los casos, porque en el peor desconcertará a los lectores o incluso les hará daño. Tú sabes que estoy permanentemente dispuesto, cómo no voy a estarlo, a poner cualquier granito de arena que contribuya a mitigar un poco la salvaje crisis de valores y el despiste y la infelicidad generalizada que el laicismo, el consumismo, la tecnología, la partitocracia, las tres grandes revoluciones de la historia, el advenimiento de la aldea global y la adoración del Becerro de Oro han desencadenado, pero sería absurdo creer que la letra impresa puede derribar o por lo menos socavar esos ídolos. El Mediterráneo es un mar muerto, en Itaca han instalado una refinería de hidrocarburos y nadie, ni siquiera Ulises, es capaz ahora de tumbar cíclopes a pedradas. Y yo, Jaime, no quiero turbar ni desmoralizar ni, menos aún, escandalizar a nadie.
– No lo hagas.
– ¿Y cómo voy a evitarlo? ¿Traicionándome? ¿Mintiendo como un político? ¿Disimulando? ¿Tirando balones fuera? No tiene ningún sentido ponerse a llenar folios en blanco para eso. La literatura es un ejercicio de libertad y de sinceridad o no es absolutamente nada. ¿Qué le voy a hacer si he llegado, sin proponérmelo, a conclusiones personales sobre Jesús que te dejarían boquiabierto y que levantan ronchas? Personales y, lo que aún complica más las cosas, de difícil-si no imposible-demostración. ¿Quieres que las esconda, las diluya, las desnate o las maquille? ¿Has venido hasta aquí desde una ciudad situada a seiscientos kilómetros de ésta sólo para pedirme eso? No es necesario que me respondas. Aunque me digas que sí y lo jures en sánscrito sobre la Biblia, no te creeré.
– Te pierde el carácter, Dionisio. Todo lo multiplicas por cien. Yo no me preocuparía por la dificultad ni por la imposibilidad de demostrar lo que afirmas. Si estás convencido de ello, como parece que lo estás, lo dices, y a otra cosa. La rectitud de tu intención te sirve de coartada. No me obligues a recordarte que el corazón tiene razones que la razón no conoce. Sería, tratándose de ti, verdaderamente absurdo. Insisto: no te preocupes. No estás bajo sospecha. Tienes crédito. Nadie te va a pedir cuentas ni pruebas del nueve. La hagiografía evangélica no es una ciencia exacta. ¿Existe, acaso, algo más difícil de demostrar que la resurrección de Cristo? Y, sin embargo, ahí la tienes: intacta, palpitante, más chula que un ocho e inasequible al desaliento, a las tarascadas de los aguafiestas y a la secular conjura de los científicos volterianos, de las sectas satánicas y de los filósofos escépticos.
– Pues sí, Jaime, lamento tener que decirte que sí, que a estas alturas, después de dos mil años de dogmática a granel, de infalibilidad del papa y de ininterrumpido bombardeo fideísta hay efectivamente algo mucho más difícil de demostrar que la resurrección de Cristo.
– ¿Ah, sí? Lo dudo, pero me gustaría saber qué.
– Que Cristo no resucitó. Insinuar (no digo sostener) eso es tan peligroso como matar a un hombre. Te la juegas tanto o más que Salman Rushdie.
– ¿Vas a insinuarlo tú?
– ¿Pretendes que te revele el desenlace de mi novela? Controla los bajos instintos, por favor. Tu desfachatez no conoce límites. Y ésta es, por el momento, mi última palabra. Lo prometido es deuda: tal y como te anuncié, voy a marcharme.
– Quo vadis, Petrus?
– A Jerusalén, Dómine, para buscar al Maestro.
– Que el gallo te dé una segunda oportunidad. Llámame el lunes.
– Así lo haré.
Y desaparecí de su vista resoplando como un búfalo.
Con un nudo en la garganta, con una argolla en el corazón, con un bulto en el estómago, con cinco dedos de nieve en cada mano, con un cuchillo en la ingle: así llegué a casa-sería ya la medianoche-después de pasar varias horas de ginebra, soledad y trueno sombríamente perdido por las chirigoteras calles céntricas de una ciudad que detestaba.
Mis deudos y cordiales vampiros, afortunadamente, dormían. Sólo uno de los gatos-el que se llamaba Jumble-vino a recibirme y a frotarse contra la pernera de mis tejanos mientras ronroneaba. Me incliné y le hice una cucamona, seguramente torpe e inoportuna, porque salió corriendo. El alcohol me pesaba en la sangre y me embarullaba los gestos. Había perdido muchos años atrás, cuando empecé a fumar porros y chilones ( [1]) en Kathmandú, la costumbre-tan ibérica, tan propia de mi generación-de empinar el codo a cualquier hora y con cualquier motivo y hoy lo pagaba así: sintiéndome como un elefante sin trompa para barritar y sin baobab para rascarse las ancas en el taller de un miniaturista.
Me deslicé por el pasillo como la sombra de un fantasma, entré en el cuarto de baño (o, mejor dicho, en uno de los numerosos cuartos de baño alicatados hasta el techo de aquella imponente e insolente casa que ya no era, en mi dolorido sentir, la mía), me desnudé, me contemplé con sorna en el espejo, me duché, me puse un yukata ( [2]), apliqué la boca a uno de los grifos del lavabo bebí largamente-con goce posmoderno y masoquista-el agua con sabor a cloro, o el cloro con sabor a agua, que el despotismo ilustrado del Ministerio de Sanidad ponía generosamente a disposición de sus felices súbditos, me encerré en el despacho, encendí una varilla de incienso, tiré de la memoria y empecé a transcribir, en la medida de lo posible, el meollo de la conversación que unas horas antes había mantenido con Jaime en su habitual cazadero literario. ¿Por qué me avenía así, tan dócil como un escritorzuelo de pesebre, a seguir el consejo -más bien insinuación-que entre bromas y veras me había dado?
La respuesta era obvia: el buen sentido, a pesar del alcohol y de mi encono, se imponía. Aquel buitre, entre picotazo y picotazo, llevaba razón y yo no era la persona más indicada para quitársela: entre sus palabras y las mías -dime va direte viene-habíamos colocado los cimientos y trazado el eje de abscisas y de ordenadas del libro que yo había empezado a escribir hace un milenio y que seguramente nunca terminaría.
Trabajé un par de horas a duras, muy duras penas, con los ojos turbios, estropajo en el bolígrafo y el paladar pastoso. Luego, al llegar en mi transcripción al pasaje del descubrimiento de los evangelios gnósticos durante lo que yo mismo había calificado como la noche más tormentosa de mi vida, aquélla-según le expliqué a Jaime-que me dejó desnudo y a solas por primera vez frente a la prueba del laberinto y en la que comenzó mi desesperada búsqueda de Jesús, hice exactamente lo mismo que había hecho entonces-veinte años antes-en una habitación muy similar a la que ahora me acogía: levantarme, ir hasta el secreter, abrirlo, sacar los bártulos de lo que un conocido etnomicólogo había bautizado con la precisa, preciosa y fantasiosa etiqueta de alimento de los dioses ( [3]), sentarme a ras del suelo en el diván moruno y prepararme con regodeo y mimo un chilón bien cebado.
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