Se trata de un asunto verdaderamente delicado. ¿Por qué la mafia judía ha hecho mangas y capirotes, sin rubor alguno, y no se ha parado en barras a la hora de conseguir -sabe Dios cómo- que los microfilmes de los manuscritos esenios (depositados casi todos, si no todos, en la Universidad de California) no puedan circular libremente entre los estudiosos? ¿Qué oscuro e inconfesado objeto del deseo justifica el enjuague y a qué viene ese tabú, ese carpetazo, esa extemporánea calificación de top secret, esa dura ley del silencio?
No parece exagerado pensar que el contenido de los rollos del Mar Muerto desautoriza inapelablemente muchas de las patrañas que nos han contado sobre Jesús de Galilea, sobre los orígenes del cristianismo y sobre la historia del pueblo errante. Alguien, algún día, pondrá los cojones sobre la mesa, romperá el círculo hermético y publicará los microfilmes [34]. La verdad siempre se abre camino hacia el corazón.
A lo largo de los tres últimos días he vivido experiencias sagradas verdaderamente imborrables, pero no voy a consignarlas por escrito. Israel es una nación policial en estado de guerra.
Podrían detenerme otra vez.
Llenaré el hueco con lo que mi hermanito de horóscopo escribió hace veinte años a cuento de las comunidades esenias y de su relación con Cristo. Dice así (fotocopié este texto, que suscribo de la cruz a la bola, en la biblioteca de la hospedería de los padres franciscanos): Jesús no recibió la iniciación a los antiguos misterios de labios mitraicos, mazdeistas, órficos o tibetanos.
Faltaban hierofantes de esas religiones en las aldeas palestinas. Muy cerca, en cambio, merodeaban los solitarios del Monte Carmelo y el Mar Muerto, los ebionitas y nazarenos de Cilicia, los terapeutas del Tauro… En una palabra: los esenios, extraños seres que repudiaban el matrimonio (y cuyo número se mantenía estable por los peregrinos que hasta ellos llegaban y no por los hijos engendrados en su seno), depositarios de la verdad hermética, taumaturgos, únicos habitantes de la tierra que -según Plinio-parecían haber alcanzado la felicidad en ella.
Conocían las intimas y esquivas propiedades de las plantas, el significado alquímico de cada piedra o mineral, sus valencias, sus índices mercuriales, sus disolventes, sus márgenes de alotropía, su iridiscencia en noches de plenilunio, el peso metálico de sus almas. Huyan de las ciudades y Vivian cara al desierto en habitaciones de troglodita, comunitariamente, sin esclavos ni leyes ni propiedades. Imponían tres años de oscuras pruebas al neófito que deseaba convertirse en hermano y, cuando ya lo era, le exigían perpetuo silencio sobre lo que había visto, escuchado y aprendido. Su liturgia comprendía ágapes, abluciones, plegarias al amanecer y obligación de llevar vestiduras de lino. Sólo algunos escudriñaban el cielo y se asomaban a las esquinas del porvenir, pero todos podían curar enfermedades físicas y morales. No buscaban adeptos, no los rechazaban. Hermes, Pitágoras y Samuel seguían viviendo en ellos. Meditaban. Miraban sin ver las arrugas y las dentelladas salitrosas del paisaje.
Pasaban meses enteros en el fondo de sus cuevas, rodeados de encausto, cálamo, rodillo, tintero y pergaminos, y allí sus ojos brillaban como cúpulas de antiguos templos que nadie conocía.
Graves y dulces, cultivaban las artes de la paz: eran tejedores, carpinteros, orfebres, músicos, gentes de poda y arado, pero nunca hacían comercio ni forjaban armas. Nómadas de siempre solían concentrarse con talante eternamente provisional alrededor de dos descarnados focos: el lago Moeris, en Egipto, y la aldea de Engaddisen Palestina, junto al Mar Muerto. Ambos lugares pudieron servir de refugio y santuario a Jesús antes de su bautismo en el Jordán. Uno de ellos lo fue de fijo. Años de clausura, de estudio, de ayuno, de mortificación, de gimnasia, de férrea castidad, de alimentos mágicos ingeridos en el curso de hermosas ceremonias. Y por fin, una noche, la mano del mistagogo, su silencio, el paseo hasta el lugar exacto, la bóveda del cielo y la revelación. Termina a.C. el aprendizaje de un cristo. Que nadie busque aclaraciones en los evangelios. Éstos mencionan a todos los grupos religiosos que a la sazón actuaban en aquellos campos, pero ni una sola vez aluden a los esenios. También los apóstoles tenían la boca sellada por una complicidad inquebrantable. Hijos del Hijo de Dios, discípulos de un adepto. Para el curioso hay, sin embargo, caminos de conocimiento e investigación que no obligan a correr la aventura iniciática [35]…
No me sorprende lo que decía Plinio. Yo también sería absolutamente feliz si viviera de esa forma en el corazón de este paisaje. Aunque fuese en una gruta.
Si alguna vez me pierdo (¡ojalá sea pronto y para siempre!), que me busquen aquí.
O mejor aún: que no me busquen en ninguna parte.
Miércoles 25 de abril
¿Fue Jesús un esenio? La lógica responde que sí.
Y la magia, no digamos.
Cuestión de olfato y de sensibilidad: hay un aroma común, una actitud paralela, una sangre compartida.
¿Cabe ignorar lo que el corazón dice? ¿No son acaso, significativos los factores y elementos que concurren en la vida y en la doctrina de Jesús por una parte, y en lo que poco a poco se va averiguando acerca de la comunidad de los esenios por otra?
Veamos: ayuno y abluciones (bautismales o no), desapego material y sentimental en la línea de Buda, distinción entre el reino de la Luz y el de las Tinieblas, elogio del celibato, práctica del ágape, renuncia al derecho de propiedad privada, solidaridad con los humillados y ofendidos curanderismo (en el más noble sentido de la palabra), preocupación escatológica y anuncio del Fin de los Tiempos…
Etcétera.
Creo que Juan el Bautista también perteneció a la comunidad de los esenios y no me parece imposible que Jesús ocupara en ella el cargo de Maestro de Rectitud o de Justicia.
Pero queden, de momento, las espadas en alto.
Algún día-pronto, pero no antes de que El me lo indique- diré lo que pienso, revelaré lo que he averiguado, tiraré de la manta y saldré corriendo hacia cualquier escondrijo inexpugnable.
Jueves 26 de abril
¿Escondrijo inexpugnable? Hoy he visitado la fortaleza de Masada, esclarecido emblema y último bastión histórico de la dignidad judía. Allí se encerraron los zelotas o abertzales de Israel cuando Roma, adelantándose a Hitler, decidió aplicar la solución final a los hebreos y todos los sitiados, menos dos mujeres y cinco niños, prefirieron el harakiri a la rendición. No hay en el mundo pueblo que no tenga su Numancia.
El lugar sobrecoge por su altura, por su entorno, por su belleza y por su historia. En él, y con él, terminó la presencia judía en Palestina.
Hasta las trapisondas de hoy, se sobrentiende que poco o nada tienen que ver con las de entonces.
Y allí, en Masada, junto a la Puerta del Camino de la Serpiente, he reconocido-tercer encuentro carbonario y gibelino del viaje-a un in dividuo de los que no entran dos en docena. ¿Sus señas de identidad? Cordobés de Argentina, iconoclasta, rebelde, ario, mujeriego, viperino, extraordinariamente culto, novelista de cierta fama con seis novelas en su pedigrí-me ha regalado una sobre los nazis refugiados en Paraguay y Bolivia para que mate el tiempo-y embajador de su país en Israel. Tiene tres años más que yo y está pasando unos días en el kibbutz de 'En Gedi.
Viene por aquí, me ha dicho, para descansar y, sobre todo, para fisgar.
Hemos comido juntos y juntos hemos visitado por la tarde el lugar donde alguna vez estuvieron las ciudades de Sodoma y de Gomorra. El embajador quería presentar sus respetos a la señora de Lot y sonsacarla discretamente. Sería, ha insinuado, un buen personaje para urdir en torno a él una novela o, quizá, una tragedia.
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