Fredric Brown - El Caso De La Señora Murphy

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ESTABA TENDIDO en mi cama esa noche con una costilla rota y un trombón roto. La costilla sanaría, pero no el trombón, según decidí.
A ambos los había roto la noche anterior, bajando las escaleras, en camino a una reunión de aficionados: unos cuantos tipos a quienes había conocido y a los que les gustaba juntarse una noche cada dos semanas para producir ruido. La punta del pie tropezó en una rotura de la alfombra de la escalera, agujero que no estaba allí antes, a unos cuantos peldaños de la parte inferior, y me eché en clavado hacia un aterrizaje de tres puntos, el primero de los cuales había sido el extremo de la caja del trombón. Me había cortado la respiración por un momento y me había dolido, pero no mucho peor que cuando uno se lastima un dedo o se golpea el tobillo contra algo. La señora Bardy, la patrona, oyó la caída y llegó corriendo desde su apartamento al fondo del primer piso; llegó y comenzó a ocuparse de mí, como una gallina de sus polluelos, aun antes de que me levantara. Mi primer pensamiento no fue para mí ni para el trombón (yo no me lastimo con facilidad y la caja debía haber protegido al instrumento), sino para el tapete. Alguien pudo haberse roto el cuello a causa de él.

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– Sí, supongo que ésa es una sola pregunta – repuse con calma – no obstante, resulta muy complicada. Permítame meditar un momento.

Pensé un momento. Lo que me estaba preguntando realmente, era si la reacción de Mike a su pesadilla o fantasía, o lo que fuese, había sido un acto de cordura.

Y, ¡maldita sea, no lo había sido! Ni siquiera para uno que casi contaba ocho años de edad. Su reacción no había sido normal, aunque realmente hubiera escuchado la conversación que nos contó.

Los niños tienen fantasías, por supuesto; juegan a los ladrones y a los policías, pero un chico normal, ¿llegaría al extremo de robar una pistola a un extraño? ¡No!

Algo había mal en el cuadro. Algo estaba mal en el cuadro.

Como quiera que se le diera énfasis, era verdad.

Y había sido con la esperanza de hallar algún indicio, que había preguntado a Angie tantas veces acerca de su familia y sus relaciones. El padre de Mike, su madre, su hermana… Seguramente Mike hubiese confiado en alguno de ellos.

– Ed, no tiene usted para qué contestarme. Ya me ha contestado al no hacerlo inmediatamente.

– Mucho me temo que sí, Ángela – repuse -. Pero me figuro que sea lo que fuere, su padre lo descubrirá y hará algo al respecto. La ventaja es que él, su padre, sea tan inteligente. Ahora mismo estará reflexionando en el mismo sentido que nosotros, y se encuentra en la mejor posición para charlar con Mike y averiguar lo que haya. Y hará algo, si se necesita.

– ¿Me quieres decir como… recurrir a la terapéutica?

– Me lo imagino, si decide que sea indispensable. ¿Ha hecho Mike, en alguna ocasión anterior algo que parezca anormal para su edad?

– No, nunca. Por lo menos, que yo sepa. No estoy en casa doto el tiempo. La mayor parte, sí, a últimas fechas. Pero estuve en una escuela, fuera de la ciudad, durante dos años, cuando Mike tenía cuatro o cinco.

– ¿A qué escuela va él? ¿Privada?

– No, pública. Sus calificaciones son buenas, así como su conducta; nada espectacular, pero bastante arriba del promedio. No es retardado en ningún sentido.

– En verdad que no produce esa impresión – asentí -. Parece bastante brillante para su edad. Pienso realmente, Ángela, que su padre manejará las cosas debidamente. Si hubiese reaccionado haciendo el asunto a un lado o figurándose que lo podía arreglar con una sesión en el sótano, entonces sí pudiera usted preocuparse.

– Gracias, Ed – suspiró -. Creo que ésa es una respuesta tan buena como cualquiera que me hubiese dado. Dígame algo de usted.

Eso era cosa fácil, y me encontré confiándole mi vida y la del tío Am, y cómo nos asociamos y nos convertimos en detectives.

No entré en detalles o casos específicos, y no me llevó mucho tiempo decírselo; después de eso nos quedamos sentados muy quietos, contemplando el lago. Había una luna espléndida que proyectaba suficiente luz para platear el agua y hacerla misteriosa. Podíamos ver hasta el pequeño oleaje, manso.

Y manso y suave fue el beso que, sin premeditación, me encontré que le estaba dando. Ni siquiera me acuerdo de haberlo comenzado.

Luego sus labios me movieron bajo los míos, y con su mano tras mi cabeza me empujó, y el beso estalló. Las cosas acontecen de pronto, como ésa, alguna vez en mucho tiempo. De súbito supe que ella me deseaba con tanta ansia como yo a ella, y nos abrazamos hasta que, con un pequeño ahogo de dolor, me retiré.

– Ed, ¿qué…?

Mi voz estaba temblorosa, pero no por el dolor; ése había sido agudo, aunque breve, cuando había puesto la mano encima de la rotura; entonces le conté lo que le pasó a mi costilla.

– Oh, Ed, lamento haberte lastimado. Tendré cuidado.

Y lo tuvo cuando la besé otra vez. Seguía con la mano tras mi cabeza o alrededor de mis hombros, excepto cuando le toqué el seno la primera vez, para oprimir más la mía contra ella.

– Ed, te deseo – murmuró tras unos instantes -. ¿Nos atrevemos…?

Le contesté que no era seguro. Los policías visitaban con demasiada frecuencia aquel lugar de estacionamiento, en busca de gente precisamente como nosotros. Pero a un par de kilómetros más lejos, hacia el Norte, comenzaba una fila de moteles… Así que fuimos al más cercano y allí nos quedamos.

Estuvo maravillosamente gentil y no me dolió la costilla rota. No mucho.

Regresamos por el camino que llegamos, y todo era lo mismo aparentemente, o casi lo mismo. Ella estaba sentada un poco más cerca. Rodábamos un poco más aprisa, y entonces se me ocurrió que acaso no importara a qué hora llegaba a la casa; le pregunté.

– Es la una y minutos – le dije consultando mi reloj -. ¿Será demasiado tarde, o nos detenemos a tomar una copa o dos?

– Una, tal vez. Otra media hora no importa.

Así que me desvié del Drive hacia la casa de Clark, y me fui al Sur, más allá de Bughouse Square. En unas cuantas cuadras entre ella y Hurón hay muchos bares, pero la mayoría de ellos son ruidosos y de mala fama. Luego divisé «El Gato Verde», me acordé que era uno de los menos escandalosos, y comencé a buscar sitio en donde estacionarme. A media cuadra hallé uno y regresamos caminando.

«El Gato Verde» no tenía mucha gente. Buscamos un lugar discreto y la mesera en turno se acercó a tomar nuestro pedido. No hablamos de Mike mientras bebíamos. Decidió no aceptar la segundo, y la lleve a su casa. En el camino le dije:

– Ángela, esto puede no suceder, porque probablemente no volveré a saber nada de tu padre. Sin embargo, si aconteciera, debo saber lo siguiente: ¿le vas a contar nuestra conversación de esta noche?

– Creo… creo que no, Ed. No deseo que sepa que estuve tan preocupada acerca de Mike. Ya tiene bastantes preocupaciones.

– Perfecto – aprobé. Acerqué el Buick a la acera y salí para abrir la portezuela.

– Gracias, Ed, de nuevo. Sería mejor que no vengas a la puerta. Es tan tarde que mejor me meto de golpe.

No era más que un trecho de diez metros, pero decidí quedarme hasta ver que estaba a salvo. Dio dos pasos y se volvió.

– Oh, Ed. Una última pregunta que por poco se me olvida.

– Dispáramela.

– ¿Quién metió con toda inquina la mula muerta en la piscina de la señora Murphy?

Y echó a correr. Aunque hubiera tenido una frase de la señora Murphy en la punta de la lengua, hubiese tenido que vociferársela. Así que me limité a cuidarla con la vista hasta que desapareció, y después regresé al Buick para encaminarme al garaje.

El tío Am estaba todavía despierto, bien despierto.

– ¡Por amor de Dios! muchacho – me soltó aun antes de que cerrara la puerta -, iba siguiendo a una sospechosa a su casa, sin que tú supieras por quién andaba trabajando, ¡y allí estás tú disponiéndote a salir con su hija, de paseo! ¿Qué clase de coincidencia loca es ésa?

– Más loca que coincidencia – repuse -. Quiero decir, lo de la coincidencia se puede explicar. Además, era la hijastra de tu parte interesada.

– Se me ocurrió que pudiera ser, por sus edades. Pero, ¿qué pasó? Me he estado mordiendo las uñas. – Encendió la luz de la cabecera para que pudiera yo ver mejor en dónde colgar las ropas que había empezado a quitarme -. Cuéntamelo ya.

– Todo comenzó hará cosa de cinco horas, con un trombón roto.

– ¿Me quieres decir que se rompió cuanto te caíste?

– Lo doblé, sí. No sé si se podrá arreglar o no. Pero no se lo digas a la señora Brady.

– ¿Qué tiene ella que ver con ello?

– No debí de haber mencionado el trombón – suspiré -; pero supuesto que lo hice, concluyamos con él. Si le decimos a la señora Brady, va a insistir en que debe pagarlo. Legalmente, sí. El alfombrado estaba roto. ¿No insistió en que dijera al doctor Yeager que pusiera lo que me cobrara en su cuenta?

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