La redacción de Noticias Regionales trabajaba sujeta a duros criterios de productividad. Hacían un programa diario de veinte minutos, del que ellos, en principio, tenían que hacerlo todo de cabo a rabo. Una secuencia de dos minutos tardaban normalmente varias horas en grabarla y después otras dos en editarla. Johan siempre discutía con los jefes porque creía que los reporteros deberían disponer de más tiempo.
No le habían gustado los cambios que se habían producido desde que empezó a trabajar como reportero en la televisión diez años atrás. Actualmente los reporteros apenas tenían tiempo para repasar su material antes de entregárselo al editor. Lo cual tenía unas consecuencias nefastas sobre la calidad. Fotografías buenas, a las que el fotógrafo había dedicado un gran esfuerzo, corrían el riesgo de pasar desapercibidas porque, con las prisas, nadie reparaba en ellas. No eran pocas las veces en que los fotógrafos se sentían decepcionados después de ver la secuencia emitida. Cuando empezaban a hacer recortes en el tratamiento de las imágenes, que era toda la fuerza de la televisión, las cosas iban mal, y Johan se negaba a escribir el reportaje y a editarlo antes de haber repasado personalmente su material.
Lógicamente, había excepciones. A veces había prisa y tenían que montar el reportaje veinte minutos antes de la emisión y, pese a todo, conseguían tener lista la secuencia.
La imprevisibilidad era el mayor atractivo de trabajar en una redacción de noticias. Uno no sabía nunca por la mañana cómo iba a discurrir el día. Johan trabajaba sobre todo haciendo reportajes para la sección de sucesos, y la red de contactos que había establecido a lo largo de esos años era muy valiosa para la redacción. También era él básicamente el responsable de cubrir la información de Gotland, que pertenecía al ámbito de las Noticias Regionales desde hacía dos años. El enorme déficit de la Televisión Sueca había hecho que suprimieran la redacción local de Gotland y que el seguimiento de las noticias de la isla se trasladara de Norrkoping a Estocolmo. Johan se había hecho cargo de Gotland encantado, porque estaba enamorado del lugar desde pequeño. Ahora no era sólo la isla la que lo atraía.
Mancha tiraba de la correa. «No va a aprender nunca a caminar detrás», pensó Fanny enfadada, pero no se sentía con fuerzas para reñirle. Las calles de la urbanización por la que paseaba estaban vacías. Una niebla oscura había caído sobre Visby y el asfalto brillaba bajo la lluvia fina. Las ventanas iluminadas de las casas, adornadas con delicadas cortinas, invitaban a entrar en ellas. Qué acogedor parecía aquello. Flores en las ventanas, coches relucientes en las entradas de los garajes y preciosos buzones. Algún que otro recipiente bien cuidado para el compost.
Se distinguía muy bien el interior de las casas en medio de la oscuridad de la tarde. Una tenía objetos de cobre en la pared de la cocina, en otra había un rústico reloj de pie pintado en vivos colores. En una sala de estar una niña saltaba en el sofá y hablaba con alguien a quien Fanny no podía ver. Más allá se veía a un hombre con un recogedor en la mano. «Seguro que se le había caído sin querer una miga sobre la alfombra», pensó Fanny apretando los labios. En otra cocina se divisaba por la ventana a una pareja que, al parecer, estaban preparando la comida juntos.
De pronto se abrió la puerta de uno de los chalés más grandes. Salió una pareja ya mayor y se acercaron charlando animadamente al taxi que los estaba esperando. Iban bien vestidos y Fanny sintió el fuerte perfume de la señora cuando pasaron justo a su lado. No notaron que ella se había parado y los observaba.
Tenía frío con aquella cazadora tan fina. En casa le esperaba su madre y el silencioso y oscuro piso. Su madre trabajaba en el turno de noche de la empresa Flextronics. A su padre, Fanny sólo lo había visto dos veces en su vida, la última cuando ella tenía cinco años. Su grupo tenía una actuación en Visby y le hizo una breve visita. Todo lo que recordaba era una mano grande y seca que sujetaba las suyas y un par de ojos castaños. Su padre era negro como la noche. Era un rastafari procedente de Jamaica. En las fotos que había visto tenía rizos largos y retorcidos. Se llamaban «rastas», le explicó su madre.
Vivía en Estocolmo, donde tocaba los tambores en una orquesta, y tenía una mujer y tres hijos en Farsta. Era todo lo que sabía.
Nunca la llamaba, ni siquiera el día de su cumpleaños. A veces se imaginaba cómo sería si él y su madre vivieran juntos. Quizá su madre no bebería tanto. Quizá estaría más alegre. Quizá Fanny se libraría de tener que hacerse cargo de todo: la comida, la limpieza y la lavadora, sacar a Mancha y hacer la compra. Quizá dejaría de tener mala conciencia cada vez que iba a las cuadras, si su padre estuviera allí. Se preguntaba qué diría él si supiera cuál era su situación. Pero le daría igual, ella no significaba nada para él. Sólo era el resultado de su aventura amorosa con la madre de Fanny.
En lo primero que se fijaron Karin y Wittberg fue en las esculturas. De casi dos metros de altura, en hormigón, dispuestas en grupo sobre la parcela. Una de ellas representaba un caballo encabritado que relinchaba desesperadamente hacia el cielo, otra recordaba a un gamo, una tercera, a un alce con la cabeza demasiado grande. Grotescas y fantasmales, estaban allí plantadas bajo la lluvia torrencial sobre la extensa superficie llana del césped.
Fueron corriendo desde el coche hasta la casa, cuyo techo sobresalía del sencillo porche y ofrecía un cierto abrigo. Era la típica casa de los años cincuenta: una sola planta y sótano, con la fachada revocada en color gris sucio. Las escaleras estaban carcomidas, y el riesgo de que se hundieran bajo sus pies parecía considerable. El timbre de la puerta apenas se oía. Pasados unos minutos, abrió una mujer alta y fuerte de unos setenta años. Llevaba puestos una chaqueta de punto y un vestido de flores. El cabello era abundante y blanco.
– Somos de la policía -explicó Wittberg-. Queremos hacerle algunas preguntas. ¿Es usted Doris Johnsson, la madre de Bengt Johnsson?
– Sí, soy yo. ¿Se ha vuelto a meter en algún lío? Pasen. Se van a empapar ahí fuera.
Se sentaron en el sofá de piel de la sala de estar. La estancia estaba repleta de objetos. Además del sofá con su mesa, había en la sala tres sillones, un chifonier rústico, el televisor, pedestales con flores y una librería. En las repisas de las ventanas se amontonaban macetas con flores, y en cada superficie libre de la sala había figuras de cristal de diferentes hechuras. Todas tenían en común una cosa: representaban animales. Perros, gatos, erizos, ardillas, vacas, caballos, cerdos, camellos, aves… En diferentes tamaños, posturas y colores, destacaban sobre las mesas, en las ventanas y en las estanterías.
– ¿Colecciona todo esto? -preguntó Karin tontamente.
La cara llena de arrugas de la mujer resplandeció.
– Llevo muchos años coleccionando. Tengo seiscientas veintisiete -explicó orgullosa-. ¿Qué era lo que querían?
– Sí, bueno, me temo que venimos a darle una mala noticia. -Willberg se echó hacia delante-. Un amigo de su hijo ha aparecido muerto y sospechamos que puede tratarse de un asesinato. Se llamaba Henry Dahlström.
– ¡Dios mío!, ¿Henry? -la mujer palideció-. ¿Lo han asesinado?
– Así es, desgraciadamente. Aún no hemos detenido al autor del crimen y por eso queremos hablar con todas las personas cercanas a Henry. ¿Sabe usted dónde está Bengt?
– No, esta noche ha dormido fuera.
– ¿Dónde?
– No lo sé.
– ¿Cuándo ha sido la última vez que lo ha visto? -preguntó Karin.
– Ayer por la tarde. Sólo se pasó un momento. Yo estaba abajo en el sótano tendiendo la colada, así que no nos vimos. Sólo me saludó desde lo alto de la escalera. Esta mañana ha llamado para decirme que iba a pasar unos días en casa de un amigo.
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