– Te lo prometo. Venga, cuéntame.
Y Patrik le refirió todo lo que habían descubierto. Estaban en la penumbra de la sala de estar, a la sola luz del resplandor de la tele. Erica callaba y escuchaba y se quedó de piedra cuando Patrik le contó cómo sufrió Alice la lesión cerebral y cómo Christian había vivido con aquel secreto todos aquellos años, bajo la protección de Ragnar, pero también bajo su vigilancia. Cuando hubo terminado de hablar de Alice, de la frialdad con la que se crio Christian y de cómo abandonó a la familia Lissander, Erica meneó la cabeza asombrada.
– Pobre Christian.
– Pues no acaba ahí la cosa.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Erica antes de soltar un chillido al notar una patada fenomenal en los pulmones. Los gemelos estaban muy animados aquella noche.
– Christian se veía con una mujer mientras estuvo estudiando en Gotemburgo. Se llamaba Maria. Tenía un hijo, que era casi recién nacido cuando se conocieron. Ella no tenía ningún contacto con el padre. Christian y ella se fueron a vivir juntos muy pronto, a un apartamento de Partille. El niño, Emil, era como un hijo para Christian. Parece que fue una muy buena época en su vida.
– ¿Y qué pasó? -En realidad, Erica no estaba segura de querer oírlo. Quizá fuera más fácil taparse los oídos y preservarse de aquello que sabía que solo podía ser trágico y penoso de oír. Pero preguntó de todos modos.
– Un miércoles del mes de abril, Christian llegó a casa de la facultad. -La voz de Patrik sonaba hueca y Erica le cogió la mano-. La puerta no estaba cerrada con llave y se inquietó al notarlo. Llamó a Maria y a Emil, pero no respondían. Los buscó por el apartamento. Todo estaba como siempre, y vio los abrigos colgados en la entrada, así que no parecía que hubieran salido. El carrito de Emil estaba en el rellano de la escalera.
– No sé si quiero seguir oyendo -le susurró Erica, pero Patrik se quedó absorto mirando al frente, sin darse cuenta.
– Al final los encontró. En el cuarto de baño. Se habían ahogado los dos.
– ¡Por Dios santo! -Erica se tapó la boca con la mano.
– El niño estaba boca arriba en la bañera, y la madre tenía la cabeza dentro y el resto del cuerpo fuera. Según el informe de la autopsia, presentaba cardenales y marcas de dedos en el cuello. Alguien le sujetó la cabeza bajo el agua.
– ¿Quién…?
– No lo sé. La Policía no logró dar con el asesino. Curiosamente, nunca sospecharon de Christian, pese a que era el familiar más próximo. Por eso no apareció su nombre cuando buscamos en el registro.
– ¿Y cómo es posible?
– Pues tampoco lo sé. Todas las personas de su entorno aseguraron que era una pareja extraordinariamente feliz. La madre de Maria apoyó a Christian y, además, un vecino dijo haber visto a una mujer salir del apartamento aproximadamente a la hora en que el forense fijó la hora de la muerte.
– ¿Una mujer? -preguntó Erica-. ¿La misma que…?
– Ya no sé qué creer, la verdad. Este caso me está volviendo loco. Todo lo que le ocurrió a Christian está relacionado con la investigación, sé que lo está de alguna manera. Alguien lo odiaba tanto que no lo olvidó con los años.
– ¿Y no tenéis ni idea de quién puede ser? -En la mente de Erica surgió una idea, pero no lograba darle forma. Era una imagen borrosa. En cualquier caso, estaba segura de que Patrik tenía razón, todo guardaba relación.
– ¿Te importa que me vaya a la cama? -preguntó Patrik poniéndole la mano en la rodilla.
– No, cariño, vete a dormir -dijo ausente-. Yo me quedaré aquí un rato más, pero voy enseguida.
– Vale. -Le dio un beso y Erica oyó el resonar de los pasos subiendo la escalera, hacia el dormitorio.
Y se quedó allí, en la semipenumbra. En la tele estaban dando las noticias, pero quitó el sonido para poder oír sus propios pensamientos. Alice. Maria y Emil. Había algo que debía ver, algo que debía comprender. Dirigió la mirada al libro que estaba en la mesa. Lo cogió despacio y miró la cubierta y el título. La sombra de la sirena . Pensó en el pesimismo y en la culpa, en lo que Christian había querido transmitir. Supo que la respuesta se encontraba allí, en las palabras y las frases que había dejado tras de sí. Y ella averiguaría cuál era.
Las pesadillas empezaron a acudir todas las noches. Era como si hubiesen estado esperando a que se le despabilara la conciencia. En realidad, resultaba muy curioso que hubiese ocurrido tan de repente. Él siempre lo supo, siempre recordó el día en que retiró la hamaquita y dejó que Alice se hundiera en el agua. Los espasmos de aquel cuerpecito que se debatía por respirar y cómo se quedó quieto después. Siempre tuvo presentes aquellos ojos tan azules que lo miraban sin verlo bajo la superficie. Siempre lo supo, aunque no lo comprendía .
Fue un suceso sin importancia, un detalle, el que lo hizo darse cuenta un día de aquel último verano. A aquellas alturas, él ya sabía que no podría quedarse. Nunca hubo en aquella familia un lugar para él, pero tomó conciencia poco a poco. Debía abandonarlos .
Eso mismo le decían las voces. Un día se presentaron allí, no eran desagradables ni terribles, sino más bien como amigos de confianza que le hablaban susurrantes .
Solo dudaba de su decisión cuando pensaba en Alice. Pero la duda no tardaba en esfumarse. Fortalecía las voces, y él tomó la decisión de quedarse el resto del verano. Luego, se marcharía sin volver la vista atrás. Dejaría para siempre cuanto guardase relación con su madre y con su padre .
Aquel día, Alice quería un helado. Alice siempre estaba dispuesta a comer helado y, cuando a él le apetecía, la acompañaba al quiosco de la plaza. Ella siempre tomaba lo mismo, un barquillo con tres bolas de fresa. A veces él le gastaba una broma, fingía no entenderla y le pedía helado de chocolate. Entonces ella meneaba con fuerza la cabeza, le tironeaba de la manga y balbucía: «fresa» .
Alice solía sentirse como en el paraíso cuando le daban el helado. Se le iluminaba la cara y lo lamía con placer y metódicamente alrededor, para que no chorrease. Y así fue también en aquella ocasión. Le dieron el helado y empezó a caminar despacio mientras él cogía el suyo y pagaba. Cuando se dio la vuelta para seguirla, se quedó petrificado. Erik, Kenneth y Magnus. Allí estaban, mirándolo. Erik sonreía burlón .
Él notó que el helado empezaba a derretirse y chorreaba por el cucurucho, por la mano. Pero tenía que pasar por delante de ellos. Intentó mirar al frente, hacia el mar. Hacer caso omiso de sus miradas, del corazón que se le aceleraba en el pecho. Dio un paso, y uno más. Hasta que cayó de bruces en el suelo. Erik le había puesto la zancadilla justo cuando pasaba y, en el último segundo, logró poner las manos para amortiguar la caída. Le dolían las manos por el golpe. El helado salió volando y fue a parar al asfalto, entre la grava y la suciedad .
– Vaya -dijo Erik .
Kenneth se rio nervioso, pero Magnus miró a Erik con reprobación .
– ¿De verdad tenías que hacerlo, joder?
Erik no le hizo caso. Le brillaban los ojos .
– De todos modos, no te hace falta comer más helados .
Se levantó con esfuerzo. Le dolían los brazos y tenía partículas de gravilla clavadas en la palma de las manos. Se sacudió el polvo y echó a andar. Caminaba lo más rápido que podía, pero la risa de Erik siguió resonándole en los oídos .
A unos metros de allí lo aguardaba Alice. Él pasó de largo sin prestarle atención. Vio con el rabillo del ojo que lo seguía medio corriendo, pero no se detuvo a recobrar el aliento hasta que no llegaron a casa. Alice también se paró. Al principio no dijo nada, se quedó allí oyéndolo jadear. Luego le ofreció el helado .
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