Mari Jungstedt - Nadie Lo Ha Oído

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Una fría mañana de noviembre el comisario Anders Knutas y sus colegas de la Brigada de Homicidios de Gotland reciben la noticia del cruel asesinato de Henry Dahlström, un fotógrafo de talento pero venido a menos por su adicción al alcohol. A pesar de que las primeres pesquisas policiales apuntan directamente a algunos de sus compañeros de juerga y el caso no reviste mayor misterio, la situación cambia cuando Knutas descubre que el fallecido cobró una importante cantidad de dinero el día anterior a su muerte.
Paralelamente, la señora Jannson denuncia la desaparición de su hija adolescente Fanny, un aparente caso de secuestro, pero nada parece indicar que los dos crímenes estén relacionados. Sin embargo, la investigación da un giro inesperado cuando en el piso de Dahlström se encuentra una caja con fotos de carácter pederasta en las que aparece la joven Fanny. El comisario Knutas necesitará todo su talento y la ayuda del periodista Johan Berg para descubrir qué se esconde detrás de este terrible caso. Entonces comprende que el perturbado asesino sigue sus pasos y se está acercando peligrosamente.

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– No te preocupes por mí. Además, hay más gente que tiene motivos para estar preocupada. Tenemos una lista con un montón de personas que han hecho lo mismo. Si te dijera quiénes son, no te lo ibas a creer.

Knutas se retrepó en la silla después de la conversación y empezó a llenar la pipa. Estaba satisfecho de que no hubiera ningún policía en la lista y aceptó la explicación de su amigo. ¡Cielos! ¿Quién no había hecho alguna tontería? Una vez, hacía mucho tiempo, él mismo había mangado un paquete de calzoncillos en un comercio de la calle Adelsgatan. Cuando estaba en la tienda con el paquete en la mano le entraron unas ganas irresistibles de experimentar lo que se sentía al birlar algo. Salió directamente del establecimiento con el paquete bajo el brazo. Pasó tantos nervios que iba temblando, pero cuando traspasó la salida lo invadió una sensación de felicidad. Una especie de inaccesibilidad. Era como si el hecho en sí lo hiciera inalcanzable. Cuando se había alejado lo suficiente del comercio y se dio cuenta de que se había librado, miró el paquete para descubrir sencillamente que se había equivocado de talla.

Knutas todavía se avergonzaba cuando pensaba en aquella peripecia. Se dio media vuelta en la silla y miró a través de la ventana. En algún lugar ahí fuera andaba suelto el asesino.

Nada apuntaba a que fueran a encontrarlo en el círculo de los conocidos habituales de Dahlström. Al contrario. Evidentemente éste estaba metido en algo de lo que ellos no tenían la menor idea. Fuera lo que fuera, lo había ocultado bien. El problema era saber cuánto tiempo había durado aquello. Probablemente, no sería muy anterior a la fecha del primer ingreso en el banco, dedujo. El 20 de julio. El mismo día que Niklas Appelqvist había visto a Dahlström con un hombre en el puerto. No era muy aventurado suponer que aquel hombre le entregó entonces a Dahlström el dinero que ese día, más tarde, él mismo ingresó en el banco. Veinticinco mil coronas. El siguiente ingreso, en octubre, fue por el mismo importe exactamente. ¿Sería posible que realmente no tuvieran nada que ver el uno con el otro? Desde el principio Knutas había dado por supuesto que las dos operaciones estaban relacionadas, pero ya no estaba tan seguro. Quizá se trataba sencillamente del pago de distintos trabajos de carpintería. Pero una persona que hubiera empleado a Dahlström, ¿por qué iba a concertar una cita con él en el puerto a las cinco de la mañana para algo tan trivial? El hombre, evidentemente, no quería que lo reconocieran.

Fanny sentía sus músculos agradablemente cansados. Calypso se había portado de maravilla. Lo había montado por su camino favorito a través del bosque, aunque en realidad era un paseo demasiado largo para un caballo de carreras tan sensible. Pero, qué demonios, le permitían montar tan pocas veces que no lo pudo evitar.

El caballo era muy manso y seguía sus indicaciones sin la menor dificultad. La hacía sentirse capacitada. Habían galopado largas distancias por el suave sendero del bosque. Ni un alma a la vista. Por primera vez en mucho tiempo había experimentado algo parecido a la felicidad. Se le alegraba el corazón cuando cabalgaba. Se elevaba un poco sobre la silla y apretaba las piernas. Le lloraban los ojos por el viento, y la conciencia de galopar a mayor velocidad de la que ella realmente era capaz de controlar lo hacía todo más excitante. Esto era vida. Ver las orejas del caballo apuntando hacia delante, oír el sonido sordo de los cascos contra el suelo, sentir la fuerza y la energía del animal.

Cuando volvió trotando al paso hasta la cuadra, sujetando el caballo con las riendas flojas, se sentía relajada. Tenía el presentimiento de que todo se iba a arreglar. Lo primero que iba a hacer era romper con él de una vez por todas. La había llamado al móvil veinte veces, seguro, a lo largo del día, pero ella se había abstenido de contestar. Quería pedirle perdón. Había escuchado los mensajes y parecía triste y arrepentido. Trataba de convencerla de que no pensaba ni una palabra de lo que había dicho. Por la mañana le había enviado un mensaje al móvil con unas flores dibujadas y un corazón. Nada de eso le causaba ya ninguna impresión.

Se había terminado dijese él lo que dijera. Nada le haría cambiar de idea. Había decidido no creerse sus amenazas de que iba a hacer que la echaran de las cuadras. Llevaba un año trabajando allí y todos la conocían. No le harían caso. Y si lo intentaba, pensaba contarlo todo. Estaba prohibido legalmente mantener relaciones sexuales con alguien de su edad, y ella lo sabía, ¡vaya si lo sabía! Tan tonta no era. Y él era un viejo asqueroso. Quizá hasta podía acabar en la cárcel. No le estaría mal empleado. Sería una liberación deshacerse de él, poder disponer de su cuerpo en paz y no tener que hacer todas las guarradas que le pedía que hiciera. Deseaba poder volver a disponer de sí misma. Su madre era como era, pero Fanny iba a cumplir pronto quince años y ya no tendría que seguir viviendo en casa mucho tiempo más. Tal vez pudiera mudarse al año siguiente, cuando empezara en el instituto. Había muchos jóvenes de los pueblos que lo hacían. Vivían en la ciudad de lunes a viernes y se iban a casa el fin de semana. Eso podía hacer ella también. Sólo con que le contara a la asistente social o a la enfermera del instituto su situación, seguro que la ayudarían.

Cuando abrazó a Calypso en el box, sintió gratitud hacia el caballo. Era como si el animal le hubiera infundido fuerza y confianza en sí misma. Una especie de confianza en que todo iba a arreglarse.

No había recorrido más de trescientos metros cuando vio las luces del coche. Venía conduciendo en dirección contraria, redujo la velocidad y bajó el cristal de la ventanilla.

– Hola, ¿vas a casa?

– Sí -gritó Fanny deteniéndose.

– Espera un momento -le dijo el hombre-. Sólo voy a dar la vuelta al coche. Espérame ahí.

– Está bien.

Dudando, se bajó de la bicicleta y se colocó en el arcén. Lo vio desaparecer y tuvo ganas de hacer lo mismo. Irse a casa pedaleando todo lo deprisa que pudiera y librarse de él. Se arrepintió inmediatamente. Iba a cortar con él de una vez por todas.

Cuando regresó le pidió que se subiera en el coche rápidamente.

– ¿Y qué hago con la bicicleta? -preguntó resignada.

– Déjala en la cuneta, nadie le hará caso. Ya vendremos a buscarla luego.

Fanny no se atrevió a llevarle la contraria. Le temblaban las piernas cuando se sentó en el asiento.

– Tengo que volver pronto a casa. Mamá está en el trabajo y tengo que sacar a Mancha.

– Te dará tiempo. Sólo quería verte y hablar un rato, ¿es que no quieres?

Le hizo la pregunta sin mirarla.

– Sí -le contestó mirándolo de soslayo.

Su voz parecía forzada, y él parecía tenso. Movía las mandíbulas como si le rechinaran los dientes.

A ella le pareció que conducía demasiado deprisa, pero no se atrevió a protestar. Fuera estaba oscuro y se veían pocos coches en la carretera. Tomó dirección sur hacia Klintehamn.

– ¿Adónde vamos?

– No muy lejos. Pronto estarás en casa.

El miedo se fue adueñando de ella. Se estaban alejando cada vez más de la ciudad, y entonces supo adonde se dirigían. Se lo pensó y llegó a la conclusión de que no conseguiría nada protestando. La tensa situación que reinaba en el coche le decía que era mejor no hacerlo.

Cuando llegaron a la casa insistió en que se diera una ducha.

– ¿Y eso por qué?

– Apestas a caballo.

Fanny abrió el grifo y el agua caliente se deslizó sobre su piel desnuda sin que sintiera nada. Se enjabonó mecánicamente mientras sus pensamientos zigzagueaban por su cabeza. ¿Por qué estaba tan raro?

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