Andrea Camilleri - La Luna De Papel

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Tal vez porque Salvo Montalbano siente más que nunca la onerosa carga del tiempo sobre sus hombros, el lector asiduo del comisario siciliano lo encontrará más maduro y reflexivo que nunca, aunque no por ello menos dispuesto a desenmascarar la impostura y las trampas con que intentan confundirlo, y, naturalmente, sin renunciar un ápice a su acostumbrada alergia a los mandos superiores y al juez de turno.
El nuevo caso de Montalbano, uno de los más turbios a los que se ha enfrentado, arranca con la desaparición de Angelo Pardo, un solitario y enigmático representante de productos farmacéuticos. El posterior hallazgo de su cadáver en circunstancias no precisamente decorosas plantea una cadena de interrogantes sobre el móvil del crimen, por lo que Montalbano centra su atención en las mujeres más cercanas a Angelo: su hermana Michela, una solterona que bajo sus ropas anchas esconde una voluptuosidad que turba a nuestro comisario; y su amante Elena, la joven y bellísima esposa de un viejo profesor. Sus historias se contradicen y Montalbano, que sospecha que ambas ocultan algo, se esfuerza en sacar agua clara de todo ello.
Puesta a prueba por enésima vez su fidelidad a Livia, en esta novena entrega Salvo Montalbano se acerca como nunca a la psicología femenina, al tiempo que se rebela contra las primeras manifestaciones del paso del tiempo.

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– ¿Has ido también al cementerio?

– Sí, señor. Pero no han podido enterrarlo, lo han dejado en el depósito por unos días.

– ¿Por qué?

Dottore, los Pardo tienen un panteón familiar, pero en el momento de introducir el ataúd en la fosa, no han podido. Tenía una tapa demasiado alta y habrán de agrandar la fosa.

Montalbano se quedó pensativo.

– ¿Recuerdas cómo era Angelo Pardo?

– Sí, señor dottore. Aproximadamente un metro setenta y cinco y unos ochenta kilos.

– De lo más normal. ¿Y crees que para un muerto así se necesita un ataúd de tamaño extra?

– No, señor dottore.

– A ver si lo entiendo, Fazio. ¿De dónde ha salido el cortejo?

– De la casa de la madre de Pardo.

– Lo cual significa que desde Montelusa ya lo habían trasladado aquí a Vigàta.

– Sí, señor, lo hicieron anoche.

– Oye, ¿puedes averiguar el nombre de la funeraria?

– Angelo Sorrentino e Hijos.

Montalbano lo miró con los ojos entornados.

– ¿Y cómo es posible que ya lo sepas?

– Porque la cosa no me cuadraba para nada. Aquí dentro, policía no sólo lo es usted, dottore.

– Pues entonces llama a ese Sorrentino, dile que te facilite el nombre de los que se han encargado materialmente del traslado desde Montelusa hasta aquí y después del entierro. A esas personas me las convocas aquí para las tres y media de la tarde.

En Enzo comió ligero, pues no tendría tiempo de dar el habitual paseo digestivo-meditativo por el muelle hasta el faro. Mientras comía, volvió a pensar en la coincidencia de que en el entierro de Angelo hubiera coronas de las familias Nicotra y Di Cristoforo, ambas afectadas también por un luto reciente. Tres personas que en cierto modo mantenían relaciones de amistad habían muerto en menos de una semana. Un momento. Estaba más que demostrado que el senador Nicotra era amigo de Pardo, y había descubierto que Di Cristoforo también era amigo de Pardo, pero ¿Nicotra y Di Cristoforo eran amigos? Pensándolo bien, puede que la situación fuera otra.

Después del desbarajuste de Manos Limpias, Nicotra se había pasado al partido del especulador inmobiliario milanés y había seguido dedicándose a la política, siempre, naturalmente, con el respaldo de la familia Sinagra. Di Cristoforo, ex socialista, se había pasado a un partido de centro contrario al de Nicotra. Y en más de una ocasión lo había atacado más o menos abiertamente por sus relaciones con los Sinagra. Por tanto, la situación era que Di Cristoforo estaba a un lado y Nicotra al otro, y el único punto en común entre ambos era Angelo. No era el triángulo que antes se había imaginado. Pues entonces, ¿qué representaba Angelo Pardo para Nicotra y qué para Di Cristoforo? Teóricamente, si era amigo de éste, no habría podido serlo de aquél. Y viceversa. El amigo de mi enemigo es mi enemigo, salvo que haga algo que resulte beneficioso tanto para los amigos como para los enemigos.

– Yo me llamo Filippu Zocco.

– Y yo Nicola Paparella.

– ¿Sois vosotros los que habéis trasladado los restos de Angelo Pardo desde el depósito de Montelusa?

– Sí, señor -contestaron a coro.

Los dos sepultureros cincuentones iban vestidos con una especie de uniforme: chaqueta cruzada negra, corbata negra, sombrero negro. Parecían dos gánsteres de película americana excesivamente caracterizados.

– ¿Cómo es posible que el ataúd no haya podido entrar?

– ¿Hablo yo o hablas tú? -le preguntó Paparella a Zocco.

– Habla tú.

– La siñura Pardo llamó al jefe, el siñor Sorrentino, que fue a su casa para ponerse de acuerdo sobre el ataúd y los horarios. A las siete de ayer por la tarde fuimos al dipósitu, colocamos el muerto en el ataúd y lo llevamos a la casa de ista siñora Pardo.

– ¿Es la costumbre?

– No, siñor cumisariu. Algunas veces si hace, pero no es costumbre.

– ¿Y cuál es la costumbre?

– Nosotros recogemos el muerto en el dipósitu y lo llivamos directamente a la iglesia donde si celebra el funeral.

– Siga.

– Cuando llegamos, la siñura dijo que el ataúd li parecía bajo. Quería otro que fuera más alto.

– ¿Y era bajo?

– No, siñor comisario. Pero a veces los parientes de los muertos se fijan en chorradas. Sea como fuere, la siñora habló con el jefe por tilífono y se pusieron de acuerdo. Al cabo de media hora llegó otro ataúd qui a la siñura le pareció bien. Entonces sacamos al muerto del primero y lo pusimos en el segundo. Pero la siñura no quiso que lo tapáramos. Dijo que quería velar toda la noche, pero no dilante de la caja cerrada. Nos dijo que volviéramos a las siete de la mañana siguiente para taparlo. Y nos dio cien euros a cada uno por la molestia. Y así lo hicimos. Esta mañana hemos vuelto y lo hemos tapado. Después ha ocurrido que en el ciminterio…

– Ya sé lo ocurrido. Esta mañana, al ir a cerrar la caja, ¿habéis observado algo raro?

– Comisariu, había una cosa rara que no era rara.

– No entiendo.

– A veces los familiares ponen cosas en el ataúd, cosas que li gustaban al muerto cuando vivía.

– ¿Y en este caso concreto?

– En este caso concreto parecía que il muerto casi estuviera medio incorporado.

– ¿O sea?

– La siñura le había colocado una cosa muy grande dibajo de la cabeza y los hombros. Una cosa invuelta en una sábana. En resumen, era como si li hubiera puesto una almohada.

– Una última curiosidad. En el primer ataúd, ¿el muerto habría podido estar en esa posición?

– No -contestaron nuevamente a coro Zocco y Paparella.

17

– ¡Ah, comisario! ¡Pero qué puntual es usted! ¡Tome asiento! -dijo Laganà.

Mientras Montalbano se sentaba, el comandante de los carabineros marcó un número.

– ¿Puedes venir? -dijo y colgó.

– Bueno pues, mi comandante, ¿qué han descubierto? -preguntó el comisario.

– Si no le importa, prefiero que sea mi compañero quien se lo diga, puesto que el mérito es suyo.

Llamaron a la puerta. Vittorio Melluso era la viva imagen de William Faulkner en la época en que le concedieron el Nobel. La misma elegancia de caballero del Sur, la misma sonrisa cortés y distante.

– La clave basada en la colección de canciones ligeras es muy difícil de comprender precisamente porque está concebido de manera muy elemental y creo que para uso personal.

– No he entendido qué significa para uso personal.

Dottore, una clave sirve en general para que dos o tres personas se comuniquen entre sí sin temor a que otras puedan llegar a comprender lo que se dicen. ¿De acuerdo?

– Sí.

– Por consiguiente, de dicha clave se hacen tantas copias como sean necesarias para las personas que han de intercambiar información. ¿Está claro?

– Sí.

– La clave que usted ha encontrado creo que sólo tiene una copia. Sólo le servía a la persona que se la había inventado para codificar unos nombres, los que aparecen en las dos listas que me dio Laganà.

– ¿Ha conseguido comprender algo?

– Pues mire, creo que dos cosas. La primera es que cada apellido corresponde a una cifra, la de la columna de la izquierda. Las cifras están todas compuestas por seis números, mientras que los apellidos, si los contamos letra por letra, tienen longitudes distintas. Eso significa que cada número no corresponde a una letra. Probablemente en el interior de cada cifra haya unos números camuflados.

– ¿O sea?

– Unos números que no sirven para nada o, por lo menos, para desviar la atención. En otras palabras, se trata de una clave dentro de una clave.

– Comprendo. ¿Y la segunda cosa?

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