Y él. Ahora se sentía sobre todo mal cuando pensaba en él. La sobaba con aquellas manos sudorosas, quería meterlas todo el tiempo por debajo de su ropa, gemía y lloriqueaba como un bebé. Quería hacer cosas cada vez más raras y ella no se atrevía a protestar. Se sentía sucia, repugnante. Él le dijo que ahora eso era cosa de los dos y que no podía hablar con nadie de lo que hacían juntos. Hablaba como si entre ellos existiera un acuerdo secreto, un pacto. Aunque no era así. En su fuero interno lo sabía. Decía que la necesitaba, que era muy importante para él, y le hacía regalos que le resultaba muy difícil rechazar. Eso hacía que ella se sintiera culpable. Era tan partícipe como él y sólo podía echarse la culpa a sí misma. Pero ya no quería seguir así. Quería alejarse de él, pero no podía ni imaginarse cómo iba a conseguirlo. Cuando soñaba despierta se imaginaba que aparecía alguien a la vuelta de la esquina y la liberaba de todo. Pero no aparecía nadie. Se preguntaba qué habría dicho su padre si lo supiera.
Se fue al cuarto de baño y abrió el armario. Mancha siguió mirándola con sus ojos tiernos. Sacó el paquete verde con las cuchillas de afeitar y se sentó en la taza. Sacó con cuidado una y la sujetó entre los dedos. Llegaron las lágrimas, cálidas y saladas, rodaron por sus mejillas y cayeron en las rodillas. Extendió una de las manos, se estudió los dedos. ¿Para qué le servía esa mano? Las venas azules se deslizaban por la muñeca y se extendían por la mano. Contenían su sangre, que circulaba sin sentido alrededor del cuerpo. ¿Para qué había nacido? ¿Para cuidar de su madre? ¿Para que la sobaran viejos asquerosos?
Miró a Mancha y eso bastó para que el perro moviera vacilante la cola. «Tú eres el único que me quiere -pensó Fanny-. Pero no puedo existir sólo para un perro.»
Agarró con fuerza uno de los lados longitudinales de la cuchilla y la apretó contra la parte interior de una pierna, casi a la altura de la rótula. Quería ver cómo penetraba a través de la piel. La apretó más y más fuerte, le dolía. Al mismo tiempo se sentía bien, era como una liberación. La angustia y el dolor se concentraban allí, en la pierna en lugar de por todo el cuerpo. En un punto. Al final brotaba la sangre y le corría por la pierna, y seguía hasta el suelo.
Johan vio a Emma inmediatamente cuando ella cruzó la puerta. La observó unos segundos mientras ella miraba a su alrededor. El restaurante era pequeño, íntimo y estaba lleno. Estaba sentado en un rincón al fondo y se le veía mal desde la entrada. De pronto ella lo descubrió y sonrió deslumbrante. ¡Cómo era posible que fuera tan bella! Llevaba una cazadora verde musgo y el cabello mojado por la lluvia. No estaba acostumbrado a verla en un restaurante en Estocolmo, y le gustó.
Se besaron, Emma sabía a caramelos salados de regaliz y se rio en su boca.
– ¡Qué día! No he podido concentrarme en nada, no oía ni lo que decían, sólo quería largarme de allí. No he sacado nada de este curso.
– ¿Eran aburridos los conferenciantes?
Se daba cuenta de que todo su rostro era una inmensa sonrisa.
Emma extendió los brazos en un gesto amplio.
– Seguro que eran brillantes, supercarismáticos y que estaban inspirados. Los demás estaban muy contentos. Pero a mí no me ha servido de nada. Yo sólo estaba sentada pensando en ti y echándote de menos.
Sus manos se encontraron sobre la mesa y Johan no se cansaba de mirarla.
«Así podríamos estar siempre», pensó. En el dedo anular izquierdo de ella brillaba su alianza, como un recordatorio de que sólo la tenía de prestado. Justo cuando acababan de servirles la comida sonó su móvil. Inmediatamente dedujo que era Olle.
– Sí, ha estado bien -dijo ella-. Unos ponentes muy interesantes. Mmm. Ahora estoy tomando un vino con Viveka. Mmm. Vamos a ir enseguida. La cena no empieza hasta las ocho.
Emma miró a Johan. De pronto se dibujó en su rostro un gesto de preocupación.
– ¿Sí, qué tiene? No, qué mala suerte. ¿Cuándo empezó? Mmm. ¿Cuántos grados? ¡No me digas! Intenta hacerle beber… ¿También vomita? Normal, tenía que ponerse enfermo cuando yo no estoy en casa. Tú ibas a jugar un partido mañana por la mañana, ¿no? Ah, sí… de acuerdo. ¿Sara y tú no os sentís mal? Si sigue así tendrás que darle suero fisiológico. ¿Hay en casa? Mmm. Espero que puedas dormir algo esta noche.
»Era Olle -aclaró de forma absolutamente innecesaria-. Filip tiene gastroenteritis, ha estado toda la tarde vomitando.
Emma tomó un trago de vino y miró a través de la ventana. Una mirada rápida, pero suficiente para que Johan se diera cuenta de que las cosas eran más complicadas de lo que él quería creer. Ella tenía unos hijos con su marido y nadie podía quitarles eso. Johan la había estado observando mientras hablaba por teléfono y se había dado cuenta de lo ajeno que era. ¿Qué sabía él de enfermedades infantiles? Ni siquiera conocía a los hijos de Emma. No tenían ninguna relación con él.
Tras la cena quiso enseñarle a Emma los alrededores. Había dejado de llover y bajaron paseando hasta la orilla de Hornstull, pasaron a la isla de Reimersholme y llegaron hasta la de Långholmen. Aunque era de noche, cruzaron Suckarnasbro (el puente de los Suspiros), siguieron el camino que pasaba junto al viejo astillero de Mälarvarvet y volvieron a la orilla. Las luces de Gamla Stan, Stadshuset y Norr Mälarstrand se reflejaban en el agua.
Se sentaron en un banco.
– Estocolmo es tan condenadamente bello -suspiró Emma-. El agua hace que uno no tenga la sensación de encontrarse en una gran ciudad, aunque haya tanta gente. Realmente podría plantearme vivir aquí.
– ¿De verdad?
– Sí, siento tanta envidia cuando me hablas de todo lo que pasa aquí. Toda la gente, los teatros, los acontecimientos culturales. La verdad es que algunas veces pienso en lo que me pierdo estando en Gotland. Aquello es bonito, pero no pasa nada. Y el hecho de poder ser una persona anónima. Aquí puedes sentarte en un café sin que nadie te reconozca. Formar parte de todo lo demás. Mirar a la gente y distraerse. Y el tráfico no me parece tan terrible. Tiene que ser el agua -aseguró Emma contemplando el espejo oscuro de Riddarfjärden.
– Sí, adoro esta ciudad, siempre lo haré.
– Y a pesar de eso, ¿estarías dispuesto a irte a vivir a Gotland? -dijo ella mirándolo.
– Por ti haría cualquier cosa. Cualquier cosa.
Cuando llegaron al apartamento y se acostaron como una pareja normal, Johan experimentó una sensación de irrealidad, y de felicidad. Así deberían de poder irse a la cama todas las noches.
El sábado amaneció con aguanieve, viento y un par de grados de temperatura. Knutas había preparado el desayuno con los niños y habían colocado un ramo de flores en la mesa en el sitio donde se sentaba su mujer. Se habían repartido los regalos de cumpleaños de Line, y se aclararon la garganta para ver si con sus broncas voces mañaneras eran capaces de cantarle cumpleaños feliz. Empezaron a cantar al subir la escalera: «Cumpleaños feliz», en diferentes entonaciones.
Line se sentó en la cama medio dormida con su cabello pelirrojo y rizado alrededor de la cabeza como una nube. Dibujó una amplia sonrisa y miró encantada los regalos. A Line le gustaban los regalos como a una niña y empezó con los de Petra y Nils: un libro, un pintauñas, un calendario con guapos bomberos que sostenían gatitos. Line, de joven, había estado prometida con un bombero. Sus hijos solían bromear con ella diciéndole que lo suyo era debilidad por los hombres con uniforme. El regalo de su marido lo dejó para el final. Knutas observaba a su mujer con gran expectación. Le había costado mucho encontrar algo, pero había tenido una idea estupenda. Había una cosa que sabía que ella quería de verdad. Pese a las innumerables dietas de adelgazamiento que había seguido y a los intentos poco entusiastas de empezar a hacer ejercicio, no había conseguido bajar de peso. Por lo tanto, Knutas había llenado un paquete con todo aquello que pudiera ayudarla a conseguirlo. Una tarjeta de un año de duración para un gimnasio de Visby, una comba y pesas para entrenar en casa, y un paquete de introducción para acudir a Natur House.
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