Fredric Brown - El Caso De La Señora Murphy

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ESTABA TENDIDO en mi cama esa noche con una costilla rota y un trombón roto. La costilla sanaría, pero no el trombón, según decidí.
A ambos los había roto la noche anterior, bajando las escaleras, en camino a una reunión de aficionados: unos cuantos tipos a quienes había conocido y a los que les gustaba juntarse una noche cada dos semanas para producir ruido. La punta del pie tropezó en una rotura de la alfombra de la escalera, agujero que no estaba allí antes, a unos cuantos peldaños de la parte inferior, y me eché en clavado hacia un aterrizaje de tres puntos, el primero de los cuales había sido el extremo de la caja del trombón. Me había cortado la respiración por un momento y me había dolido, pero no mucho peor que cuando uno se lastima un dedo o se golpea el tobillo contra algo. La señora Bardy, la patrona, oyó la caída y llegó corriendo desde su apartamento al fondo del primer piso; llegó y comenzó a ocuparse de mí, como una gallina de sus polluelos, aun antes de que me levantara. Mi primer pensamiento no fue para mí ni para el trombón (yo no me lastimo con facilidad y la caja debía haber protegido al instrumento), sino para el tapete. Alguien pudo haberse roto el cuello a causa de él.

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El auto continuó su camino, por supuesto. El tío Am había seguido a su presa hasta el fin, y ahora se encontraba libre. Yo traté de no pensar en lo que estaría pensando de mí en estos instantes. Imposible que no me reconociera, lo mismo que a nuestro automóvil Buick.

Para mi sorpresa, la señora Dolan y Ángela se saludaron con bastante indiferencia, y Ángela se acercó al coche y subió, en tanto que la señora Dolan abría la puerta de entrada y desaparecía sin siquiera lanzar una ojeada curiosa por encima del hombro. Con la misma indiferencia con que se cruzarían la una a la otra al entrar y salir una docena de veces al día. Probablemente lo harían.

El tío Am era el único de nosotros que tal vez estuviera asombrado verdaderamente.

Capítulo 3

Como no se suponía que yo supiera tanto como en realidad sabía de la familia Dolan, le hice una pregunta que parecía natural.

– ¿Tiene usted alguna hermana, señorita Dolan? La mujer que entró no se ve de bastante edad como para ser su madre.

– No lo es, digo, ni mi madre, no de bastante edad. Mi madre murió hace doce años, cuanto yo tenía diez. Papá se casó con Sylvia tres más tarde, y entonces tenía veintidós, lo cual la hace ahora de treinta y un años.

– Nueve mayor que usted, entonces. Sin embargo, de edad suficiente para ser madre de Mike, si calculo bien su edad en ocho.

– Unos cuantos meses menor.

Todavía continuábamos rodando hacia el Este, por Erie.

– Respecto a esa copa – le pregunté -, ¿realmente desea una? Podemos pasearnos un poco mientras hablamos. Es una noche bellísima.

– Muy bien. No, no deseo realmente una copa. Puede ser que más tarde… sino le estoy pidiendo demasiado de su tiempo.

Puede haberlo contestado que dispusiera de mi tiempo toda la noche, si gustaba, pero me pareció demasiado reciente nuestro conocimiento para tal sugerencia. Ni siquiera como broma.

– No tengo ningún compromiso, ni siquiera tengo que ir a trabajar mañana. Mi tiempo le pertenece.

Ella no se dio por aludida, y yo tampoco insistí, sino que seguí manejando en dirección del bulevar Michigan. Mi intención era tomarlo rumbo al Norte y luego ir por el lago.

Me sentí satisfecho nada más con rodar un rato. No quería mover el tema de la aventurita de Mike sino hasta que ella lo hiciera. El telefonazo había sido de ella y también esta cita; yo no la llamé. Deseaba que iniciara la conversación a su modo, para ver qué sesgo le daba; específicamente, cuál era su interés. Ella me tendría que sonsacar, lo cual me daría oportunidad de hacerle alguna pregunta casual entre mis contestaciones.

Por otra parte yo disponía de toda la noche, y no me importaba que siguiéramos adelante, hasta Milwaukee, antes de que mencionáramos a su hermano menor. No la he descrito, excepto en lo del cabello negro, no ser enjuta, y en suponerla de veinte años, en lo cual erré por dos. Bueno: era alta para mujer, delgada aunque no mucho con grandes ojos castaños, y ese cutis perfecto, blanco de leche, que lo mejor de las jóvenes irlandesas poseen sin importar si son lecheras o princesas.

Ed, me advertí, no te dejes llevar tan aprisa. Ésta es una princesa irlandesa y no una lechera, en cuanto a que probablemente se pueda gastar más dinero en kleenex y nylons de lo que yo gano. Limpio y sucio el dinero de Dolan, de seguro había mucho. El solo vestido blanco de lana que ahora llevaba puesto, podía haber costado más dinero del que los dos Hunter ganaban en una semana.

Seguimos rodando. Sin importar la razón, también ella debe haberse sentido renuente a iniciar la conversación, por lo menos acerca del asunto para el cual deseaba verme. Cuando por fin rompió los minutos de silencio, fue por el lado izquierdo.

– No es asunto que me incumba, señor Hunter, sin embargo, me siento curiosa. Cuando lo llamé, levantó el teléfono y me dijo algo que no comprendí; luego me explicó que pensaba que la llamada era de alguien a quien usted conocía. Fue algo muy chistoso, algo respecto a una serpiente coralillo y a un pastel amarillo. Si no es un secreto…

Me eché a reír y le conté exactamente lo que había sido y lo del juego de la señora Murphy y cómo el tío Am y yo lo habíamos estado practicando, citándole algunas de las mejores frases.

La joven rió y le agradó el jueguito.

– Permítame pensar en alguna… No, no me lo permita ahora. Hay otras cosas más importantes en qué reflexionar.

»Ed… voy a dejar de llamarlo señor Hunter y será mejor que usted empiece a llamarme Ángela. O Angie, si lo prefiere…

– No lo prefiero – repuse -. Creo que Ángela es un nombre muy bonito, Ángela.

– ¿Cómo actuó Mike cuando lo atrapó esta noche en su cuarto?

– Bastante normal para un chico a quien han pescado con la mano en el frasco de la mermelada. Asustado al principio, luego un poco desafiante, y después no muy satisfecho, pero aceptando lo inevitable cuando se dio cuenta de que lo iba a llevar a su casa a encararse con la música.

– ¿No diría que estuviese perturbado síquicamente?

– No, no… espere, Ángela, vamos a empezar esto por el otro extremo. Ya oí la versión de Mike dos veces esta noche; cuando se la saqué en pedazos y luego cuando la contó a su padre. Dígame exactamente qué le confió a usted cuando lo llevó para el otro piso, y permítame ver si añadió o quitó algo.

No lo había hecho. Si el chico no estaba contando una historia completamente verídica, tenía una excelente memoria; y eso fue lo que le expliqué.

– Ed, una cosa antes que la olvide. Una de las razones por la que deseaba conversar con usted… ¿Tiene una pistola en su habitación?

– Le dije a Mike que no. En realidad sí hay una, bastante vieja. Guardamos nuestras armas en la oficina.

– Mike puede no haberle creído. Por si le vuelve una idea semejante, y esperemos que no suceda, ¿quiere llevársela a la oficina?

– Mañana mismo, se lo prometo.

– Gracias, Ed. ¿No cree que haya alguna probabilidad de que lo intente de nuevo esta noche? Por supuesto, no sabe que esté usted ausente, pero…

– Mi tío ya está allá ahora. Tiene el sueño más ligero que yo. Por otra parte… no. Esté o no Mike convencido todavía de que esa conversación era un sueño, no se le ocurriría intentar otra vez la misma cosa, en el mismo sitio, esta noche.

Ya estábamos en el Drive en esos momentos, en dirección al Norte, a lo largo del lago. No había mucho tránsito, ni tampoco me molestaba, porque no estaba tratando de ganar tiempo.

– ¿Puedo hacerle algunas preguntas?. Si cualquiera resulta demasiado personal, avíseme.

– Muy bien, Ed. Pregunte.

– No sé si tiene otros hermanos además de Mike.

– Ésa es fácil. No.

– Entonces, sin contar a los sirvientes de los que hablaremos después, sólo cuatro personas viven en esa mansión: el señor y la señora Dolan, usted y Mike.

– Correcto.

– ¿Quién era el tipo guapo, el Adonis de cabellos rubios que me franqueó la entrada esta noche? No me pareció un sirviente.

– No lo es, si bien trabaja para papá. Algo intermedio entre su mano derecha y su mensajero; o más bien ambas cosas. Está en la casa con frecuencia, pero no vive allí. Su nombre es George Steck.

– Hasta las gentes que van con frecuencia no abren la puerta de en una casa llena de sirvientes. ¿Cómo sucedió eso?

– Ya se estaba yendo cuando usted tocó el timbre. Se fue cuando hablaba en el estudio con papá y con Mike.

Titubee, porque la siguiente pregunta que surgía en mi mente era una que no podía justificar tuviera algo que ver con el incidente de Mike. Debe haberla adivinado.

– Es guapo, ¿verdad? Sin embargo, si se está preguntando si siento alguna inclinación hacia él, la respuesta es que la sentí, ligera, hace tres años, cuando comenzó a trabajar para papá. Pero papá se opuso a ello, con firmeza, y se me pasó pronto. No, papá no está pretendiendo casarme con alguien de la sociedad, no es un arribista en esa dirección. Tampoco permitiría que me casara con nadie metido en el hampa, aunque él sí lo esté. – Echóse a reír con cierta sorna -. En cuanto a George, sabe que perdería su empleo, y probablemente no conseguiría otro en Chicago, si se atreviera a verme de cierto modo. Así que no lo hace; es ambicioso.

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