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Fredric Brown: El Caso De La Señora Murphy

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Fredric Brown El Caso De La Señora Murphy

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ESTABA TENDIDO en mi cama esa noche con una costilla rota y un trombón roto. La costilla sanaría, pero no el trombón, según decidí. A ambos los había roto la noche anterior, bajando las escaleras, en camino a una reunión de aficionados: unos cuantos tipos a quienes había conocido y a los que les gustaba juntarse una noche cada dos semanas para producir ruido. La punta del pie tropezó en una rotura de la alfombra de la escalera, agujero que no estaba allí antes, a unos cuantos peldaños de la parte inferior, y me eché en clavado hacia un aterrizaje de tres puntos, el primero de los cuales había sido el extremo de la caja del trombón. Me había cortado la respiración por un momento y me había dolido, pero no mucho peor que cuando uno se lastima un dedo o se golpea el tobillo contra algo. La señora Bardy, la patrona, oyó la caída y llegó corriendo desde su apartamento al fondo del primer piso; llegó y comenzó a ocuparse de mí, como una gallina de sus polluelos, aun antes de que me levantara. Mi primer pensamiento no fue para mí ni para el trombón (yo no me lastimo con facilidad y la caja debía haber protegido al instrumento), sino para el tapete. Alguien pudo haberse roto el cuello a causa de él.

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Fredric Brown El Caso De La Señora Murphy Título original Mrs Murphys - фото 1

Fredric Brown

El Caso De La Señora Murphy

Título original: Mrs. Murphy’s underpants

Traducción: Carlos Barrera

© 1963 Fredric Brown

© 1966 Editorial Diana, México

Capítulo 1

Estaba tendido en mi cama esa noche con una costilla rota y un trombón roto. La costilla sanaría, pero no el trombón, según decidí.

A ambos los había roto la noche anterior, bajando las escaleras, en camino a una reunión de aficionados: unos cuantos tipos a quienes había conocido y a los que les gustaba juntarse una noche cada dos semanas para producir ruido. La punta del pie tropezó en una rotura de la alfombra de la escalera, agujero que no estaba allí antes, a unos cuantos peldaños de la parte inferior, y me eché en clavado hacia un aterrizaje de tres puntos, el primero de los cuales había sido el extremo de la caja del trombón. Me había cortado la respiración por un momento y me había dolido, pero no mucho peor que cuando uno se lastima un dedo o se golpea el tobillo contra algo. La señora Bardy, la patrona, oyó la caída y llegó corriendo desde su apartamento al fondo del primer piso; llegó y comenzó a ocuparse de mí, como una gallina de sus polluelos, aun antes de que me levantara. Mi primer pensamiento no fue para mí ni para el trombón (yo no me lastimo con facilidad y la caja debía haber protegido al instrumento), sino para el tapete. Alguien pudo haberse roto el cuello a causa de él. El tío Am había oído también, y bajó de nuestra habitación; me dijo que él arreglaría la alfombra y yo me podía ir si estaba seguro de no haberme lastimado. Eso le dio nuevos bríos a la señora Brady, y el único modo como pude escaparme de la casa fue prometerle que me detendría a ver al doctor Yeager, que vivía a unas cuantas puertas de distancia, y dejarle que me examinara antes de proseguir rumbo a la reunión de aficionados. Me hizo desnudar hasta la cintura, empujó con un dedo el sitio en donde le dije que me dolía un poco, y lancé un ¡ay! de dolor. Luego me auscultó, me pidió que tosiera un poco, y me informó que tenía una costilla rota. Me vendó y declaró que no había ninguna razón por la cual no pudiera ir a la sesión a oír, pero que dudaba me sintiera con ánimo de soplar en un instrumento de viento antes de que pasaran dos semanas. Hice una respiración profunda para probar, y decidí que tenía razón. Así que regresé a casa y llamé por teléfono para visar que no iba a la sesión y me puse a jugar gin rummy con el tío Am.

A la mañana siguiente me sentía todavía más dolorido del costado, y el tío Am me convenció de que debía quedarme en casa, dejando que él atendiera la oficina un día por lo menos. No teníamos muchos casos a la mano, por el momento, y en realidad sólo se trataba de aguardar a que llegara alguno. Me prometió telefonearme si se presentaba algo que él no pudiera manejar.

Quizá debiera decirles que mi nombre es Ed Hunter, y que mi tío. Ambrose Hunter, y yo, tenemos una agencia de detectives, privada, con oficina en un edificio de la avenida Wabash precisamente al norte del Loop de Chicago; y que habitamos juntos en la calle Hurón, también en el cercano lado Norte, no muy lejos. No nos estamos haciendo ricos, pero la vamos pasando, y ambos nos llevamos muy bien. Mi tío Am es bajito, regordete y avisado; anda en sus cuarentas y conserva la mayor parte de su cabello y un bigotillo ralo que insisto en repetirle que se lo quite. Yo ando en mis veintes y sigo soltero, aunque me he escapado en una tablita. El tío Am es un solterón empedernido.

Habían pasado veinticuatro horas desde el accidente y me ocupaba de examinar el trombón. Descubrí que había sido demasiado optimista al pensar que, puesto que la caja no estaba dañada, tampoco lo estaría el instrumento. El golpe había zafado la boquilla y el tubo en que se ajusta o en donde se supone que se ajusta. Acaso se pudiera componer; ya lo indagaría pero tenía el presentimiento de que no era posible. Uno piensa en un trombón como algo de metal muy fuerte, pero no en esa parte especial de la boquilla o el tubo en que se ajusta.

Con esto me regreso al sitio en donde empecé; en mi cama, con una costilla rota y un trombón roto. Coloqué el instrumento en la caja y guardé la caja.

Todavía era temprano, no más de las nueve, pero me sentía soñoliento y estudiaba si convenía desnudarme y meterme en la cama en lugar de estar sobre ella. Decidí echarme un sueñecito así como estaba. Cuando el tío Am regresara quizá estuviera de humor para salir a tomar una cerveza, hasta podía telefonearme para saber si no quería ir a encontrarme con él en algún sitio. Con un pequeño parpadeo de una hora o dos, probablemente me apetecería salir, aunque no si eso significaba vestirme de nuevo estando completamente desnudo.

Así que extendí el brazo y apagué la luz; por supuesto, me di cuenta de que no tenía sueño.

No tenía ni la menor idea de cuándo regresaría Am o me telefonearía. Había llamado tarde para decirme que se había presentado un trabajito, uno de seguir a alguien, y estaría trabajando en él. Iba a entrar en acción cuando la sujeto saliera del salón de peinados, después de una cita a las cuatro y treinta, y no perderla de vista hasta que llegara a su casa, ya fuera de inmediato o hasta el día siguiente. Lo único que yo sabía, hasta entonces, era que no se había ido derecho a su casa, si bien podía no tardar mucho.

Me había quedado tendido ahí apenas un minuto o dos, cuando un ruido muy ligero me obligó a abrir los ojos y a dirigirlos hacia la puerta del cuarto. El ruidito parecía haber sido el clic de un apagador, y eso era, porque antes había una rendija de luz bajo la puerta y ahora no estaba. Alguien había apagado la luz del corredor de arriba, lo cual no resultaba lógico porque nadie podía tener ninguna razón legítima para ello. No es foquillo muy brillante y queda encendido toda la noche.

Me enderecé para encender la lámpara que acababa de apagar, pensando que luego revisaría el corredor, y apenas llegaba mi mano al botón, cuando percibí otro ruido que me paró en seco.

Había un sonido débil y cauteloso de movimiento en el corredor, junto a nuestra puerta. Y ésta empezó a abrirse.

Conservé la mano en el botón de la lámpara, pero no le di vuelta. Sería conceder ventaja si lo hacía. Yo había estado en la oscuridad un buen rato y mis propios ojos se habían acostumbrado a ella. Podía ver el dibujo de los muebles, la forma de la puerta que se abría. Distinguiría la silueta, aunque vaga, de quienquiera que entrase. Él, por otra parte, acababa de apagar la luz.

Sin embargo, me asaltó el pensamiento de pánico de que quizá tuviera una pistola, y yo debería intentar ir por la que está en el cajón superior del tocador del tío Am. No portamos armas en la clase de trabajo que hacemos, pero tenemos una para cada uno, en la oficina y otra extra en el cuarto por sí o por no. Bueno, éste bien podía ser el caso de por sí; entonces ¿por qué demontres no se encontraba debajo de mi almohada en lugar de al otro lado del cuarto?

Ya estaba la puerta abierta, alguien entraba y yo a duras penas podía creer lo poco que mis ojos me decían en la penumbra. Era pequeño: un enano o un chiquillo. Si era un niño, no podía tener más de nueve o diez años.

Ahora estaba cerrando la puerta. Luego tentaleaba su camino por la pared de la derecha; yo había tenido razón, por el modo como avanzaba no podía ver tan bien como yo. Lo dejé llegar hasta el tocador (el mío, no el del tío Am con la pistola), y me di cuenta de que no podría abrir la puerta y salir antes de que lo pescar yo; así que apreté el botón.

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