– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó Johan.
Peter, fiel a su costumbre, puso en marcha la cámara. Knutas advirtió que lo mejor sería decir las cosas como eran.
– Hemos encontrado la que según creemos es la cámara de Dahlström.
– ¿Dónde?
Knutas apuntó hacia el bosquecillo.
– Estaba allí tirada y la ha encontrado una patrulla de guías con perros policía hace un momento.
– ¿Qué os hace pensar que sea su cámara?
– Que es de la misma marca que la que usaba Dahlström.
Justo cuando Knutas acababa de pronunciar esas palabras, se oyó un grito desde una parte alejada del bosquecillo, fuera de la zona acordonada.
– Aquí tenemos algo -gritó uno de los guías.
El pastor alemán que sujetaba no dejaba de ladrar. Peter enfocó enseguida con su cámara en esa dirección y se dirigió apresuradamente hacia allí. Johan fue tras él. En el suelo había un martillo con manchas marrones en el mango, la cabeza y la uña. Johan acercó el micrófono y Peter dejó que la cámara grabara el revuelo que se montó. Consiguieron grabar los comentarios de los policías, el martillo tirado en el suelo, los perros y el dramatismo de la escena cuando todos los presentes fueron conscientes de que, sin lugar a dudas, acababan de encontrar el arma del crimen.
A Johan le costaba creer que hubieran tenido tanta suerte. Por pura casualidad habían aterrizado en medio de un acontecimiento decisivo para la investigación de un asesinato y, además, lo habían grabado todo.
Consiguieron que Knutas se prestara a concederles una entrevista en la que confirmaba que efectivamente acababan de hacer un hallazgo que podía resultar de interés. No quiso decir qué, pero eso carecía de importancia.
Johan grabó el reportaje de pie allí mismo, con toda la actividad a su alrededor y desveló que probablemente lo que acababan de encontrar era el arma del crimen.
Antes de abandonar el lugar, Johan, sin revelar la fuente, le contó a Knutas la cita de Dahlström en el puerto.
– ¿Por qué no se ha puesto esa persona en contacto con la policía?
– A ese individuo no le gusta la policía. No me preguntes por qué.
Ya en el coche, Johan marcó directamente el número de Grenfors en la redacción de Estocolmo, con una agradable sonrisa en los labios.
Varios meses antes
Él la había llamado un montón de veces al móvil, pidiéndole perdón, le había mandado mensajes con simpáticas imágenes e incluso le había enviado un ramo de flores. Por suerte, su madre ya se había ido al trabajo cuando llegaron las flores.
Había pensado no volver a encontrarse a solas con él, pero ahora empezaba a vacilar. La llamó e insistió en que tenía que compensarla de alguna manera. Nada de cenas esta vez, sino un paseo a caballo. Sabía que a ella eso le gustaba. Él tenía un amigo en Gerum que era propietario de varios caballos y podían coger uno cada uno y montar todo el tiempo que quisieran. La propuesta era tentadora. Su madre no tenía dinero para pagarle una escuela de equitación y sólo en contadas ocasiones podía montar alguno de los de la cuadra.
Le propuso dar un paseo a caballo el sábado siguiente. Al principio le dijo que no, pero no se dio por vencido, sino que quedó en llamarla el viernes por la tarde para ver si se había arrepentido.
Se sentía confusa. Habían pasado más de dos semanas desde aquella tarde y ahora ya no parecía tan peligroso. Seguro que en el fondo era bueno.
Cuando cruzó la puerta de la cuadra el viernes por la tarde, los caballos la saludaron con un suave relincho. Se calzó las botas de goma y empezó a trabajar. Sacó la carretilla, la pala y el rastrillo. Sacó primero a Hector. Le ató el ronzal en las cadenas que había a los lados del pasillo. El caballo tuvo que quedarse allí mientras ella quitaba el estiércol. Era un trabajo duro, pero estaba acostumbrada. Los animales descansaban sobre una cama de virutas y paja, de manera que los montones de mierda eran fáciles de quitar con el rastrillo. Lo peor eran los orines que empapaban las virutas y las convertían en pesados montones. Limpió un box tras otro. Ocho boxes y casi dos horas más tarde se encontraba completamente agotada y con dolor de espalda. Sonó el móvil. Si fuera él… En vez de eso, lo que oyó fue la voz de su madre.
– Cariño, soy mamá. Tengo que contarte una cosa. El caso es que me han invitado a pasar el fin de semana en Estocolmo. Berit iba a ir con una amiga al teatro, pero la amiga se ha puesto enferma, así que Berit me ha preguntado si podía ir yo en su lugar. Ha ganado en el programa Bingo-loto un viaje para ir al teatro, ¿comprendes?, y vamos a ver Chess, el musical, y a cenar en Operakällaren y nos alojaremos en el hotel Grand. ¡Te imaginas, qué divertido! El avión sale a la seis, así que ahora tengo que darme una prisa del demonio para preparar el equipaje. ¿No te parece mal que me vaya, verdad?
– No, claro que no, haces bien. ¿Cuándo vuelves?
– El domingo por la tarde. Es perfecto, porque no trabajo hasta el lunes por la noche. Ah, qué divertido va a ser. Te dejo dinero para que puedas arreglártelas. Pero no me da tiempo a sacar a Mancha, así que tendrás que volver pronto a casa. Parece que está muy inquieto.
– Qué remedio me queda -suspiró.
Podía haber montado a Maxwell, pero ahora ya no tenía tiempo. No le quedaba más remedio que cambiarse otra vez y volver a casa.
En la puerta se encontró con su madre, con los labios recién pintados y el cabello secado con el secador. La maleta y el bolso.
Cuando por fin se marchó, Fanny se tumbó en la cama con los ojos fijos en el techo.
Otra vez sola. Nadie se ocupaba de ella. ¿Qué sentido tenía su existencia? Una madre alcoholizada que sólo pensaba en sí misma. Por si no tenía bastante con eso, había empezado a percatarse de los bruscos cambios de humor de su madre. Un día estaba contenta como unas castañuelas, rebosante de energía, para sentirse al día siguiente como un trapo. Deprimida, apática y llena de pensamientos negros. Por desgracia, eran más frecuentes los días malos. Era entonces cuando echaba mano de la botella. Fanny no se atrevía a criticar a su madre, porque entonces ésta acababa teniendo un ataque y amenazaba con suicidarse.
Fanny no tenía a nadie con quien hablar del problema. No sabía adonde tenía que dirigirse.
A veces soñaba con su padre. Que de pronto aparecía un día en la puerta y decía que había venido para quedarse. En el sueño veía cómo las abrazaba a su madre y a ella. Celebraban juntos la Navidad, iban de vacaciones. Su madre tenía las mejillas sonrosadas, estaba alegre y ya no bebía. En algunos sueños paseaban los tres por una playa del Caribe, donde había nacido su padre. La arena era blanca y el mar azul turquesa, tal como ella los había visto en las fotografías de las alegres revistas de viajes. Contemplaban juntos la puesta de sol, Fanny estaba sentada en el centro entre los dos. Aquél era uno de esos sueños de los que no quería despertar.
Se estremeció cuando Mancha se subió a la cama y le lamió las lágrimas. No había notado que había empezado a llorar. Ahí estaba sola, tumbada, y con un perro como única compañía un viernes por la tarde, cuando otras familias lo pasaban bien juntos. Sus compañeros de clase quizá hubieran quedado y estarían viendo un vídeo o la tele, escuchando música o jugando a algún juego en el ordenador. ¿Qué clase de vida tenía ella?
Sólo una persona había mostrado un poco de interés por ella, y era él. Podía volver a verlo, total, ¿qué más daba? A la mierda con todo. También podía acostarse con él si tanto lo deseaba. Alguna vez tendría que ser la primera. Le había dicho que la llamaría por la tarde. La invitación para ir a montar seguía en pie. Fanny decidió decir que sí.
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