Fredric Brown - El Caso De La Señora Murphy

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ESTABA TENDIDO en mi cama esa noche con una costilla rota y un trombón roto. La costilla sanaría, pero no el trombón, según decidí.
A ambos los había roto la noche anterior, bajando las escaleras, en camino a una reunión de aficionados: unos cuantos tipos a quienes había conocido y a los que les gustaba juntarse una noche cada dos semanas para producir ruido. La punta del pie tropezó en una rotura de la alfombra de la escalera, agujero que no estaba allí antes, a unos cuantos peldaños de la parte inferior, y me eché en clavado hacia un aterrizaje de tres puntos, el primero de los cuales había sido el extremo de la caja del trombón. Me había cortado la respiración por un momento y me había dolido, pero no mucho peor que cuando uno se lastima un dedo o se golpea el tobillo contra algo. La señora Bardy, la patrona, oyó la caída y llegó corriendo desde su apartamento al fondo del primer piso; llegó y comenzó a ocuparse de mí, como una gallina de sus polluelos, aun antes de que me levantara. Mi primer pensamiento no fue para mí ni para el trombón (yo no me lastimo con facilidad y la caja debía haber protegido al instrumento), sino para el tapete. Alguien pudo haberse roto el cuello a causa de él.

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– Entonces, ¿ésta no es su oficina de negocios?

– No, tengo mis oficinas, un apartamento, en el Loop. Y antes de que me lo pregunte, sí, el dinero que había en la caja fuerte, allí está todavía. La abrí y lo comprobé después de que hice mis llamadas telefónicas mientras ustedes venían para acá.

– ¿Ha comprobado usted si falta algo que sea valioso? Pudiera ser que no supieran cómo habérselas con un cofre.

– Sylvia y Ángela tienen pieles y algunas alhajas. No pueden haberse llevado nada de Ángela porque despertó cuando entraron a su habitación. Eché una mirada al armario de Sylvia y a su alhajero, cuando andaba registrando allá arriba. Todo está bien. Si hubiesen entrado en su cuarto en lugar del de Ángela, se podían haber aprovechado. No despertó ni cuando encendí la luz.

Se rió con un graznidito falto de gracia.

– Si eran, como usted lo dice, ladrones en el sentido ordinario, debieron ser un par de estúpidos. No me convencen.

– ¿Lo convencería la posibilidad de que fueran secuestradores en busca de Mike? Sé que eso no encaja con la conversación que escuchó, pero déjela a un lado por un minuto. Todo el dinero y las alhajas en la casa habrían sido cacahuates comparado con lo que habría usted pagado por recuperarlo.

– Hubiera pagado lo mismo por Ángela. Y seguramente hubiesen sabido esto. Nadie planea un plagio sin estudiar el terreno lo bastante como para saber quién era ella. Me puede contestar que venían preparados para llevarse a un niño, no a una persona adulta, pero eso sería especioso y usted lo sabe. Y pensaron que la dejaron inconsciente. ¿Por qué no continuaron la tarea amarrándola y amordazándola? No, no me parece que hayan venido en busca de ninguno de mis hijos. – Lanzó un suspiro -. Voy a hacer que Mike se vaya de aquí de todos modos. No deseo que tenga otras experiencias semejantes. Su escuela termina en otros diez días y le había prometido enviarlo a un campo de veraneo en Wisconsin. No perderá el año sólo por diez días. Telefonearé al campamento y lo enviaré mañana con un par de mis muchachones en quienes confío.

– Muy buena idea – aprobé -. ¿Y no considera que Ángela siga estando en peligro?

– No, no lo creo. Anoche tuvieron la oportunidad si hubieran deseado hacerle algo. Ya tiene bastante edad para decidir lo que le parezca y hablaré con ella sobre el asunto. Si desea salir por algún tiempo, lo puede hacer. De cualquier manera, le había prometido un viaje a Europa. Si quiere, lo puede emprender en cuanto se sienta dispuesta a ello.

– Así que el robo y el plagio resultan improbables – comentó el tío Am -. ¿Sabe usted lo que eso nos deja?

– Seguro. Quedo yo. Probablemente un par de truhanes contratados, juzgando por lo pésimos que fueron.

– Considérese afortunado con que hayan sido pésimos. ¿Pero no conoce a nadie que desee verlo a usted eliminado?

– ¡Verdad de Dios, Am, no! Meditaré algo más sobre ello; sin embargo hagámoslo a un lado hasta que tenga tiempo. Procuremos olvidar posibles motivos y apeguémonos a los hechos.

– ¿Algún hecho en particular? – inquirió el tío Am.

– El hecho de que esos hombres hayan entrado aquí anoche. No entraron con violencia ni forzaron una cerradura. Estas cerraduras son buenas, no de la clase que se pueden abrir con una tirita de celuloide o con una ganzúa. Por otra parte, no había señales en ninguna de ellas; las examiné. Así, pues, tenían una llave. O alguien, ya dentro, les franqueó la entrada. Cualquiera de las dos equivale a la misma cosa. No estoy diciendo que fue trabajo de adentro, pero podría tener un ángulo interior, como que se cohechó a alguno de los sirvientes para que prestara una llave y sacar un duplicado. Tampoco estoy diciendo que imagino que eso es lo que aconteció, aunque deseo se compruebe la posibilidad. Ésa es su primer tarea, Am, de usted y de Ed. Otra cosa en mis apuntes es sostener una conversación con la señora Anderson y averiguar cómo contrató a la sirvienta, si por medio de una agencia o cómo. Y qué sabe de ella, pues yo ni siquiera conozco su apellido. Eso les proporcionará algo sobre qué trabajar. Y… ¿habrá visto a alguno de los dos?

El tío Am negó con la cabeza. Yo contesté:

– A mí me abrió la puerta cuando vine a la cita con su esposa en la tarde, y la vi anoche.

– Eso lo elimina a usted para la vigilancia, Ed. Pero usted, Am, puede ver qué hace en su siguiente día libre. Ni siquiera sé qué día sea.

»Y Robert Sideco. Ha estado conmigo cuatro años. Yo lo contraté personalmente y sé que no lo pusieron aquí como espía. Ha sido mocito para un amigo mío que ya murió, ese amigo no estaba metido en las trapacerías, y Robert había trabajado con él por lo menos cinco años. No obstante, eso no significa que no pudieran haberlo comprado recientemente. Su día libre es el viernes, pasado mañana, o mañana si ya llamamos a hoy jueves. Los ha visto a los dos, así que ninguno de ustedes puede dedicarse a la tarea de seguirlo: si desean pasarla a Starlock, por mí está bien. Desearía saber a dónde va, con quién se ve y cuánto dinero gasta. Ignoro lo que se pueda hacer para llevar a cabo otras investigaciones.

– Algo en su cuarto – sugerí – pudiera darnos algún indicio: libretas de banco, cartas, lo que encontremos. Lo pudiera usted enviar fuera con un encargo y darnos a cualquiera de nosotros la oportunidad de registrar.

– Buena idea, Ed. Será usted, sin embargo, y no su tío. Am, usted se me va de aquí después de esta noche. Mientras ninguna lo conozca de vista, excepto Ángela y Robert, todo irá bien y así seguiremos, por sí o por no. Especialmente, no quiero que Elsie llegue a conocerlo.

– Y a la señora Anderson, ¿la investigamos?

– Yo… ¡diantre! no lo creo – respondió Dolan tras un ligero titubeo -. No, por ahora. Ha estado con nosotros tanto tiempo y tan cerca de ser un miembro de la familia, que casi sería como sospechar de Mike o de Ángela. O de Sylvia. Se me resiste realmente figurarme a alguien tratando de comprarla, ya no digo lográndolo.

»De todos modos, nos ocuparemos primero de los otros dos. Confío en que antes de que nos pongamos bastante desesperados para pensar en probabilidades lejanísimas como la señora Anderson, se habrán presentado otras posibilidades de investigación. – Y, después de consultar el reloj, interrogó – bueno, ¿damos por concluida la noche y pescamos unas cuantas horas de sueño?

– Perfectamente bien – repuso el tío Am -. ¿Alguna hora especial en que nos necesite mañana?

– Ya que pensamos en ello, el mediodía será suficientemente temprano para ustedes dos. Yo tengo algunas cosas qué hacer antes, pero no son en las que me pudieran ayudar. No estaré listo para hablar con ninguno antes del mediodía.

– Estoy de acuerdo – asintió el tío Am -. Estaremos en la oficina para el mediodía y aguardaremos una llamada de usted.

– ¿Por qué la oficina? Quédense en su cuarto hasta que reciban noticias mías. Será más práctico. Hablaré entre las doce y la una. Durante los días siguientes, por lo menos, digamos el resto de esta semana, desearía que se consideraran trabajando para mí aun cuando sólo estén esperando una llamada. De esa manera no estaremos en peligro de que acepten otro trabajo y no estén disponibles en caso de que los necesite con urgencia y con pronto aviso.

Al levantarnos, Dolan bajó la vista a las tres pistolas que estaban en su escritorio, las dos automáticas treinta y dos que nos había prestado al tío Am y a mí, y la cuarenta y cinco que Steck había traído y no se llevó consigo.

– ¿Quieren que les preste dos de éstas? – preguntó.

El tío Am me vio de soslayo para que no contestara.

– Preferimos tener las nuestras. Mañana, antes del mediodía, iré por ellas al despacho.

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