Mari Jungstedt - Nadie Lo Ha Oído

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Una fría mañana de noviembre el comisario Anders Knutas y sus colegas de la Brigada de Homicidios de Gotland reciben la noticia del cruel asesinato de Henry Dahlström, un fotógrafo de talento pero venido a menos por su adicción al alcohol. A pesar de que las primeres pesquisas policiales apuntan directamente a algunos de sus compañeros de juerga y el caso no reviste mayor misterio, la situación cambia cuando Knutas descubre que el fallecido cobró una importante cantidad de dinero el día anterior a su muerte.
Paralelamente, la señora Jannson denuncia la desaparición de su hija adolescente Fanny, un aparente caso de secuestro, pero nada parece indicar que los dos crímenes estén relacionados. Sin embargo, la investigación da un giro inesperado cuando en el piso de Dahlström se encuentra una caja con fotos de carácter pederasta en las que aparece la joven Fanny. El comisario Knutas necesitará todo su talento y la ayuda del periodista Johan Berg para descubrir qué se esconde detrás de este terrible caso. Entonces comprende que el perturbado asesino sigue sus pasos y se está acercando peligrosamente.

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El grupo de borrachos se resguardaba del frío de la calle. La mayoría llevaba una petaca escondida en una bolsa o en el bolsillo, pero, mientras no bebieran allí dentro, el vigilante de seguridad del supermercado los dejaba en paz.

Dos de ellos, a los que Karin conocía, estaban sentados en un banco al fondo, cerca de la salida, sucios, sin afeitar y con las ropas raídas. El más joven tenía la cabeza apoyada contra la pared de atrás y miraba sin interés a la gente que pasaba por allí. Cazadora negra de cuero y zapatillas deportivas viejas. El de más edad llevaba una cazadora acolchada y una gorra de lana, y estaba sentado con la cabeza, entre las manos. Por debajo del gorro asomaban unas greñas mugrientas.

Karin se presentó y presentó a Wittberg, aunque sabía que los dos hombres los conocían muy bien.

– Nosotros no hemos hecho nada, sólo estamos aquí sentados.

El hombre de la capucha alzó la vista hacia ellos con los ojos bizcos. «Y aún no son ni las once», pensó Karin.

– Tranquilo -repuso Wittberg-. Sólo queremos haceros unas preguntas.

Sacó una foto del bolsillo.

– ¿Conocéis a este hombre?

El más joven seguía mirando fijamente al frente. No miró a la policía ni una sola vez. El otro miró la foto.

– Sí, joder. Pero si es el Flash.

– ¿Lo conoces bien?

– Es de los nuestros. Suele andar por aquí, o en la estación de autobuses. Lleva haciéndolo veinte años. Claro que conozco al Flash, todo el mundo lo conoce. Oye, Arne, ¿a que sabes quién es el Flash?

Dio un empujón a su compañero y le acercó la fotografía.

– Qué pregunta más tonta. Todo el mundo lo conoce.

El que se llamaba Arne tenía las pupilas como granos de pimienta. Karin se preguntó qué se habría metido.

– ¿Cuándo fue la última vez que lo visteis?

– ¿Qué ha hecho?

– Nada. Sólo queremos saber cuándo fue la última vez que lo visteis.

– Sí, ¿cuándo demonios fue? ¿Qué día es hoy? ¿Lunes?

Karin asintió. El hombre se frotó la barbilla con los dedos, amarillos de nicotina.

– No lo he visto desde hace varios días, pero a veces desaparece, ¿sabes?

Karin se dirigió a su compañero.

– ¿Y tú?

Éste seguía mirando fijamente al frente. «En realidad es muy guapo de cara si no fuera porque va tan sucio y sin afeitar», pensó Karin. Su expresión era desafiante y mostraba una evidente resistencia a colaborar. A Karin le entraron ganas de colocarse delante de él moviendo los brazos para obligarlo a reaccionar.

– No me acuerdo.

Wittberg estaba empezando a enfadarse.

– Venga, habla.

– ¿Para qué quieres saberlo? ¿Ha hecho algo? -preguntó el mayor de ellos, el del gorro.

– Está muerto. Alguien lo ha matado.

– ¿No jodas? ¿De verdad?

Entonces los dos levantaron la vista.

– Lamentablemente, sí. Lo encontraron muerto ayer por la tarde.

– ¡Joder!

– Ahora lo que tenemos que hacer es tratar de encontrar al culpable.

– Sí, claro. Ahora que lo pienso, creo que la última vez que lo vi fue en la estación de autobuses hace una semana o así.

– ¿Estaba solo?

– Estaba con sus amigos, Kjelle y Bengan, creo.

– ¿Qué aspecto tenía?

– ¿Cómo que qué aspecto tenía?

– ¿Cómo se comportaba? ¿Si parecía que se encontraba mal o que estaba preocupado por algo?

– No, estaba como siempre. Nunca hablaba mucho. Algo bebido sí que estaba, claro.

– ¿Sabes qué día fue?

– Seguro que fue el sábado porque había mucha gente en la calle. Creo que fue el sábado.

– ¿Hace una semana entonces?

– Sí, eso es, yo no lo he visto desde entonces.

Karin se volvió hacia el otro.

– Y tú, ¿lo has visto después?

– No.

Karin se tragó la creciente irritación que sentía.

– De acuerdo, ¿sabéis si ha estado últimamente con alguna persona desconocida?

– Ni idea.

– ¿Hay alguien a quien le cayera mal o alguien que quisiera hacerle daño?

– No, al Flash, no. Nunca se metía con nadie. Mantenía un perfil bajo, no sé si entiendes lo que quiero decir.

– Sí, claro, entiendo -dijo Karin-. ¿Sabéis dónde está su amigo Bengan, Bengt Johnsson?

– ¿Ha sido él?

Tras los vapores del alcohol el hombre mayor parecía sorprendido de verdad.

– No, no, sólo queremos hablar con él.

– Hace tiempo que no lo veo, ¿y tú?

– No -dijo Arne.

Estaba mascando chicle con tanta fuerza que le crujían las mandíbulas.

– La última vez que lo vi estaba con ese chico nuevo de la Península -dijo el viejo-. Se llama Örjan.

– ¿Y cómo se apellida?

– Eso no lo sé, porque no lleva mucho tiempo viviendo en Gotland. Estuvo en chirona en la Península.

– ¿Sabes dónde podemos encontrar a Bengt Johnsson?

– Vive en la calle Stenkumla con su madre. A lo mejor está allí.

– ¿Sabes en qué número?

– No.

– Está bien, gracias por la ayuda. Si veis u oís algo que tenga que ver con el Flash poneos directamente en contacto con la policía.

– Sí, claro -dijo el hombre del gorro apoyándose a su vez en la pared.

Johan Berg abrió el periódico sobre la mesa de la cocina en su casa de la calle Heleneborgsgatan en Estocolmo. Su apartamento estaba en el piso de abajo y daba al patio, pero eso no le importaba. Södermalm era el corazón de la ciudad, y a él le parecía que no se podía vivir en un sitio mejor. Un lado del edificio daba a las aguas de Riddarfiärden y la isla de Långholmen, que albergaba antiguamente la cárcel, con sus rocas para tomar el sol después de bañarse y sus senderos boscosos. Al otro lado, a un paso, estaban las tiendas, los pubs, los cafés y el metro. La línea roja le llevaba directamente hasta la estación de Karlaplan y, desde allí, las oficinas centrales de la Televisión Sueca le quedaban a sólo cinco minutos andando.

Estaba suscrito a varios periódicos: Dagens Nyheter, Svenska Dagbladet y Dagens Industri, y ahora Gotlands Tidningar había pasado a engrosar el montón de diarios que hojeaba cada mañana. Tras los sucesos del verano pasado, había aumentado su interés por lo que pasaba en Gotland; por diferentes motivos.

Ojeó los titulares: «Residencias para mayores, en crisis», «La policía de Gotland gana menos que la de la Península», «Un agricultor a punto de perder las ayudas europeas».

Entonces reparó en una noticia breve: «Un hombre ha sido hallado muerto en Gråbo. La policía sospecha que se trata de un asesinato».

Mientras recogía la mesa del desayuno, pensó en el artículo. La verdad es que parecía la típica pelea de borrachos, pero despertó su curiosidad. Se echó una rápida ojeada frente al espejo y se puso un poco de fijador en el cabello, moreno y rizado. En realidad debería afeitarse, pero no tenía tiempo. Su barba morena podía crecer un poco más. Tenía treinta y siete años, pero parecía más joven. Alto y atractivo, con facciones regulares y ojos castaños. Las mujeres sucumbían fácilmente a sus encantos, algo de lo que se había aprovechado muchas veces. Aunque ya no. Desde hacía medio año sólo existía en su vida una mujer, Emma Winarve, de Roma, en Gotland. Se conocieron cuando él cubría la persecución del asesino en serie el verano anterior.

Ella dio un vuelco a su vida. No había conocido nunca a una mujer que le hubiera llegado tan adentro; era un reto y le hacía pensar de otra manera. Tenía mejor opinión de sí mismo cuando estaba a su lado. Cuando sus amigos le preguntaban por qué era tan especial Emma, le resultaba difícil explicarlo. Todo era tan evidente junto a ella. Y sabía que ese sentimiento era recíproco.

Su relación llegó tan lejos que creyó realmente que se iba a separar, que sólo era cuestión de tiempo. Había empezado a fantasear con trasladarse a Gotland y trabajar en algún periódico o radio local. Con que se mudaban a vivir juntos y se convertía en un segundo padre para los dos hijos de Emma.

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