Soy novelista: me gusta ir por el mundo tomando notas y metiendo la nariz en corral ajeno. De modo que he arrimado la oreja. El argentino hablaba como Castelar y decía cosas interesantísimas.
Aquí va un botón de muestra: Dios es Uno, si -explicaba a sus atónitos borregos-, pero cada rabino lo describe de forma diferente. Y a.C. está la gracia, porque si definiéramos al Todopoderoso, lo encerraríamos, lo agotaríamos, lo mataríamos.
No he esperado a oír más. Me he levantado, me he acercado disimuladamente al grupo, he merodeado alrededor del cicerone, le he abordado cuando se disponía a salir del recinto al frente de su rebaño, nos hemos reconocido el uno al otro y le he invitado a comer en un espantoso sélf service de genuino sabor americano abierto en el Monte de Sión, cerca de la Tumba de David, por un cocinero de su raza.
El almuerzo ha dado mucho de sí. Bastante más de lo que yo esperaba. El informe pertinente ha salido ya rumbo a Madrid. Confío en que Kandahar siga al pie de la letra mis instrucciones, no lo comente, no lo lea, no lo enseñe, no lo traspapele y no tarde quince días en llevarlo a la caja de seguridad.
Miércoles 18 de abril
Ver a los soldados del ejército israelí paseándose chulescamente por las calles de la Ciudad Santa es como recibir un derechazo salvaje en la boca del estómago de la sensibilidad.
Los políticos, los militares, los guardias de la porra del nuevo orden mundial y los curas guerreros de las tres religiones monoteístas tendrían que estar encerrados de por vida en un manicomio con bozal, manoplas, camisa de fuerza, gafas oscuras y cinturón de castidad. No me gusta la soldadesca de Israel, pero tampoco me gusta el terrorismo de Palestina. Haya paz, señores. Cada mochuelo en su olivo y Dios con todos. ¡Mal karma histórico y geográfico deben de tener estos parajes en los que no ha reinado un momento de tranquilidad desde la última destrucción del Templo!
Dice Heráclito adelantándose a Platón: quienes están despiertos viven en un mundo común, pero los que duermen viven en mundos separados.
La segunda parte de esta luminosa sentencia conviene por igual a todos los habitantes de los cuatro sectores en los que el fanatismo religioso ha troceado el casco viejo de Jerusalén. ¿Cuándo nacerá aquí un Gandhi cristiano, moro o judío capaz de imponer su ahimsa en medio de tan descabellada situación?
Jueves 19 de abril Anoto en una ficha la frase de Srimad Bhagavatam que luego citaré y se la envío a mi madre.
Jornada movidita… Tendré que distinguir tres partes, y tres episodios de muy diferente índole en ella.
Vamos con el primero.
Por la mañana, a la hora del desayuno, he conocido en el bullicioso mercado del sector musulmán-el único que sabe vivir-a un madrileño de mi quinta, más o menos, del que ya me siento hermano de sangre y amigo del alma. ¿Su nombre? Zacarías. El apellido no importa. Jerusalén me ha enseñado a ser discreto.
Nos habíamos sentado los dos-cada uno a su aire- en un aguaducho y por casualidad o por causalidad habíamos pedido lo mismo: un enorme zumo mixto de naranja, lima, limón y pomelo. Éramos, además, los únicos rostros pálidos [30]visibles en la zona. Ni los cristianos ni los judíos suelen adentrarse en ella. El miedo-a mi juicio absolutamente injustificado (¿pero hay, acaso, algún tipo de miedo que esté justificado?)- se lo impide. ¡Caguetas!
Demasiadas coincidencias, ¿no? El encuentro ha podido ser una cita organizada con segundas por cualquiera de los tres dioses oficiales de la ciudad. O, si me apuran, por los tres al tiempo.
Cada loco con su tema. Ya estoy otra vez con mi manía megalómana de ver en todo lo que me ocurre una señal de las alturas. Herminio, Ezequiel y el Barón Siciliano tienen la culpa. Cuando vuelva a Madrid, si es que vuelvo, visitaré a un psiquiatra. Nunca lo he hecho. Puede ser una experiencia divertida.
Era, por lo tanto, inevitable: el desconocido y yo hemos pegado indolentemente la hebra, pero la conversación ha ido en seguida a más, porque de nuevo (y es la segunda vez que me sucede en menos de cuarenta y ocho horas) nos hemos reconocido.
Siempre lo he pensado, a menudo lo he dicho y nunca me cansaré de repetirlo: la vida es el arte del encuentro.
Zacarías viste de blanco, con ropa hindú, y se dedicaba- ¡cómo no!-a servir de guía y de Virgilio a los peregrinos y turistas españoles por el infierno de la ciudad y del resto del país.
Vive, me ha explicado, en un puebluco de la provincia de Guadalajara con un presupuesto de cuatro perras al mes, se gana la vida tocando el sitar [31]-la sitar, dice él, que la (o lo) conoce mejor que yo. Los instrumentos de los ángeles no tienen sexo-en conciertos organizados por las cajas de ahorros y otras instituciones similares con el noble e inconfesado propósito de atontar y guindar a su clientela, tiene mujer y tres criaturas del sexo débil a su cargo, detesta el mundo occidental, fue sucesivamente yupi y jipi (por ese orden), pasó once años de su vida -ahora anda por los cincuenta- ejerciendo la mendicidad sagrada y aprendiendo música clásica hindú en Benarés, levantó luego a pulso-con sus manos, con sus uñas, con su espíritu- la casa de piedra en bruto que hoy le sirve de hogar y a veces, muy de tarde en tarde, cuando ya no le queda un maldito duro en el bolsillo, acepta sin ganas el encargo de remolcar por los vericuetos de cualquier país exótico (preferentemente la India, que es el que mejor conoce y el que más le gusta) a una comitiva de horteras y paniaguados que sólo viajan para sacar fotos, hacer compras y enviar postales.
Y en esta ocasión, por suerte para mí, le ha tocado venir a Israel.
Afinidades más o menos electivas, vidas relativamente paralelas. Zacarías es, como lo soy yo, un superviviente de la Década Prodigiosa.
Nuestra amistad ha estallado instantáneamente, como si los dos hubiéramos pisado al mismo tiempo una mina enterrada en el desierto del Sinaí. Flechazo, cortocircuito, complicidad, simultaneidad. Nos hemos ido a un lugar discreto, hemos liado un par de porros y hemos pasado revista a la existencia, a los seres humanos, a la sociedad, al mundo y a las galaxias. A la hora de comer, tras casi cinco horas de conversación apasionada (y ligeramente pirada), el peso de las circunstancias nos ha separado. El tenía que recoger a sus pupilos en la puerta del Santo Sepulcro para llevárselos en un autobús a Jericó. Van a dormir allí y mañana visitarán el Mar Muerto. Yo había quedado con Jadiya para ir al Santuario del Libro que forma parte del Museo de Israel y en el que se conservan algunos de los trascendentales pergaminos esenios casual o causalmente encontrados por un pastor y contrabandista beduino-se llamaba Mohamed el Lobo- en una cueva de Qumran.
Pero Zacarías y yo nos hemos citado dentro de unos días en la oficina de turismo de la ciudad galilea de Tiberíades. Tengo la corazonada de que ese encuentro va a traer cola. Mi viaje ya no ha sido en vano.
El segundo episodio de esta jornada memorable se inscribe en mi visita al Santuario del Libro: un lugar verdaderamente curioso por obra y gracia de su arquitectura. Tradición y plagio se funden en ella.
Allí, mientras inspeccionaba unas vitrinas, se me ha acercado un individuo de mediana edad y de barbita puntiaguda que parecía un intelectual askenazi de la Praga de entreguerras y que inmediatamente, sin presentarse y sin molestarse en decirme por qué lo hacía, ha querido saber quién era yo, qué buscaba en aquel lugar y por qué me interesaban tanto los documentos protegidos por una gruesa luna de cristal blindado que en ese preciso instante tenía ante los ojos.
El desabrimiento, la agresividad y la chulería de su abordaje-es ésta la palabra que mejor define lo sucedido- me ha desconcertado, primero, y después me ha indignado. ¿Estaba ante un agente de los servicios secretos israelíes al que había llamado la atención la presencia de una muchacha palestina en aquel emporio y tabernáculo del saber judío, y de las señas de identidad del judaísmo, o acaso habían empezado ya, y así, los problemas sobre los que me había puesto en guardia dos días antes el profesor yemenita?
Читать дальше