Mari Jungstedt - Nadie Lo Ha Oído

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Una fría mañana de noviembre el comisario Anders Knutas y sus colegas de la Brigada de Homicidios de Gotland reciben la noticia del cruel asesinato de Henry Dahlström, un fotógrafo de talento pero venido a menos por su adicción al alcohol. A pesar de que las primeres pesquisas policiales apuntan directamente a algunos de sus compañeros de juerga y el caso no reviste mayor misterio, la situación cambia cuando Knutas descubre que el fallecido cobró una importante cantidad de dinero el día anterior a su muerte.
Paralelamente, la señora Jannson denuncia la desaparición de su hija adolescente Fanny, un aparente caso de secuestro, pero nada parece indicar que los dos crímenes estén relacionados. Sin embargo, la investigación da un giro inesperado cuando en el piso de Dahlström se encuentra una caja con fotos de carácter pederasta en las que aparece la joven Fanny. El comisario Knutas necesitará todo su talento y la ayuda del periodista Johan Berg para descubrir qué se esconde detrás de este terrible caso. Entonces comprende que el perturbado asesino sigue sus pasos y se está acercando peligrosamente.

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La apartó de un empujón. Sollozando, Fanny consiguió abrir la puerta del coche y se precipitó fuera.

Arrancó bruscamente y desapareció. Lo último que oyó fue el chirrido de los neumáticos cuando dobló la esquina.

Emma miró a su marido mientras tomaban una copa de vino. Se habían quedado sentados charlando después de cenar como solían hacer los fines de semana por la tarde. Los niños miraban el programa Pequeñas estrellas en la tele, tan contentos con su coca-cola y un cuenco grande de palomitas. Olle parecía satisfecho. ¿No sospecharía nada, realmente?

Le llenó el vaso a su mujer. «Es absurdo -pensó ésta-. Ayer estaba sentada de la misma manera con Johan.»

– Qué buena estaba la cena -dijo él.

Emma había preparado unos filetes rusos de carne picada de cordero con salsa de yogur y había hecho su propia crema de berenjenas. Habían abierto un restaurante libanes en Visby y habían ido allí en una de sus escasas salidas nocturnas, y el cocinero le había dado la receta cuando ella le preguntó.

Una cena más para añadir a la larga serie de comidas que habían hecho juntos. Le pidió que le contara lo del curso, y lo hizo. Apenas habían tenido tiempo de hablar desde que ella volvió.

– ¿Hasta cuándo te quedaste en la fiesta?

– Ah, no mucho -respondió vagamente-. No sé qué hora sería. La una o así.

– ¿Te fuiste a casa con Viveka?

– Sí -mintió.

– ¿Ah, sí? Te llamé esta mañana al hotel. Entonces no estabas allí. Y tenías el móvil apagado.

Una sensación abrasadora le recorrió el cuerpo. Ahora tendría que volver a mentir.

– Estaría tomando el desayuno. ¿Qué hora era?

– Las ocho y media. No encontraba las zapatillas de gimnasia de Sara.

La miró fijamente. Emma tomó otro trago de vino para ganar tiempo.

– A esa hora estaba desayunando en el comedor. El móvil se había quedado sin batería y lo había dejado en la habitación para que se cargase.

– Así que era eso -dijo, dándose por satisfecho.

Una explicación completamente lógica, pues claro que había pasado eso. Su confianza en ella se había consolidado a lo largo de los años, ¿por qué iba a dudar de ella? Nunca le había dado motivos para hacerlo.

Las mentiras la abrasaban por dentro y el ambiente distendido se acabó para ella. Empezó a recoger la mesa.

– Siéntate -protestó Olle-. Eso puede esperar.

La conversación empezó a tratar de otras cosas y enseguida desapareció su sensación de fastidio. Acostaron a los niños y se pusieron a ver un interesante thriller en la tele. Ella acurrucada en sus brazos, exactamente igual que otras veces. Aunque no era así.

Domingo 25 de Noviembre

A la mañana siguiente se produjo la catástrofe. Sonó el móvil de Emma mientras estaba en la ducha y Olle leyó el mensaje. «¿Qué tal? Te echo de menos. Besos. Johan.»

Cuando entró en la cocina, su marido estaba sentado a la mesa. Tenía la cara blanca de cólera y el móvil de ella en la mano.

El suelo se hundió bajo sus pies. Supo inmediatamente que lo había descubierto todo. Vio a través de la ventana que los niños estaban fuera jugando bajo la lluvia.

– ¿Qué ocurre? -preguntó con la voz apagada.

– ¿Qué coño significa esto? -inquirió él con la voz llena de rabia.

– ¿El qué?

Emma sintió cómo le temblaba el labio inferior.

– Has recibido un mensaje -gritó Olle-. ¡Aquí! -agitó el móvil en el aire-. De un tal Johan que te echa de menos y te manda besos. ¿Quién cojones es Johan?

– Deja que te lo explique -rogó ella sentándose en el borde de una silla enfrente de él.

En ese momento se abrió la puerta de la calle.

– Mamá, mamá, mis guantes se han mojado -gritó Sara-. ¿Puedes darme otros?

– Voy -dijo su madre. Salió a la entrada y sacó otro par. Le temblaban las manos-. Aquí tienes, cariño, ahora sal a jugar con Filip. Papá y mamá quieren hablar solos un momento. Quedaos fuera jugando un ratito, ¿vale? Yo os llamo cuando estemos listos.

Le dio a su hija un beso en la mejilla y volvió a la mesa con su marido.

– He querido decírtelo, pero ha sido muy difícil -dijo mirándolo con ojos suplicantes-. Llevo un tiempo viéndome con él, pero estoy muy confundida, no sé lo que siento.

– ¿Qué cojones me estás diciendo?

Sus palabras eran cortantes. Notaba que Olle intentaba contener la rabia apretando los dientes. No se atrevía a mirarlo.

– No puede ser verdad, ¡esto es increíble!

Se levantó de la mesa y se plantó delante de ella, todavía con el móvil en la mano.

– ¿Qué demonios está pasando? ¿Quién es?

– Es el que me hizo una entrevista tras la muerte de Helena. Ese periodista de televisión, Johan Berg -dijo en voz baja.

Olle tiró el móvil contra el suelo de piedra con todas sus fuerzas. Con el golpe se convirtió en un amasijo de plástico y metal. Entonces se volvió hacia ella.

– ¿Has estado viéndote con él desde entonces? ¿A mis espaldas? ¿Durante varios meses?

Tenía la cara descompuesta por la rabia y se inclinó sobre su mujer.

– Sí -dijo Emma débilmente-. Pero déjame que te lo explique. No nos hemos visto todo el tiempo.

– ¿Explicármelo? -gritó Olle-. Explícaselo a un abogado. Fuera de aquí. ¡Vete ahora mismo!

La agarró con fuerza del brazo y la levantó de la silla.

– Fuera de aquí, tú ya no tienes nada que hacer aquí. Lárgate para que no tenga que verte. Vete al infierno, no quiero volver a verte nunca más. ¿Me oyes? ¡Nunca más!

Al oír el jaleo, los niños aparecieron en el vano de la puerta. Al principio se quedaron pasmados y luego los dos empezaron a llorar. Lo cual no frenó a Olle. A empujones echó a Emma al porche descalza y después le tiró la cazadora y las botas.

– Ahí tienes, y ¡ni se te ocurra llevarte el coche! -gritó quitándole el llavero.

Dio otro portazo.

Emma se puso las botas y la cazadora. La puerta se volvió a abrir y su bolso salió volando por los aires.

Se encontró tirada en mitad del frío. La calle estaba desierta.

Era la mañana de un domingo de noviembre y todo había saltado por los aires. Se quedó mirando fijamente la puerta cerrada. El bolso se había volcado al caer y su contenido estaba esparcido por el porche y las escaleras. Recogió mecánicamente las cosas. Demasiado aturdida para llorar, se encaminó hasta la verja y la abrió, luego se dirigió hacia la derecha, sin saber por qué. No se fijó en los vecinos que dos casas más allá, hablando y riendo, se montaron en el coche y se marcharon. La mujer levantó la mano a modo de saludo, pero no obtuvo respuesta.

Se sentía vacía por dentro, como paralizada. Tenía la cara rígida. ¿Qué era lo que había hecho? ¿Adónde podía ir? No podía volver a su propia casa.

El polideportivo que había junto a la escuela estaba desierto. Soplaba el viento del norte. Miró hacia la carretera principal, por donde pasaba algún que otro vehículo.

¿Qué horarios tenían los autobuses los domingos? Nunca había tenido que hacerse esa pregunta.

Lunes 26 de Noviembre

La sauna tenía una temperatura de ochenta grados. Knutas llenó el cacillo de madera y echó más agua sobre las piedras ardientes. La temperatura aumentó aún más.

Habían hecho mil quinientos metros y estaban más que satisfechos. Un par de veces a la semana, Knutas y Leif procuraban hacer un hueco para ir juntos a nadar, al menos durante los seis meses de invierno. Knutas nadaba regularmente en la piscina de Solbergabadet durante todo el año. En realidad le gustaba más ir a nadar solo. Se le aclaraban las ideas cuando estaba en el agua, dando una brazada tras otra. Pero ésta era una manera de relacionarse. Aunque tenían que aguantar bastantes bromas pesadas de sus colegas por ir a la piscina, porque decían que eso era más propio de mujeres. Los hombres jugaban juntos al tenis, al golf o a los bolos.

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