– Toma, Christian, te doy mi helado. Es de fresa .
Él se quedó mirando el brazo extendido, mirando el helado. Helado de fresa, con lo que le gustaba a Alice. Y en ese instante comprendió las consecuencias de lo que le había hecho. Las voces empezaron a gritar, casi le estalla la cabeza. Se arrodilló tapándose los oídos con las manos. Tenían que callar, él tenía que hacerlas callar. Y entonces notó cómo Alice lo rodeaba con sus brazos y se hizo el silencio .
Había dormido como un tronco toda la noche. Aun así, no se sentía descansado.
– ¿Cariño? -Ni una palabra. Miró el reloj y lanzó una maldición. Las ocho y media. Ya podía darse prisa, tenían mucho que hacer.
– ¿Erica? -Recorrió el piso de arriba, pero ni rastro de la madre ni de la hija. En la cocina había una cafetera lista y una nota de Erica en la mesa de la cocina.
«Cariño, he dejado a Maja en la guardería. He estado pensando en lo que me contaste anoche y tengo que comprobar una cosa. En cuanto sepa algo, te llamo. ¿Podrías mirar un par de cosas y decirme luego la respuesta? 1. ¿Le había puesto Christian algún apodo a Alice? 2. ¿Qué enfermedad psíquica tenía la madre biológica de Christian? Un beso, Erica. Posdata: No te enfades.»
¿Qué se le había metido ahora en la cabeza? Debería haber comprendido que no podría contenerse. Cogió el teléfono que estaba encima de la mesa y llamó al móvil de Erica. Después de varios tonos, saltó el contestador. Se calmó y comprendió que no podía hacer mucho más por el momento. Tenía que irse al trabajo cuanto antes, y no tenía ni idea de dónde estaba su mujer.
Además, las preguntas de la nota le habían despertado curiosidad. ¿Habría encontrado alguna pista? Erica era muy lista, de eso no cabía duda. Y en más de una ocasión había descubierto cosas que a él le habían pasado inadvertidas. Lo único que querría es que no se largase sola, así, de aquella manera.
Se tomó el café de pie y, tras unos minutos de vacilación, llenó la taza para el coche que Erica le había regalado por Navidad. Esta vez le vendría bien la cafeína y lo primero que hizo al llegar a la comisaría fue ir a la cocina y tomarse la tercera taza del día.
– Bueno, ¿y qué nos toca hacer ahora? -preguntó Martin cuando casi se chocan en el pasillo.
– Tenemos que revisar todo el material del asesinato de la pareja de Christian y de su hijo. Llamaré a Gotemburgo ahora y veré si podemos conseguir que nos lo envíen. Creo que les pediré que lo envíen por mensajero e intentaré camuflar el gasto para que no lo vea Mellberg. Luego tenemos que hablar con Ruud, por si el laboratorio ha enviado algún informe sobre la bayeta y la lata de pintura que había en el sótano de Christian. Seguro que aún no está listo, pero más vale apremiarlos un poco. Tú podrías encargarte, ¿de acuerdo?
– Claro, ahora mismo. ¿Algo más?
– Por ahora no -respondió Patrik-. Yo tengo que hablar otra vez con Ragnar Lissander, pero ya os contaré cuando sepa algo más.
– De acuerdo, avisa cuando me necesites -dijo Martin.
Patrik entró en su despacho. No se explicaba cómo podía estar tan cansado. Hoy ni siquiera le hacía efecto la cafeína. Respiró hondo para reunir fuerzas y marcó el número del padre de acogida de Christian.
– Ahora no puedo hablar mucho -le susurró Ragnar, y Patrik comprendió que Iréne debía de estar cerca.
– Solo tengo dos preguntas -dijo bajando la voz él también, aunque no era necesario. Sopesó brevemente si debía preguntarle a Ragnar por qué no había dicho nada de la época que la familia pasó en Fjällbacka, pero decidió esperar a que pudieran hablar tranquilamente. Además, tenía el presentimiento de que lo que Erica quería averiguar era más relevante en aquellos momentos.
– Vale -respondió Ragnar-, pero que sea rápido.
Patrik le hizo las preguntas de Erica. Las respuestas lo dejaron desconcertado. ¿Qué significaba aquello?
Le dio las gracias a Ragnar, colgó y volvió a llamar a Erica. Seguía saltando el contestador. Dejó un mensaje y se retrepó en la silla. ¿Cómo encajaba aquello? ¿Y dónde estaría Erica?
– ¡Erica! -Thorvald Hamre se inclinó para abrazarla. Pese a que Erica medía más de un metro setenta y llevaba bastante peso de más, se sintió como una enana a su lado.
– ¡Hola, Thorvald! Gracias por recibirme con tan poco margen -dijo correspondiendo a su abrazo.
– Tú siempre eres bienvenida, ya lo sabes. -Solo se oía un levísimo indicio de la melodía de la lengua noruega. Llevaba casi treinta años en Suecia y, después de tanto tiempo, se sentía más patriota que los propios gotemburgueses, como atestiguaba la gran bandera del equipo IFK Göteborg que tenía en la pared.
– ¿En qué te puedo ayudar esta vez? ¿En qué historia apasionante estás trabajando ahora? -Se mesó el enorme bigote gris y se le iluminaron los ojos.
Se conocieron cuando Erica buscaba asesoramiento para los aspectos psicológicos de sus libros. Thorvald tenía una consulta privada muy próspera, pero dedicaba todo el tiempo libre a profundizar en el lado más oscuro del ser humano. Incluso había asistido a un curso del FBI. Erica no se atrevía siquiera a imaginar cómo habría entrado allí. Lo principal era que Erica contaba con el asesoramiento de un psiquiatra excelente que, además, estaba encantado de compartir sus conocimientos.
– Pues quería que me respondieras a algunas preguntas, aunque todavía no puedo decirte por qué, pero espero que puedas ayudarme de todos modos.
– Por supuesto, lo que necesites.
Erica lo miró agradecida y reflexionó un instante sobre por dónde debía empezar. Aún no había conseguido encajarlo todo. El monstruo cambiaba constantemente, como los colores y las formas de un caleidoscopio. Pero en algún lugar había una estructura y quizá Thorvald pudiera ayudarle a encontrarla. Había oído el mensaje de Patrik poco antes de llegar a Gotemburgo. Oyó la llamada, pero prefirió no coger el teléfono para no tener que responder a sus preguntas. Lo que oyó en el mensaje no le causó la menor sorpresa, simplemente, confirmó sus sospechas.
Ordenó sus pensamientos un instante y empezó a hablar. Sin detenerse, sin una pausa, le expuso todo lo que sabía. Thorvald la escuchaba con suma atención, con los codos apoyados en la mesa y las yemas de los dedos enfrentadas. De vez en cuando, a Erica se le hacía un nudo en el estómago, cuando tomaba conciencia de lo terrible que era aquella historia.
Cuando hubo terminado, Thorvald se quedó en silencio. Erica se había quedado casi sin respiración, como si acabase de terminar una carrera. Uno de los bebés le daba patadas como para recordarle que había cosas agradables y amables en la vida.
– ¿Y a ti qué te parece todo esto? -preguntó Thorvald.
Tras dudar un instante, le expuso su teoría. La fue desarrollando durante la noche, tumbada en la cama mirando al techo mientras Patrik dormía a pierna suelta a su lado. Y había ido perfilándola mientras el coche se deslizaba por la E6 hacia Gotemburgo. Y pronto comprendió que tenía que contársela a Thorvald. Él podría confirmarle si era tan absurda como parecía, él le diría si tenía una imaginación exacerbada.
Pero no fue así, sino que la miró y le dijo:
– Es perfectamente posible. Lo que dices es perfectamente posible.
Aquellas palabras la hicieron soltar el aire con una mezcla de miedo y alivio. Ahora estaba segura de que tenía razón. Pero las consecuencias eran casi imposibles de comprender.
Estuvieron hablando cerca de una hora. Erica le hizo las preguntas necesarias para tener una idea cabal de todo. Si quería exponer aquella teoría, debía disponer de todos los datos. De lo contrario, podía ser desastroso. Y aún le faltaban algunas piezas del rompecabezas. Había reunido las suficientes como para ver el dibujo, pero aquí y allá se advertían los huecos. Y antes de desvelar su hipótesis, debía rellenarlos.
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