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Andrea Camilleri: La Luna De Papel

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Andrea Camilleri La Luna De Papel

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Tal vez porque Salvo Montalbano siente más que nunca la onerosa carga del tiempo sobre sus hombros, el lector asiduo del comisario siciliano lo encontrará más maduro y reflexivo que nunca, aunque no por ello menos dispuesto a desenmascarar la impostura y las trampas con que intentan confundirlo, y, naturalmente, sin renunciar un ápice a su acostumbrada alergia a los mandos superiores y al juez de turno. El nuevo caso de Montalbano, uno de los más turbios a los que se ha enfrentado, arranca con la desaparición de Angelo Pardo, un solitario y enigmático representante de productos farmacéuticos. El posterior hallazgo de su cadáver en circunstancias no precisamente decorosas plantea una cadena de interrogantes sobre el móvil del crimen, por lo que Montalbano centra su atención en las mujeres más cercanas a Angelo: su hermana Michela, una solterona que bajo sus ropas anchas esconde una voluptuosidad que turba a nuestro comisario; y su amante Elena, la joven y bellísima esposa de un viejo profesor. Sus historias se contradicen y Montalbano, que sospecha que ambas ocultan algo, se esfuerza en sacar agua clara de todo ello. Puesta a prueba por enésima vez su fidelidad a Livia, en esta novena entrega Salvo Montalbano se acerca como nunca a la psicología femenina, al tiempo que se rebela contra las primeras manifestaciones del paso del tiempo.

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– Llama. Yo voy abajo.

¿Qué estaba haciendo allí? Total, dentro de poco llegaría el círculo ecuestre al completo, el ministerio público, el forense, la Policía Científica, el nuevo jefe de la brigada móvil Giacovazzo, que se encargaría de la investigación… En caso de que lo necesitaran, ya sabían dónde encontrarlo.

Cuando entró en el dormitorio de matrimonio, Michela estaba incorporada en la cama, tan pálida que hasta daba miedo. Gallo permanecía de pie a dos pasos del lecho.

– Tú ve a la azotea a echarle una mano a Fazio. Yo me quedo aquí.

Lanzando un suspiro de alivio, Gallo se retiró.

– ¿Está muerto?

– Sí.

– ¿Cómo?

– Le pegaron un tiro.

– Oh, Dios mío, Dios mío -exclamó ella, escondiendo el rostro entre las manos. Pero era una mujer fuerte. Bebió un poco de agua de un vaso que evidentemente le había llevado Gallo-. ¿Por qué? -preguntó.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué lo han matado? ¿Por qué?

Montalbano extendió los brazos. Pero Michela tuvo otro pensamiento.

– ¡Mamá! ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se lo digo?

– No se lo diga.

– ¡Pero es que tengo que decírselo!

– Escúcheme. Llámela por teléfono. Dígale que hemos descubierto que Angelo ha sufrido un desagradable accidente de tráfico. Que está ingresado en estado grave. Que usted pasará la noche en el hospital. No le diga cuál. ¿Su madre tiene algún otro familiar?

– Sí, una hermana.

– ¿Vive en Vigàta?

– Sí.

– Llame a su tía y dígale lo mismo. Y pídale que vaya a hacerle compañía a su madre. Ya verá como mañana encuentra la fuerza y las palabras adecuadas para decirle la verdad a su madre.

– Gracias.

Se levantó, y Montalbano la oyó dirigirse al estudio, donde había un teléfono.

Él también abandonó la habitación, se fue al saloncito, se sentó en un sofá y encendió un cigarrillo.

Dottore? ¿Dónde está?

Era Fazio.

– Estoy aquí. ¿Qué hay?

Dottore, ya he dado aviso. Dentro de media hora como máximo estarán aquí. Pero el dottor Giacovazzo no vendrá.

– ¿Y eso?

– Ha hablado con el jefe superior y el jefe superior lo ha dispensado de la obligación. Parece que el dottor Giacovazzo tiene entre manos un asunto delicado. En resumen, que de esta investigación, tatachín, habrá de encargarse usted.

– Muy bien. Cuando lleguen, me llamas.

Oyó que Michela salía del estudio y se encerraba en el cuarto de baño situado entre los dos dormitorios. La oyó regresar al cabo de unos diez minutos. Se había lavado y vestía una bata de mujer. Michela reparó en la mirada del comisario.

– Es mía -explicó-. Algunas veces me quedaba a dormir aquí.

– ¿Ha hablado con su madre?

– Sí. Se lo ha tomado bien, dadas las circunstancias. Y tía Jole ya va para allá. Verá, es que mamá no anda muy bien de la cabeza. Algunas veces está muy lúcida y otras, en cambio, parece como ausente. Cuando se lo he dicho, ha sido como si le hablara de un simple conocido. Mejor así. ¿Le apetece un café?

– No, gracias. Si tuviera un poco de whisky…

– Pues claro. Yo también tomaré.

Salió y regresó con una bandeja con vasos y una botella sin abrir.

– Voy a ver si hay hielo.

– Yo lo bebo solo.

– Yo también.

Si en la azotea no hubiese un muerto por disparo de arma de fuego, la escena habría podido parecer un preludio amoroso. Sólo faltaba la música de fondo. Michela lanzó un profundo suspiro, apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y cerró los ojos. Fue entonces cuando Montalbano decidió descargar el golpe.

– Su hermano murió durante o al final de una relación sexual. O bien de un acto de autoerotismo.

Ella se levantó de un salto, hecha una furia.

– Pero ¿qué dice, imbécil?

Montalbano fingió no oír el insulto.

– ¿De qué se sorprende? Su hermano era un hombre de cuarenta y dos años. Y usted, a pesar de que lo veía casi a diario, me ha dicho que Angelo no tenía amistades femeninas. Pues entonces, le reformulo la pregunta: ¿tenía amistades masculinas?

Fue peor. Michela empezó a estremecerse, extendió un brazo y apuntó con el índice al comisario como con un revólver.

– Usted es un… es un…

– ¿A quién quiere proteger, Michela?

Se dejó caer llorando en el sillón y se cubrió el rostro con las manos.

– Angelo… pobre hermano mío… Angelo mío…

A través de la puerta, que permanecía abierta, se oyó ruido de gente subiendo por la escalera.

– Yo tengo que irme -dijo Montalbano-. Pero usted no se vaya a la cama. Vuelvo dentro de poco y seguimos hablando.

– No.

– Oiga, Michela, no puede negarse. Su hermano ha sido asesinado y nosotros debemos…

– Yo no me niego. He dicho no a que usted vuelva a hacerme preguntas quién sabe cuándo, mientras yo, en cambio, necesito ducharme, tomarme un somnífero e irme a dormir.

– Muy bien. Pero se lo advierto, mañana será un día muy duro para usted. Entre otras cosas, deberá identificar el cadáver.

– Oh, Dios mío, Dios mío. ¿Por qué?

Hacía falta tener más paciencia que un santo con aquella mujer.

– Michela, ¿ha reconocido con toda certeza a su hermano cuando yo he echado la puerta abajo?

– ¿Con toda certeza? Estaba demasiado oscuro. He visto fugazmente, me ha parecido ver su cuerpo en el sillón y…

– Y por consiguiente, no puede afirmar que se trata de su hermano. Teóricamente, yo tampoco podría decirlo. ¿Me explico?

– Sí. -Unos lagrimones le resbalaban por las mejillas. Murmuró algo que el comisario no comprendió.

– ¿Qué ha dicho?

– Elena -repitió con más claridad.

– ¿Quién es?

– Una mujer que mi hermano…

– ¿Por qué quería protegerla?

– Está casada.

– ¿Desde cuándo mantenían una relación?

– Desde hace seis meses, no más.

– ¿Se llevaban bien?

– Angelo me dijo que de vez en cuando se peleaban… Elena era… es muy celosa.

– ¿Usted lo sabe todo acerca de esa mujer: cómo se llama su marido, dónde vive…?

– Sí.

– Dígamelo.

Se lo dijo.

– ¿Usted qué trato mantiene con esa Elena Sclafani?

– La conozco sólo de vista.

– Por tanto, ¿no tiene ninguna razón para comunicarle lo ocurrido a su hermano?

– No.

– Bien. Váyase a dormir. Mañana por la mañana pasaré a recogerla sobre las nueve y media.

3

Alguien debía de haber descubierto dónde estaba el interruptor de las dos bombillas que alumbraban una parte de la azotea, la más cercana al antiguo lavadero. El juez Tommaseo se paseaba arriba y abajo por la zona iluminada, evitando traspasar la frontera de la oscuridad circundante; sentados en la barandilla con sendos cigarrillos había dos hombres con bata blanca: debían de ser los de la ambulancia, esperando a que los autorizaran a recoger el cadáver para llevárselo al depósito.

Fazio y Gallo permanecían de pie cerca de la entrada del cuarto. Habían sacado la puerta de los goznes y la habían apoyado contra la pared. Montalbano vio que el doctor Pasquano había terminado el reconocimiento del cuerpo y se estaba lavando las manos. Parecía más enfurruñado que de costumbre; a lo mejor se había visto obligado a interrumpir la partida de tresillo y brisca que jugaba todos los jueves por la noche.

Tommaseo se acercó al comisario.

– ¿Qué le ha dicho la hermana?

Por lo visto, Fazio le había explicado dónde estaba y qué hacía.

– Nada. No la he interrogado.

– ¿Por qué?

– Jamás me habría permitido hacer tal cosa sin su presencia, dottor Tommaseo.

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