Se levantó y se secó las lágrimas. Calentó un trozo de pastel en el microondas. Se lo comió sin mayor entusiasmo. Puso la tele. El teléfono estaba mudo. ¿No iba a llamar ahora que ella se había decidido? Pasaron las horas. Cogió una lata de coca-cola del frigorífico, abrió una bolsa de patatas fritas y se sentó en el sofá. Ya eran las nueve y aún no había llamado. Quería llorar de nuevo, pero sólo le salieron un par de sollozos secos. Ahora él también pasaría de ella. Empezó a ver una película que ponían por segunda vez, se comió toda la bolsa de patatas y al final se quedó dormida en el sofá con el perro a su lado.
La despertó la llamada. Al principio creyó que era el teléfono fijo, pero al levantar el auricular se dio cuenta de que era el móvil. Se levantó y fue corriendo hasta la entrada, buscó a tientas en los bolsillos de la cazadora. El teléfono dejó de sonar. Luego volvió a sonar. Era él.
– Tengo que verte… Lo necesito. ¿No podemos vernos?
– Sí -dijo ella sin vacilar-. Puedes venir aquí, estoy sola.
– Voy ahora mismo.
Se arrepintió nada más verlo. Apestaba a alcohol. Mancha ladró, pero se cansó enseguida. Un perro faldero no infundía mucho respeto.
La joven se quedó parada con los brazos colgando, sin saber muy bien qué hacer, cuando él se dejó caer en el sofá. Ahora que lo había invitado a casa no podía pedirle que se marchara inmediatamente.
– ¿Quieres algo? -le preguntó insegura.
– Ven y siéntate -contestó dando unas palmadas a su lado en el sofá.
El reloj que había en la pared marcaba las dos de la mañana. Aquello era una locura, pero hizo lo que le pidió.
No pasó más de un segundo antes de que estuviera encima de ella. Fue brutal y decidido.
Cuando la penetró, tuvo que morderse el brazo para no gritar.
Al día siguiente en la reunión de la mañana el hallazgo del arma del crimen estaba en boca de todos. Aquello suponía lógicamente un avance en la investigación. Al parecer las manchas eran de sangre, y habían enviado el martillo al laboratorio del Instituto Nacional de Ciencias Forenses, para que realizaran un análisis de ADN. Sin embargo, no había huellas dactilares.
La mayoría había visto la noche anterior en las noticias de la televisión cómo se produjo el descubrimiento del martillo. Kihlgård, claro, se hizo el gracioso a costa de los comentarios de los policías que habían quedado grabados, y cosechó unas cuantas risas. A Knutas no le hizo tanta gracia. Estaba indignado porque se hubiera ofrecido una información tan detallada en el reportaje, al tiempo que comprendía que ésa era la misión del reportero. Aquello era muy propio de Johan, aparecer en el peor momento. Tenía una capacidad increíble para conseguir encontrarse justo en el lugar donde pasaban las cosas. Todo había sucedido muy deprisa allá fuera y nadie pensó en pararle los pies a tiempo. Una vez más, Johan había proporcionado nuevos datos que favorecían la investigación del caso, aunque la policía no sabía de dónde procedía la información de ese testigo en el puerto. Después del caso del asesino en serie el verano anterior, Knutas confiaba en el tenaz reportero televisivo, aun cuando Johan podía ponerlo de los nervios con toda la información que conseguía obtener. Era un misterio cómo lograba enterarse de todo. De no haber sido periodista, podría haber llegado a ser un excelente policía.
El informativo comenzó con un resumen pormenorizado del asesinato, los últimos detalles acerca de la investigación, los trabajos clandestinos de Dahlström y el testigo que había visto a Dahlström en el puerto hablando con un desconocido.
– ¿Por qué no empezamos por los trabajitos de carpintería en negro? -dijo Norrby-. Hemos interrogado a otras cuatro personas que emplearon a Dahlström, además de los Persson. Dos de ellos son miembros de la misma asociación cultural que los Persson. Todos han declarado más o menos lo mismo. Dahlström realizó algunos pequeños trabajos, le pagaron y eso fue todo. Al parecer lo hizo estupendamente, llegaba a la hora y no hubo ningún problema. Sabían, claro, que tenía problemas con la bebida, pero se lo habían recomendado otros conocidos.
– ¿Se pusieron en contacto con él después de que alguien se lo recomendara? -preguntó Wittberg.
– Sí, y ninguno de ellos tenía ninguna queja de su trabajo. Vamos a seguir con los interrogatorios.
– No fue sólo el arma del crimen lo que se encontró ayer, también encontrasteis la cámara de Dahlström, ¿no, Sohlman?
– Sí, es una cámara profesional, una Hasselblad. Tenía las huellas dactilares de Dahlström, así que podemos estar bastante seguros de que es la suya. No tenía carrete y el objetivo estaba roto, lo que indica que alguien la ha manipulado de forma violenta.
– Puede que el asesino sustrajera el carrete de la cámara -intervino Karin-. El cuarto de revelado estaba revuelto, lo que apunta a que el asesinato guarda relación con la fotografía.
– Es posible. También hemos recibido del laboratorio el resultado de las muestras tomadas en el piso de Dahlström y en el cuarto de revelado -continuó Sohlman-. Los del laboratorio se han superado a sí mismos, nunca habían sido tan rápidos -murmuró como para sí mismo mientras hojeaba los papeles-. Todas las huellas encontradas en los vasos, botellas y demás objetos han sido analizadas y son de los amigos de Dahlström que estuvieron en el apartamento. Además, aparecen huellas que no coinciden con las de ninguno de ellos. Probablemente sean del autor del crimen.
– Está bien -dijo Knutas-. Sabemos otra cosa más. Por si no fuera bastante con lo de los trabajos ilegales, resulta que Johan Berg también ha encontrado a un testigo que afirma haber visto a Dahlström hablando con un hombre en el puerto este verano. Desgraciadamente, esa persona no quiere hablar con la policía.
Leyó de corrido las señas de identidad del hombre del puerto que tenía apuntadas en sus papeles.
– Estaban hablando en un rincón entre dos contenedores a las cinco de la mañana. El testigo conocía a Dahlström y sabía que se encontraba muy lejos de los sitios por donde él solía moverse. ¿Qué pensáis de esto?
– Si hay un testigo, puede que haya más -sugirió Wittberg-. ¿Cuándo fue eso?
– Eso no lo sabemos, sólo que fue en pleno verano.
– ¿Qué hacía el testigo en el puerto por la mañana tan temprano? -inquirió Kihlgård.
– Estaba con una chica que iba a coger el barco que sale por la mañana hacia Nynäshamn.
– O sea que se trata de un chico joven. Puede tratarse de uno de los vecinos, ¿no vivía también en el edificio un muchacho?
– Llevas razón. En el piso de arriba, creo.
Knutas miró sus papeles.
– Se llama Niklas Appelqvist, estudiante.
– Si al testigo, sea quien sea, pudiéramos sacarle el nombre de la chica, entonces podríamos averiguar qué día viajó con las listas de pasajeros de la compañía Destination Gotland -apuntó Karin-. Creo que las guardan tres meses.
– ¿Pero cómo procedemos, si el testigo no quiere hablar con la policía? -preguntó Norrby.
– Puede que al periodista le resulte más fácil conseguir esa información -sugirió Karin-. Creo que primero deberíamos pedirle ayuda a Johan Berg. Quizá el testigo sea uno de esos tipos con una actitud sumamente hostil hacia la policía. Lo cierto es que esas personas existen, por alguna razón incomprensible -añadió con ironía.
Se volvió hacia Knutas con una amplia sonrisa.
– Tendremos que hacerle la pelota al periodista -dijo maliciosamente-. Eso a ti se te da bien, Anders.
Karin le dio un codazo amistoso en el costado. A Kihlgård parecía que también le hacía mucha gracia.
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