Fredric Brown - El Caso De La Señora Murphy

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ESTABA TENDIDO en mi cama esa noche con una costilla rota y un trombón roto. La costilla sanaría, pero no el trombón, según decidí.
A ambos los había roto la noche anterior, bajando las escaleras, en camino a una reunión de aficionados: unos cuantos tipos a quienes había conocido y a los que les gustaba juntarse una noche cada dos semanas para producir ruido. La punta del pie tropezó en una rotura de la alfombra de la escalera, agujero que no estaba allí antes, a unos cuantos peldaños de la parte inferior, y me eché en clavado hacia un aterrizaje de tres puntos, el primero de los cuales había sido el extremo de la caja del trombón. Me había cortado la respiración por un momento y me había dolido, pero no mucho peor que cuando uno se lastima un dedo o se golpea el tobillo contra algo. La señora Bardy, la patrona, oyó la caída y llegó corriendo desde su apartamento al fondo del primer piso; llegó y comenzó a ocuparse de mí, como una gallina de sus polluelos, aun antes de que me levantara. Mi primer pensamiento no fue para mí ni para el trombón (yo no me lastimo con facilidad y la caja debía haber protegido al instrumento), sino para el tapete. Alguien pudo haberse roto el cuello a causa de él.

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– Como les parezca – asintió -. Voy a franquearles la salida.

Caminó con nosotros hasta la puerta y oímos el cerrojo que se corría cuando íbamos bajando los tres peldaños hasta la acera. La fortaleza Dolan estaba cerrada por esa noche.

Enderezamos rumbo al Este por la calle desierta.

– ¿Y bien? – inquirió el tío Am.

– Ningún comentario – respondí -. Me siento demasiado cansado para pensar más esta noche.

A la mitad del camino cambié de opinión.

– Tío Am – le dije -, me parece que mejor voy a la oficina esta noche y me traigo las pistolas sin esperar a mañana. Aunque no crea que las necesitemos pronto, prefiero terminar con esto y dormir media hora más una vez que me acueste.

– Bien, chico – y bostezó. Iré contigo si quieres.

– No tiene objeto que vayamos los dos. Vete a dormir.

Asintió con la cabeza sin contestarme, y cuando llegamos a casa no dijimos buenas noches al entrar él y seguir yo a sacar el Buick del garaje. A esa hora de la noche, sin tránsito y con todas las luces en ámbar, apenas me tomó cinco minutos estacionarme enfrente del edificio en donde está nuestra oficina. Subí por las escaleras puesto que el elevador no funcionaba.

A nosotros dos nos gustan los revólveres y odiamos las automáticas, siendo ésa una de las razones por las que no aceptamos las pistolas de Dolan. Con una automática es preciso recordar si tiene o no cartucho en la recámara, comprobar si está puesto el seguro, y nunca se puede asegurar si se va a embalar después del primer disparo. Existen tres probabilidades en las automáticas, y por eso no las aceptamos. Los nuestros son revólveres de cañón corto, treinta y ocho, el mío un Colt Especial y el de él un S &W. Nuestra única diferencia seria de opinión son las fundas: yo la prefiero de axila y él usa una en su cinturón.

Cuando llegué a casa, pensando que el tío Am pudiera estar dormido ya, entré sin hacer el menor ruido. Los resortes de la cama crujieron, al volverse él, y me soltó.

– Hola, muchacho. Me he estado preguntando algo.

– ¿Qué?

– ¿Quién puso l’anguila lectrica, en el desvencijada cestica de la señora Murphy?

– No lo sé – respondí -, pero, ¿quién puso la vaselina en el bote de gasolina de la señora Murphy.

– Vaya que me gusta más tu frase. Especialmente porque tuve que pronunciar a la diabla eléctrica, para lograrla. ¿Todavía te sientes como para no hacer comentarios sobre el tema de Dolan?

– Caray, me parece sería mejor que durmiéramos ahora, no obstante, si tienes algún pensamiento brillante, me gustaría oírlo.

– Lo contrario de un pensamiento brillante, Ed. Todo lo que tengo es la sensación, muy poco brillante, de que hay algo acerca de eso que no me gusta; mas no puedo precisarlo.

– Sé lo que me quieres decir. Consultémoslo con la almohada.

Estaba ya en calzoncillos y me disponía a meterme a la cama y apagar la lamparilla que el tío Am había dejado encendida, cuando me habló una vez más:

– Todavía un momento, Ed.

– ¿Si?

– Tal vez estoy muy cansado para dormir. ¿Cómo te sientes para la última? Si me acuerdo bien, hay algo de whisky en la botella.

– Hay bastante – repuse -. Y, ¡bueno!, también yo la tomaré. – Encendí la luz de arriba y comencé a preparar dos copas -. ¿Y qué me dices de una partidita de gin rummy mientras las bebemos?

Se sentó en la cama como movido por un resorte.

– Si no estás bromeando, ¡magnífico! ¿Qué hora es?

– No estoy bromeando. Saca las cartas y arréglalas mientras yo termino de preparar las copas. La hora será las cuatro y treinta cuando oigas el ruidito del whisky que voy a servir.

– Bueno. Podemos jugar hasta las cinco, poner el despertador a las once y disfrutar de seis horas de sueño. Además de la hora de que dispongamos antes de la excitación. – Salió de la cama y terminó de arreglar la mesita de juego cuando dejó de hablar.

Llevé las copas y cortamos para saber quién daba. Gané, y mientras barajaba, el tío Am continuó:

– Una cosa más acerca del caso Dolan.

– ¿No puede esperar?

– Puede, pero es una idea feliz y no quiero que aguarde. Se trata de dinero. Mencioné a Dolan nuestra tarifa máxima de cien dólares por cabeza. Hasta el sábado, y nos ha contratado hasta entonces, tendremos cuatro días cada uno y eso nos significan ochocientos dolarillos.

– Además de una parte en el operador de Starlock si utilizamos alguno. Con el descuento profesional, Ben Starlock nos dará un buen sabueso por cincuenta, y no lo podemos cobrar por menos de la tarifa de nosotros.

– Hasta sin eso será una estupenda semana de trabajo.

Terminé de repartir las cartas, pero no las recogí.

– Hay una cosa más de la que debemos ocuparnos.

– ¿Cuál?

– Tenemos que firmar con un servicio de respuestas telefónicas. Fíjate en todas las llamadas que pudiéramos perder en estos tres días, puesto que estaremos operando desde aquí y no desde allá.

– Aceptado – murmuró el tío Am -. Haremos los arreglos necesarios el primer día libre. Leo Kahn, en la oficina contigua a la nuestra, tiene servicio de respuestas. Le pediremos que nos informe sobre el asunto. Y, ahora, ¡reparte!

Repartí. Estaba pensando en que esperaba que Molly Czerwinski, o cualquier otro nombre que tuviese de casada, nos llamaría y siguiera llamándonos hasta que lo dejara por la paz. No que el trabajo que nos ofreciera, buscando a un ex marido que le debía un par de miles de dólares, fuese como para causar ninguna excitación; sin embargo, sería muy agradable volverla a ver de nuevo.

Terminamos dos juegos a las cinco, y los gané los dos por un poco más de cuatrocientos dólares. Decidimos dar la noche por terminada; puse el despertador a las once y me metí en la cama. Me dormí en el mismo momento en que apoyé la cabeza en la almohada.

Capítulo 14

Estaba soñando una especie de sueño loco en el que Mike Dolan no era Mike Dolan en absoluto, sino un enano disfrazado como hijo de Dolan, que tenía a Robert Sideco en su nómina de sueldos y conspiraba para robarse la provisión de licores de Sylvia Dolan. Yo los había descubierto, y Robert, vestido con una llamativa bata de seda sobre pijamas todavía más llamativos, me perseguía con un machete; yo corría como un demonio, porque estaba desarmado, por una desierta calle Hurón, pero la costilla rota me dolía y él ganaba terreno y yo podía percibir el ruidito del machete cuando me pasaba como a una pulgada de la espalda y del cuello… Antes de que me tirara otro machetazo, me salvó el repique del despertador.

La costilla me dolía cuanto me senté para impedir que siguiera sonando; quién sabe cómo había estado durmiendo de lado, con la mano bajo las costillas, exacto en el sitio lastimado.

Pregunté al tío Am si estaba despierto, bostezó y me dijo que sí. Con el sueño fresco en la memoria le dije que tenía la solución del caso Dolan y cuál era. Echóse a reír, ya con los pies fuera de la cama, diciéndome:

Ed, vamos a vestirnos aprisa, sin afeitarnos, y a conseguir un par de grandes desayunos. Cuando sepamos algo de Dolan pudiéramos tener que salir de inmediato, sin oportunidad de comer hasta la noche.

Le contesté que me parecía buena idea, y la pusimos en práctica. Regresamos antes de las doce y nos turnamos para que uno se quedara al teléfono y el otro fuera al cuarto de baño, en el corredor, a lavarse y afeitarse. La llamada telefónica no llegó sino hasta las doce y media y ambos estábamos listos para ella.

El tío Am contestó; no teníamos ninguna extensión en el cuarto, por supuesto, así que yo no podía escuchar. El tío Am no dijo más que sí unas cuantas veces y colgó.

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