Andrea Camilleri - El Miedo De Montalbano

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En esta última entrega de Andrea Camilleri, seis irresistibles narraciones nos devuelven el universo del comisario Montalbano en toda su riqueza y esplendor, para deleite de los lectores adictos a su particular manera de entender la vida. A plena luz del despiadado sol siciliano, con un humor no exento del realismo más implacable, surge un caudal de sentimientos irrefrenables: el odio que provoca una venganza cuyas consecuencias han de durar décadas en Mejor la oscuridad; o los resquemores que despierta en todo el cuerpo de policía de Vigàta el comportamiento aparentemente ingenuo, pero cargado de miradas salvajes, de la joven Grazia Giangrasso, en Herido de muerte. Y para arropar al comisario en su ardua tarea, no faltan los elementos de siempre: los desencuentros telefónicos con su novia Livia, las entrañables broncas con Mimì Augello, la perplejidad que siempre consigue producirle Catarella, el inefable telefonista de la comisaría. En esta ocasión, a los personajes conocidos se añaden otros nuevos, como el formal y distante comandante Verruso, antítesis de un Montalbano que descubrirá, con sorpresa y admiración, la dignidad y valentía con las que su nuevo aliado custodia un terrible secreto. Como es habitual en él, Montalbano aprovecha la resolución de los casos para exponer el contraluz de las cosas, de los acontecimientos y circunstancias que rodean los hechos, como si éstos fueran consecuencia de una condición colectiva, de otros dramas y otros padecimientos largamente sufridos, que escapan al control del individuo. Y todas esas dudas, miedos, tentaciones y contradicciones no hacen más que subrayar, si cabe, la profunda dimensión humana que ha hecho de este personaje el favorito de millones de lectores en todo el mundo.

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– ¿Cómo está?

– Más allí que aquí -contestó la monja como en una infantil poesía, y luego se levantó y abandonó la estancia.

El padre Barbera se inclinó sobre la menuda cabeza.

– ¡Señora Spagnolo! ¡Maria Carmela! Soy el padre Luigi. -Los párpados de la anciana no se abrieron, se limitaron a temblar-. Señora Spagnolo, está aquí la persona que le dije. Puede hablar con él. Ahora yo me retiro. Volveré cuando haya terminado. -Ni siquiera entonces la anciana abrió los ojos; se limitó a asentir levemente con la cabeza. El cura, al pasar junto al comisario, le dijo en un susurro-: Tenga cuidado.

¿Por qué? Al principio el comisario no lo entendió, pero después comprendió perfectamente lo que había querido decir el cura: tenga cuidado porque esta vida pende de un hilillo de nada, de un invisible y fragilísimo hilo de telaraña, y sería suficiente un tono de voz demasiado alto, un leve acceso de tos, para romperlo. Se acercó de puntillas, se sentó cautelosamente en la silla y dijo en voz baja, dirigiéndose más a sí mismo que a la moribunda:

– Aquí estoy, señora.

Le llegó desde el lecho una voz finísima pero muy clara, sin jadeos y sin dolor:

– ¿Usted es…, usted es… la persona indicada?

«La verdad es que no lo sé», sintió deseos de contestar Montalbano, pero consiguió mantener la boca cerrada. ¿Cómo puede decir alguien con absoluta certeza a una persona: «Sí, yo soy la persona indicada para ti»? Sin embargo, a lo mejor la moribunda sólo quería preguntar si era un representante de la ley, alguien que sabría hacer buen uso de lo que pudiera averiguar. La anciana debió de interpretar el silencio del comisario como una respuesta afirmativa, y al final se decidió y, con cierto esfuerzo, movió la cabecita justo lo suficiente, sin abrir en ningún momento los ojos. Montalbano inclinó el tronco hacia la almohada.

– No…, no era…

»Ve… veneno.

»Cristi… na… lo querí…

»Y… yo… se lo di…, pero…

»No era…, no era…

»Veneno.

En medio del silencio absoluto de aquella estancia a la que no llegaban los ruidos ni las voces del exterior, Montalbano percibió una especie de silbido lejano y cercano a un tiempo. Comprendió que la señora Spagnolo había lanzado un profundo suspiro, liberada tal vez de aquel peso que llevaba encima desde hacía tantos años. El comisario esperó a que siguiera hablando, a que dijera algo más, pues lo que había dicho era demasiado poco y él no sabía qué camino seguir para empezar a comprender algo.

– Señora… -dijo muy bajito.

Nada. Seguro que se había quedado dormida, agotada por el esfuerzo. Entonces se levantó muy despacio y abrió la puerta. El padre Barbera no estaba, pero la monja permanecía de pie a cierta distancia sin dejar de mover los labios. Vio al comisario y se le acercó.

– La señora se ha quedado dormida -dijo éste, apartándose un poco.

La monja entró en la habitación, sacó el brazo izquierdo de la anciana de debajo de las mantas y le tomó el pulso. Después le sacó el otro y entrelazó el rosario que llevaba a la cintura en los dedos de la mano de la anciana.

Sólo entonces comprendió el comisario que aquellos gestos significaban que doña Maria Carmela Spagnolo había muerto. Que con aquella especie de silbido no se había librado del peso del secreto, sino del de la vida. Y él no había experimentado ningún miedo. No se había dado cuenta. Tal vez porque no había aparecido ni la solemne sacralidad de la muerte ni su cotidiana, horrenda y televisiva desacralización. Se había producido la muerte, simple y naturalmente.

El padre Barbera se reunió con el comisario cuando éste ya se había fumado dos cigarrillos seguidos.

– ¿Ha visto? Hemos llegado justo a tiempo. -Ya. A tiempo para morder un cebo, sentir el anzuelo en la garganta y tener la certeza de que la liberación resultaría larga y dificultosa. Lo habían pillado a traición. Miró al cura casi con rencor. El otro no pareció notarlo-. ¿Ha podido decirle algo?

– Sí, que lo que le dio a una tal Cristina no era el veneno que ésta quería.

– Coincide -dijo el cura.

– ¿Con qué?

– Quisiera ayudarlo, créame. Pero no puedo.

– Pero yo a usted sí lo he ayudado.

– Usted no es un sacerdote obligado a guardar secreto.

– De acuerdo, de acuerdo -replicó Montalbano subiendo a su automóvil-. Buenos días.

– Espere -dijo el padre Barbera. Sacó de una abertura lateral de la sotana una hoja de papel doblada en cuatro y se la entregó al comisario-. He conseguido que en secretaría me facilitaran todo lo que tenían de la señora. Le he apuntado también mi dirección y mi número de teléfono.

– ¿Sabe si han avisado al sobrino?

– Sí, le han comunicado el fallecimiento. Lo han llamado a Milán. Llegará a Vigàta mañana por la mañana. Si quiere… puedo decirle en qué hotel se hospeda.

El cura quería hacerse perdonar.

Pero el daño ya estaba hecho.

2

Dottori, pido perdón, pero ¿usía no se encuentra bien? ¿Está mareado?

– No. ¿Por qué?

– Pues no sé… Parece que usía está y no está.

Catarella tenía toda la razón. Estaba en el despacho porque hablaba, daba órdenes, razonaba, pero con la cabeza estaba en aquella pulcra y arreglada habitación del tercer piso de la residencia geriátrica, junto al lecho de una nonagenaria moribunda, la cual le había dicho que…

– Oye, Fazio, entra y cierra la puerta. Tengo que contarte una cosa que me ha ocurrido esta mañana.

Cuando el comisario hubo terminado su relato, Fazio lo miró con expresión dubitativa.

– Y, según el cura, ¿qué debería hacer usted?

– Pues empezar a investigar, ver si…

– Pero ¡si ni siquiera sabe cuándo, cómo y dónde ocurrió ese asunto del veneno! ¡Igual es una historia de hace sesenta o setenta años! Y, además, ¿fue un hecho público y notorio o bien un hecho que permaneció encerrado dentro de los muros de la casa de unas personas honradas y del que jamás se supo nada? Hágame caso, dottore: olvídese de ese asunto. Quería decirle a propósito del atraco de ayer que…

– A ver si lo entiendo, Salvo. ¿Tú me has contado esa historia para que te dé un consejo, para saber si debes encargarte o no del caso?

– Exactamente, Mimì.

– Pero ¿por qué quieres darme por culo?

– No te entiendo.

– ¡Tú no quieres que te dé ningún consejo! ¡Tú ya lo has decidido!

– Ah, ¿sí?

– ¡Sí! ¡Cómo no vas a meterte tú en una historia como ésa, que no tiene ni pies ni cabeza! ¡Y que, por si fuera poco, es antigua! ¡Seguro que tendrás que vértelas con gente de hace cien años o poco menos!

– ¿Qué quieres decir?

– ¡Tú disfrutas con esos viajes a través del túnel del tiempo! ¡Te encanta hablar con viejecitos que, a lo mejor, se acuerdan del precio que tenía la mantequilla en mil novecientos doce y, en cambio, han olvidado cómo se llaman! El cura ha sido muy astuto. Ha cortado y cosido un traje perfecto para ti.

– ¿Sabes, Livia? Esta mañana estaba duchándome cuando han llamado a la puerta. He ido a abrir desnudo, tal como estaba, y…

– Perdona, creo que no he entendido bien. ¿Has ido a abrir completamente desnudo?

– Creía que era Catarella.

– ¿Y eso qué importa? ¿Acaso Catarella no es un ser humano?

– ¡Pues claro que lo es!

– Pues entonces, ¿por qué quieres castigar a un ser humano con la contemplación de tu cuerpo desnudo?

– ¿Has dicho castigar?

– Lo he dicho y lo repito. ¿O es que te crees el Apolo del Belvedere?

– Explícate mejor. ¿Quieres decir que la contemplación de mi cuerpo desnudo supone un castigo para ti?

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