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Jussi Adler-Olsen: La Casa del Alfabeto

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Jussi Adler-Olsen La Casa del Alfabeto

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Alemania, segunda guerra mundial. El avión de los pilotos ingleses James Teasdale y Bryan Young es derribado en territorio enemigo durante una misión fotográfica. Consiguen sobrevivir, pero no llevan los uniformes, por lo que, si son capturados, serán acusados de espionaje y, probablemente, ejecutados. Finalmente logran subir a un tren que parte del frente oriental con soldados enfermos. En uno de los vagones encuentran a varios oficiales de alto rango muertos sobre unas camas. Sin vacilar, James y Bryan tiran a dos de ellos del tren y ocupan su lugar, con la esperanza de poder escapar en cuanto tengan una oportunidad. Así, llegan hasta la Casa del Alfabeto, un hospital psiquiátrico situado en el corazón de Alemania, Mientras, la guerra sigue haciendo estragos, su única oportunidad de sobrevivir es simular que son enfermos mentales, pero ¿serán capaces de hacerlo durante meses sin convertirse en auténticos perturbados? ¿Son los únicos del pabellón que están fingiendo?

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Pronto el cuerpo del soldado se quedó inmóvil.

Mientras tanto, el tren blindado los habla adelantado y el tren ambulancia empezaba a acelerar obcecadamente.

Y los perseguidores se detuvieron.

CAPÍTULO 3

Las siluetas danzantes de unos árboles desnudos aparecieron sobre las lomas, al sur del tren traqueteante que seguía avanzando.

Poco a poco James había recuperado el aliento y pasó la mano por la espalda de su amigo.

– Incorpórate, Bryan. ¡Vas a pillar una pulmonía!

A ambos les castañeteaban los dientes.

– No podemos quedarnos aquí -dijo Bryan, que se había tumbado sobre el suelo helado.

Por un instante, el tren se inclinó hacia una loma en una curva suave ofreciéndoles una amplia vista.

– Si nos quedamos aquí fuera, nos moriremos de frío o acabarán con nosotros a tiros en la próxima estación. Tenemos que saltar en cuanto podamos.

Bryan, con la mirada vacía, escuchaba con atención el traqueteo cada vez más rápido que producía el contacto de las ruedas del tren con las junturas de los raíles.

– ¡Maldita sea! -añadió quedamente.

– ¿Estás herido? -James no miraba a Bryan-. ¿Puedes ponerte en pie?

– ¡No creo estar más maltrecho que tú!

– Al menos podemos agradecer que hayamos tenido la suerte de subir a un tren ambulancia. Tenemos una plaza hospitalaria asegurada, al otro lado de la puerta.

Ninguno rió. James alcanzó el tirador de la puerta e intentó moverlo. 1.a puerta estaba cerrada con llave.

Bryan se encogió de hombros. Aquello era una locura.

– Nos recibirán a balazos si conseguimos abrir la puerta. A saber lo que se esconde al otro lado.

James comprendió inmediatamente lo que quería decir su compañero. Nadie daba un duro por la cruz roja, aún menos si estaba pintada sobre material alemán. Hacía ya tiempo que abusaban del signo de la misericordia. Incluso los pilotos de los cazas aliados habían dejado de tener vedado ese tipo de transportes, ambos lo sabían mejor que nadie.

¿Y si realmente se trataba de un tren hospital? El odio que sentían los alemanes hacia los pilotos aliados era comprensible. Él también tenía sus razones para odiar a los hombres de la Luftwaffe. Todos tenían cargos de conciencia más que suficientes para olvidar la misericordia. Todos los que participaban en aquella guerra de locos.

Una sola mirada de James hizo que Bryan asintiera con la cabeza. Los ojos sólo expresaron melancolía; melancolía y tristeza.

La suerte había dejado de ser un valor infinito.

El tren se tambaleó al cruzar un paso a nivel. La silueta de una mujer de edad avanzada que irradiaba una autoridad natural se dibujó nítidamente en el camino, al lado de la casilla de peajero que estaba a su cargo.

James sacó la cabeza cautelosamente y echó un vistazo a su alrededor. Todavía estaba oscuro; todo estaba en calma; nada dejaba adivinar lo que traería la próxima curva, ni lo que les aguardaría en la siguiente.

Empezaron a oírse algunos ruidos provenientes del interior del vagón. La mañana había surtido su efecto. Era el pistoletazo de salida para que los enfermeros iniciaran sus tareas. A sus espaldas oyeron el crujido del pestillo de la puerta que unía las plataformas de los dos vagones. Un suave golpecito en el cuello de la cazadora hizo que James alzara la vista. Bryan reculó hasta colocarse detrás de la puerta y le hizo señas a su compañero para que siguiera su ejemplo.

Un segundo después alguien tiró de la puerta. Un joven asomó la cabeza, respiró profundamente y suspiró, complacido. Gracias a Dios, el viento soplaba del norte y el enfermero tuvo que salir al extremo de la plataforma, dándoles así la espalda antes de abrirse la bragueta.

Bryan posó la mano sobre el brazo de James cuando éste empezó a temblar nerviosamente. Pero James retiró el brazo con un gesto impaciente y desplazó el peso a la pierna que estaba mejor colocada a fin de tomar ímpetu para el salto. El enfermero flexionó ligeramente las rodillas y soltó una ventosidad mientras se sacudía satisfecho las últimas gotas de orina al viento.

Desde donde se hallaba Bryan, pareció que James esperaba a que el enfermero diera la vuelta para saltar. El golpe cayó inmisericorde, atravesando el rostro perplejo del alemán, que se precipitó al vacío. Un ruido sordo y el súbito cambio de sentido del cuerpo reveló la muerte del enfermero al chocar contra un olmo solitario que dominaba majestuosamente la ladera que dejaron atrás. En su caída continuada, el cuerpo desapareció tras un arbusto cubierto de hielo.

Tardarían todavía un tiempo en descubrirlo.

Bryan estaba horrorizado. Jamás se habían encontrado cara a cara con la muerte que tantas veces habían causado. James se apoyó contra la pared vibrante del vagón.

– ¡No podía hacer otra cosa, Bryan! ¡Era él o nosotros!

Bryan acercó la frente a la mejilla de James y suspiró.

– ¡Va a resultar muy difícil rendirse después de esto, James!

La ocasión de rendición había sido perfecta. El joven enfermero había salido a la plataforma solo y desarmado. Ahora era demasiado tarde para arrepentirse. Lo hecho, hecho estaba. Las traviesas pasaban zumbando bajo sus pies y el traqueteo de los raíles se iba haciendo cada vez más insistente.

Si saltaban ahora, serían aplastados en la caída.

James volvió la cabeza y acercó la oreja a la puerta. Al otro lado todo estaba en silencio. Escarmentado, se secó las manos en los pantalones, asió el tirador de la puerta, acercó el índice a los labios y asomó la cabeza por la hendidura de la puerta.

Le hizo un gesto a Bryan para que lo siguiera.

El interior del vagón estaba a oscuras. Un tabique indicaba el paso a una estancia más amplia, de la que les llegaban algunos ruidos y un poco de luz. Debajo del techo había algunos estantes repletos de tarros, botellines, tubos y cajas de cartón de todos los tamaños; en una esquina había un taburete. Esa estancia era el espacio reservado al enfermero de noche.

Al chico al que acababan de quitarle la vida.

James se bajó la cremallera de la cazadora cuidadosamente y le indicó a Bryan que hiciera lo mismo con su mono de piloto.

Pronto se encontraron en mangas de camisa y calzoncillos largos. James había lanzado el resto de sus ropas al viento desde la plataforma que acababan de abandonar.

Tenían sus esperanzas depositadas en que no les dispararan inmediatamente al verlos ataviados de aquella guisa.

La visión con la que se encontraron tras el tabique les hizo detenerse: decenas de soldados apiñados en estrechas camas de acero o sobre colchones de crin de rayas grises y blancas en el suelo, pegados uno a otro. Una estrecha franja de tablas desnudas conducía hasta el fondo del vagón; era el único camino que podían tomar. Varios rostros inexpresivos y soñolientos estaban vueltos hacia ellos, aunque no parecía que nadie fuera a reaccionar a su presencia. Muchos todavía llevaban el uniforme puesto. No había ni un solo soldado raso.

Un sofocante hedor a orina y excrementos se mezclaba con unos discretos olores dulzones a alcanfor y cloroformo. La mayoría de aquellos hombres gravemente heridos respiraban con dificultad, pero ninguno se quejaba.

Al pasar lenta y comedidamente por su lado, James saludó con un gesto de la cabeza a aquellos a los que todavía parecía quedarles un poco de vida. Unas sábanas sucias y finas eran lo único que los protegía del frío.

Uno alzó el brazo hacia Bryan, que intentó zafarse con una sonrisa. James estuvo a punto de tropezar con un pie que asomaba por debajo de una sábana. Se llevó la mano a la boca para ahogar una exclamación de sorpresa y dirigió la mirada al hombre que estaba tendido a sus pies. La mirada que le devolvió el oficial era fría y mortecina. Probablemente, el oficial llevaba muerto toda la noche y todavía estrujaba una compresa entre los dedos; la gasa estaba limpia pero el colchón estaba manchado de la sangre que debió abandonar al pobre desgraciado de forma repentina y violenta.

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