Fredric Brown - El Caso De La Señora Murphy

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ESTABA TENDIDO en mi cama esa noche con una costilla rota y un trombón roto. La costilla sanaría, pero no el trombón, según decidí.
A ambos los había roto la noche anterior, bajando las escaleras, en camino a una reunión de aficionados: unos cuantos tipos a quienes había conocido y a los que les gustaba juntarse una noche cada dos semanas para producir ruido. La punta del pie tropezó en una rotura de la alfombra de la escalera, agujero que no estaba allí antes, a unos cuantos peldaños de la parte inferior, y me eché en clavado hacia un aterrizaje de tres puntos, el primero de los cuales había sido el extremo de la caja del trombón. Me había cortado la respiración por un momento y me había dolido, pero no mucho peor que cuando uno se lastima un dedo o se golpea el tobillo contra algo. La señora Bardy, la patrona, oyó la caída y llegó corriendo desde su apartamento al fondo del primer piso; llegó y comenzó a ocuparse de mí, como una gallina de sus polluelos, aun antes de que me levantara. Mi primer pensamiento no fue para mí ni para el trombón (yo no me lastimo con facilidad y la caja debía haber protegido al instrumento), sino para el tapete. Alguien pudo haberse roto el cuello a causa de él.

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»Ahora bien, vamos a tomarlo por el otro extremo. ¿Cómo sucedió que usted escogiera a Hunter & Hunter? ¿Por casualidad, o de una lista de teléfonos?

– Bueno, sí, de una lista de teléfonos, pero no por casualidad. También en esto entra la geografía, supongo. Me decidí de pronto cuando me encontraba en un bar en State Street cerca de Grand, tomé un directorio y busqué en las páginas comerciales. La dirección de su oficina estaba a pocos pasos de distancia, así que caminé.

– Ésa, es, pues, la única coincidencia: el hecho de que vivamos cerca de usted y que, al hojear las páginas, estuvo a poca distancia del sitio en donde trabajamos.

– ¡Claro! – exclamó iluminándosele el rostro -. El mundo es pequeño. – Sentóse de nuevo y tomó su copa -. ¿Supongo que usted hará parte del trabajo si seguimos con esto?

– Sí, en caso de que siguiéramos con él. Sin embargo, creo que deberíamos renunciar al trabajo de este caso.

Levantó las cejas como interrogándome.

– El mundo es pequeño, demasiado. Como ejemplo: supongamos que yo anduviera siguiendo a la señora Dolan y ella recogiera a Mike en algún sitio. Me reconocería. Es probable que también conozca a mi tío, de vista. Ahora, su hija Ángela es lo bastante curiosa como para interrogar a Mike, y posiblemente lo es, ya sabe que soy un detective. Y sabiendo lo de la escapatoria de Mike esta noche, probablemente usted decida, además, contarlo a su esposa.

Asintió lentamente con un movimiento de cabeza.

– Me figuro que tiene usted razón. ¿Y solamente son ustedes?

– Si y no. Tenemos un arreglo con Ben Starlock; tiene una gran agencia y solíamos trabajar con él antes de establecernos. Cuando tenemos más de lo que podemos manejar, o alguna tarea de la que no seamos capaces, conseguimos operadores con él.

– Me parece que me gusta eso. Me agrada mucho su tío y confío en él. Creo que preferiría que él manejara todo el trabajo aunque ninguno de los dos trabajara abiertamente. Hablaré con él.

– ¿Debo decirle que le telefonee? ¿Es privado este teléfono?

– Éste sí lo es; no el general con extensiones en toda la casa. Éste no aparece en el directorio, pero él tiene el número. Sí, dígale que me llame mañana por la mañana, después de las diez.

– ¿No le iba a llamar a usted esta noche?

– No, a menos que hubiera algo extraordinario. Todavía lo hará, si es que hay. – Sonrióse con un graznido -. Imagino que esta noche todo lo extraordinario está sucediendo en nuestro lado, no en el suyo. Bueno, voy a dar a Mike la oportunidad de que duerma; nada de conferencias o interrogatorios. Tal vez para mañana no sólo se dé cuenta de cuán tonto es lo que pensaba, sino de cuán errónea y tontamente obraba en lo que pensaba hacer. ¿Otra copa?

Le contesté que mejor me retiraba; Dolan oprimió el botón, e hizo que Robert me acompañara para salir.

Tenía de regreso en nuestro cuarto menos de un cuarto de hora, cuanto sonó el teléfono que habíamos puesto para no tener que correr escaleras abajo cada vez que repicaba el del vestíbulo.

El tío Am, por supuesto, ¡ya era tiempo! Descolgué y solté mi frasecita:

– ¿Quién puso la serpiente coralillo en la crema del pastel amarillo de la señora Murphy?

Una voz femenina exclamó sobresaltada:

– ¿Qué?

– Lo siento – murmuré -. Pensé que era una llamada que estaba aguardando. Habla Ed Hunter.

– Yo soy Ángela Dolan, señor Hunter. Nos encontramos apenas hace media hora. Espero que no lo habré molestado.

– En absoluto, señorita Dolan. Estaba aburrido y yo no lo estoy.

– Mike me confió la cosa… terrible que hizo esta noche, y me siento perturbada por ello. Me pregunto si pudiéramos… encontrarnos en alguna parte para tomar una copa y hablar del asunto. O ¿es demasiado tarde?

Eran como las diez. Titubee. Aparentemente Dolan no sabía que su hija me estaba llamando, o simplemente me hubiese rogado que regresara a tomar otra copa en lugar de encontrarme con ella. Y Dolan era, técnicamente, nuestro cliente; ¿había razón alguna para que yo me citara con su hija a espaldas suyas, aun cuando lo que deseaba conversar conmigo no tuviese nada que ver con el trabajo que estábamos haciendo para él? Decidí que sí tenía derecho a hacerlo, lo cual me tomó medio segundo. Le contesté que estaría encantado, ¿debería ir a recogerla? Me contestó que sí, pero que no tocara el timbre. Saldría a la puerta a las diez y cuarenta.

Colgué, y el teléfono tintineo otra vez casi antes lo acabara de soltar. Lo levanté y contesté en esta vez:

– Habla Ed Hunter. – Ahora sí era realmente el tío Am.

– ¡Hola, muchacho! – E inmediatamente -. ¿Quién puso el aceite de croto en el plato de sopa roto de la señora Murphy?

– No está malo, ¡no! – comenté -. ¿Quién puso la mosca hispana en el pastel de manzana de la señora Murphy?

– Creo que el tuyo es superior al mío, Ed. Escúchame. Creo que llegaré a casa muy pronto. Estamos en el Loop, y mi sujeto se ocupa del indigno pasatiempo de tomar café… y con otra dama. Estoy en una cabina telefónica a cuyo través puedo observarlas. Creo que terminarán pronto, y parece que regresaré a casa pronto. Pensé avisarte por si te sentías con ganas de esperarme para una cerveza.

– Gracias – contesté -; pero tengo una oferta mejor. Estoy disponiéndome a salir.

– Bueno. ¿Ha ocurrido algo excitante?

– Nada que pudiera contarte en menos de una hora completa, así que mucho me temo que no lo pueda hacer ahora.

– De acuerdo. Pórtate bien.

Comencé a portarme bien cambiándome de camisa y poniéndome mi mejor corbata.

Pero quizá sería mejor que les explicara el juego de la señora Murphy, que el tío Am y yo habíamos estado practicando durante las dos últimas semanas. Uno de los placeres más sencillos de los pobres es el de pensar versitos de la señora Murphy, con rima y estrambote. «¿Quién puso la benzedrina en la ovaltina de la señora Murphy?»

Empleábamos eso a manera de saludo. Cada uno de nosotros debía presentar el mejor verso sobre la señora Murphy, que hubiera podido pensar, y el otro trataba de mejorarlo. Por lo regular conveníamos en cuál era el mejor; si no nos poníamos de acuerdo lo calificábamos de empate. Haber ganado ahora con»¿Quién puso la mosca hispana en el pastel de manzana de la señora Murphy?» me colocaba; por el momento, con dos de ventaja sobre el tío Am, pero también, a veces él me había llevado esa ventaja.

Mi mejor hasta la fecha era el macabro: «¿Quién puso la cabeza degollada en la cama ya arreglada de la señora Murphy?» y el del tío Am era el ridículo: «¿Quién puso el jabón propio en el periscopio de la señora Murphy?»

Salí en cuanto terminé de cambiarme porque tenía que caminar dos cuadras para sacar el coche del garaje. No habíamos especificado si esperaba que la recogiera en coche o a pie, pero era una noche tibia y hermosa, y quizá la pudiera convencer de que diéramos una vuelta por el lago.

Me acerqué al encintado del frente de la disfrazada mansión del señor Dolan, precisamente a las diez y cuarenta.

Al estar bajando del coche para ir al otro lado a abrir la portezuela de junto a la acera, otro coche – un Chevie convertible me parece que era – se detuvo detrás de nuestro Buick. Una bella mujer, que parecía tener alrededor de treinta años, descendió y se despidió con un ademán de otra mujer que permaneció tras el volante.

– Buenas noches, querida, gracias por haberme traído a casa. – Y se dirigió a la puerta de los Dolan precisamente en el momento en que Ángela salía.

Antes de que el convertible hubiese retrocedido un poco para poder librar mi coche, un auto de alquiler pasó siguiendo la misma dirección. No pude divisar hacia dentro de él, y el tío Am no sacó la cabeza por la ventanilla, pero no necesité verlo par saber lo que estaba sucediendo. La señora Dolan, con su amiga, llegaba a la casa, seguida por el tío Am, en el momento preciso en que Ángela Dolan salía por la puerta y bajaba los escalones para reunirse conmigo.

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