Le contesté que me quedaría para comer con él; que había pensado en una llamada que me agradaría hacer. Probablemente no conduciría a nada, pero no perjudicaba intentarla.
Llamé al capitán Brandt a la inspección general de policía. Le dije quién era, y le rogué que se consultaran dos nombres en los archivos para ver si tenía algún expediente cualquiera de ellos. Le manifesté que era en relación con el caso Dolan, razón por la cual no deseaba solicitar informes en la forma acostumbrada.
– ¡Seguro! – me contestó -. ¿Trabajan para Dolan?
– Sí, como sirvientes. Los estamos investigando. Elsie Aykers y Robert Sideco. Doncella de servicio y mocito.
Le di el número de nuestro teléfono y me dijo que llamaría en cuanto tuviera algún informe.
El tío Am tenía ya las cartas en la mano y la parte superior del escritorio desocupada cuando entré en su despacho. Siempre lo usábamos para nuestras partidas, de modo que, si un cliente entraba, no nos sorprendiera jugando.
Terminamos apenas una mano, cuando el teléfono repicó. Era Brandt y había hecho que se consultaran los nombres. No había ningún expediente acerca de Elsie Aykers, lo cual no me sorprendió, pero sí una acusación en contra de Sideco.
Hacía diez años, época en que había dado su edad como diecinueve, lo había aprehendido por portar armas ocultas, después de una zacapela en el South Side. El escándalo había sido entre una pandilla de jóvenes negros y otra de muchachos puertorriqueños, mexicanos y filipinos, la mayor parte quinceañeros. El pleito había terminado cuando llegó la policía, pero se llevaron a unos lastimados y a otros que vagaban por el contorno. Sideco se encontró en la redada y llevaba una navaja dos pulgadas más larga de lo que la ley permite. Por ser primera ofensa, se le dio una sentencia, suspendida, de tres meses. Después de eso, no lo habían arrestado nunca.
– Dolan va a venir a verme a las cuatro – concluyó – y le pasaré datos a él, por lo que le valgan, aunque no parezcan mucho. ¿Quiere que lo llame a usted?
– No, a menos que él lo desee por alguna razón – repuse -. Le puede decir que Am y yo estamos en la oficina, por si acaso nos necesitare.
Dolan no nos llamó, lo cual significaba que no había nuevos acontecimientos. En el gin conservé mi ventaja, y por un momento pareció como si fuéramos a disfrutar de una noche de paseo por cuenta del tío Am; una vez llegué hasta novecientos veintitantos dólares, y otro juego me habría hecho pasar la línea. Pero perdí los otros dos siguientes antes de ganar otro, y cuando dejamos de jugar a las cinco y media, para irnos al «Irlandés», le llevaba ganados setecientos dólares. Se trata de un restaurante viejo y de un vecindario pésimo, o sea el nuestro, aunque uno de los mejores en el Medio Oeste para toda clase de mariscos.
Resultaba más fácil dejar el Buick en el garaje y caminar unas cuantas cuadras hasta el restaurante, que buscar sitio en donde estacionarlo en la calle Clark, así que eso hicimos. Tomamos una buena cena, y unos cuantos minutos antes de las seis y cuarenta y cinco, pagamos la cuenta y salimos a esperar a Harry Main. Llegó al minuto, el tío Am subió en el auto y yo me dirigí a la casa deteniéndome en una droguería para comprar alguna novelilla.
Al llegar decidí llamar a Dolan para que supiera que estaría en mi cuarto toda la noche, por si se le ocurría algo; luego me percaté de que eran las siete, y, de acuerdo con el programa, estaría despidiendo a Elsie Aykers en ese preciso instante. Esperé, por tanto, hasta las siete y media para llamarlo, pero no recibí ninguna respuesta. Llamé entonces por el número de la lista. Robert me contestó y me comunicó con Dolan.
Le dije que deseaba decirle una o dos cosas, nada de importancia, aunque hablaríamos con mayor libertad si se iba a su estudio y me llamaba de ahí.
– Si está en su casa, Ed, ¿por qué no viene para acá?
Dolan me estaba esperando en la puerta y me franqueó la entrada; advertí que tuvo que quitarle el cerrojo, y después de que entré lo volvió a echar.
– Nueva regla de la casa – me informó -, hasta que cambie las cerraduras, lo que no he tenido tiempo de hacer todavía. Hasta tras de mí se corre el cerrojo cuando salgo. Nadie sale sin que alguien lo acompañe para cerrar bien la puerta.
Fuimos a su estudio y me preguntó si deseaba una copa; no la acepté. Le pregunté si se había ido Elsie y asintió.
– Hablé con ella y se fue a las siete. Era la primera vez que hablaba realmente con ella y pareció ser una buena muchacha; tomó todo con ecuanimidad y me dijo que comprendía; me dio las gracias por las dos semanas de aviso. Me apenó un poco hacerlo, pero haber «perdido» sus llaves en ese tiempo precisamente, no justificaba correr el riesgo de que siguiera con nosotros.
– Mi creencia – le contesté -, por lo que valga, es a favor de su honradez; o perdió esas llaves o se las robaron de la bolsa sin que lo supiera, ¿Podrían habérselas quitado fuera de la casa?
– De acuerdo con su versión, sí. Parece que la última vez que está segura de que las tenía fue el sábado último. La señora Anderson la envió a un mandado entonces, y usó su llave para entrar cuando volvió. La única vez que salió después fue el lunes, todo el día. Cuando regresaba esa noche, Mike venía delante de ella, de ver una película en el barrio, y utilizó su llave, con lo que no tuvo que buscar la suya. Entonces, si está diciendo la verdad, sus llaves se le pudieron perder o le fueron robadas cualquier día después del sábado, y fuera de la casa, el lunes.
– ¿Pidió por teléfono un coche cuando se fue?
– No. Imagino que caminó hasta la calle Clark y tomó allí el autobús.
Eso es lo que el tío Am se debe haber figurado, sabía yo, y habría conservado su auto usándolo para seguir al autobús que tomara. Lo cual es mucho mejor técnica que despedir a Harry y subir al mismo autobús.
Le conté lo que había hecho esa tarde, mi visita a la agencia de empleos, mi breve conversación con el padre de Elsie y cuán exactamente se comprobaban sus referencia. Le pregunté entonces si Brandt le había informado de mi llamada y del expediente de Robert.
– Lo cual no me preocupa – me contestó asintiendo -. Cuerno, también yo andaba con una navajota en mis quince. En el barrio en que crecí había que hacerlo porque todos los demás andaban armados.
– Yo diría que ese expediente es un factor positivo para limpiarlo de culpa.
– ¿Cómo, Ed?
– Si le dieron una sentencia, suspendida, quiere decir que le tomaron las huellas dactilares. Lo cual a su vez denota que no puede tener ningún expediente bajo ningún otro nombre, o sus huellas se hubieran comparado.
– Buen razonamiento; a mí no se me hubiese ocurrido. Bueno… ¿todavía alguna pregunta mientras estamos hablando? No hay prisa, pero tengo que salir durante unas horas.
– Hay algo que nunca hemos tomado en cuenta. El punto del cui bono, es decir, ¿quién se beneficiaría directamente con su muerte? Supongo que tiene hecho testamento. Fuera de su familia, ¿no hay a quien se mencione con alguna suma importante?
– Importante, no. La señora Anderson se beneficia con cinco mil, no más de lo que le correspondería por diez años de servicios. A Robert lo tengo apuntado con mil. Ninguno de ellos lo sabe. Fuera de eso… será mejor que se lo diga. Firmé un nuevo testamento hace apenas seis meses, Ed, y es muy complicado. Tenía que serlo porque deseaba proteger a Mike en contra de la posibilidad de que Sylvia se hundiera en el alcoholismo, en cuyo caso no desearía que ella continuara con su custodia.
»Mi abogado y yo, y él es el ejecutor testamentario, redactamos el documento en esta forma. Se estableció un fondo que dará a Sylvia doscientos a la semana durante toda su vida, pase lo que pase. El resto se divide por partes iguales entre Ángela y Mike. Ángela recibiría la suya en una suma total. La porción de Mike está constituida por un fondo que le pagará una renta hasta que cumpla veintiún años, y entonces se le entregará. Mientras Sylvia conserve la custodia de él, tendrá el control de la renta; si se hunde en la bebida o por alguna otra razón resulta inadecuada como madre, el abogado entablará juicio en nombre de Ángela para que se quite la custodia a Sylvia y se le entregue a Ángela.
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