Fernando Dragó - La prueba del laberinto

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Premio Planeta de Novela 1992
Ésta es una extraordinaria novela que según su propio autor podría titularse, si alguien no le hubiese ya robado el título, La más hermosa historia jamás contada: "Detective español de cincuenta y tres años se ve obligado por los dioses, por la Confederación de Fuerzas del Más Allá y por las circunstancias, a partir en busca de Jesús de Galilea, predicador judío que desapareció misteriosamente en el trigésimo tercer año de nuestra era." No podía encontrarse un tema mayor ni un personaje de interés más hondo y universal: "En su vida hay misterio, viajes, tensión, incertidumbre, emboscadas, buenos y malos, mujeres hermosas y mujeres piadosas, traidores, exotismo, ocultismo, tiranos, luchas políticas y religiosas, entrechocar de espadas, conspiraciones, Reyes Magos, leprosos, prostitutas, adúlteras, amor, dolor, muerte y hasta una resurrección. ¿Qué más se necesita? Están todos los ingredientes de las películas de Indiana Jones." Con estos elementos apasionantes y el talento de uno de los mejores escritores españoles contemporáneos, Fernando Sánchez Dragó ha escrito esta novela, ganadora del Premio Planeta 1992.

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Pero nos hemos perdido en las montañas y no hemos dado con la estatua de sal que perpetúa su memoria.

Volveremos a intentarlo. Palabra de embajador y de tuareg.

Viernes 27 de abril

Anoche escondí la china y el cuaderno (en el que ya sólo figuran las anotaciones de los tres últimos días) debajo de otro pedrusco, subí gateando como un sherpa a la gruta madre de Qumran y pernocté allí. O, mejor dicho, intenté vanamente pernoctar, porqué mi gozo terminó en el pozo de costumbre: volvieron a detenerme, a interrogarme y… Sin comentarios.

Salí indemne del follón, que fue mayúsculo, gracias al embajador de Argentina.

Aquí terminan mis apuntes. A partir de ahora -lo juro- no anotaré en sus páginas ninguna frase coherente y transparente que pueda servir de carnaza a los ojos y las bocas indiscretas. Sólo datos irrelevantes, fechas, topónimos, naderías y gilipolleces, con alguna que otra alusión cifrada y acotación cabalística que me ayude a hacer camino y a refrescar la memoria.

No oculto, sin embargo, mi legítima satisfacción al comprobar que el ejercicio de la literatura entendida como apuesta de libertad y de conocimiento (o de conocimiento en libertad) sigue obligándome -hoy como ayer… Eso, al menos, no ha cambiado-a llevar una vita pericolosa.

Bienvenida sea. Mi crisis existencial y climatérica se está esfumando. Soy otro hombre: el segundo, salvando las distancias, que resucita en Jerusalén. Jaime no me reconocería.

A mí la legión.

Galilea Sábado 28 de abril

Sigue la vita pericolosa. Y más que nunca. ¡Qué fácil es pasárselo bien cuando hay una guerra por medio!

Ayer me lapidaron (sí, me lapidaron… Tómese al pie de la letra) como si fuera una mujer adúltera sometida al peso de la ley coránica. De seguir así, si el crescendo no se interrumpe, pronto me crucificarán. ¡Menuda carrera llevo desde que cogí el boeing de Verónica en Barajas! Tres mujeres (de la tercera no he dicho nada), una zapatiesta en un museo, dos detenciones manu militari, el misterioso y peligroso profesor yemenita, una horda de moros calderonianos persiguiéndome con el alfanje en ristre y un apedreamiento de vitola bíblica. No sé si me olvido de algo. La vida es folclore, Indiana Jones existe y el que no se divierte es porque no se moja el trasero.

Soy un bocazas, pero lo sucedido me obliga a faltar a mi juramento: un lance así no puede quedar sin comentario… Esta vez, de todas formas, no corro riesgos ni hay peligro de indiscreción.

Quienes salen malparados del episodio son los palestinos. Y los palestinos-me apresuro a dejar constancia de que no les guardo rencor alguno- no van a detenerme ni a interrogarme ni a registrarme. No es su estilo, no están para esos trotes y no tienen razones ni medios ni poderes para ello.

Debo reconocer que la culpa es exclusivamente mía y no de mis agresores. Me he ganado la lapidación a pulso por engreído y por cabezota.

¿A quién se le ocurre atravesar-iba camino de Nazaret-los Territorios Ocupados bien sentadito al volante de un jeep de aspecto paramilitar alquilado en una agencia judía de Jerusalén? Un vistoso rótulo bilingüe estampado en las dos portezuelas del coche anunciaba (y denunciaba) a todo bicho viviente el origen, la propiedad y la nacionalidad del vehículo.

La sarracina se ha producido cerca del emporio árabe de Nablus, en un lugar desolado del que prefiero no acordarme. Así olvidaré también mi estúpida bravuconada.

Y eso que los idus de marzo (y los de abril) estaban en alerta roja. Mucha gente me había avisado del riesgo al que me enfrentaba, pero yo -farruco-me encogía de hombros y desoía los consejos y las advertencias. El embajador de Argentina, entre otros, me había pedido que contara hasta diez antes de dar el paso, porque en su opinión -autorizadísima, bien lo sé-estaba a punto de hacer algo realmente muy peligroso, pero ni él ni el resto de mis informadores sabían que ese adjetivo, lejos de disuadirme, me aguijoneaba.

Y tenían razón. Lo he comprendido y lo he admitido al percatarme de que acababa de entrar en territorio cherokee. No era necesario ser muy perspicaz, porque saltaba abrumadoramente a la vista: esqueletos de coches calcinados en las cunetas, miradas torvas y corvas-como gumías- saliendo de la penumbra de los cafetines de la carretera, animales despanzurrados sobre las gibas de la calzada, rebaños, silencios, soledades y omertá de mafiosos sicilianos.

Me había metido hasta el entrecejo en la Palestina profunda.

Y allí, al atravesar un pueblo de calles aparentemente desiertas, zas: el primer cantazo…

Una experiencia que no le deseo a nadie.

Hice lo único que se podía hacer: mirar con asombro hacia la izquierda y hacia la derecha, apearme cautelosamente y examinar los desperfectos causados por la feroz pedrada en la carrocería del coche. El proyectil debía ser de a puño y férreos los músculos del brazo que lo lanzó.

Respiré abdominalmente en ocho acojonados tiempos que no se terminaban nunca y encomendé mi alma a los tres dioses, que probablemente me escucharon, pues no tardó en hacer acto de presencia una patrulla del ejército israelí. La formaban tres chicos muy jóvenes, que me miraron con asombro al comprobar que era extranjero y me preguntaron que si estaba loco. Les dije que sí, se echaron a reír y me explicaron que aquel cochambroso pueblecillo era uno de los santuarios más batalladores de la intifada. Acto seguido se pusieron en contacto con el cuartel por medio de un walkie-talkie y a los dos o tres minutos apareció un jeep expresamente enviado para escoltarme y sacarme del avispero. Respiré hondo, musité una jaculatoria, crucé los dedos, subí al coche y lo puse en marcha. El corazón perdió velocidad, dejó de temblarme el pulso y las rodillas recuperaron parte de su firmeza.

Pero el remedio fue infinitamente peor que la enfermedad. Mis invisibles agresores, al verme protegido por sus verdugos, se multiplicaron y se ensañaron. Decenas de manos anónimas surgieron de todas partes y cada una de ellas escondía una piedra en el puño. El tiroteo fue graneado y certera la puntería. El único cristal del coche que salió milagrosamente indemne fue el del parabrisas. Me sentí ridículo, torpe, maniatado e indefenso. No podía hacer nada, no podía ni siquiera decirles que era español, que venía de la tierra de sus antepasados andalusíes y que mi corazón y mi pluma estaban con ellos. La escolta me acompañó hasta la salida del pueblo y el cabo que la capitaneaba me dijo que hundiese la cabeza entre los hombros y que acelerase, porque aún me quedaban por delante quince kilómetros de territorio en pie de guerra y de intifada en bruto.

Luego me estrechó la mano y me deseó suerte. La tuve, gracias a Dios, porque sólo recibí otra pedrada, ya en la linde del mundo roturado y presuntamente civilizado. Volví a respirar abdominalmente en ocho tiempos y poco a poco fui recuperando la serenidad.

Tomo nota. Ha sido una de las experiencias más duras y menos gratificantes de mi vida de escritor aventurero. Y esta vez sin el consuelo de los turrones de Mira y del decimito para el gordo de navidad. Lo digo porque ni siquiera en Saigón durante la ofensiva del Tet -que desencadenó la fase álgida de la guerra del Vietnam- me sentí tan deshabitado, tan asustado, tan fuera de mi quicio, de mi norte y de mi alma. Es cierto: el mundo se ha vuelto loco. ¿Dónde venden pasajes para volar al territorio de la cordura? De sobra sé que en ninguna parte, pero a pesar de ello me voy allí. Hasta nunca.

Domingo 29 de abril

Paso el día en Nazaret.

Un poblacho. No sé por qué he venido a verlo.

Todo lo que se nos ha dicho sobre este lugar dejado de la mano de Dios (sic) es falso. Pésimas vibraciones. Mezquindad. Intereses creados de, por y para la clerigalla. No busques aquí a Jesús peregrino. Ni lo encontrarás ahora ni estuvo nunca. O, si alguna vez vino, fue de paso. Como yo.

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