Jussi Adler-Olsen - La Casa del Alfabeto

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Alemania, segunda guerra mundial. El avión de los pilotos ingleses James Teasdale y Bryan Young es derribado en territorio enemigo durante una misión fotográfica. Consiguen sobrevivir, pero no llevan los uniformes, por lo que, si son capturados, serán acusados de espionaje y, probablemente, ejecutados.
Finalmente logran subir a un tren que parte del frente oriental con soldados enfermos. En uno de los vagones encuentran a varios oficiales de alto rango muertos sobre unas camas. Sin vacilar, James y Bryan tiran a dos de ellos del tren y ocupan su lugar, con la esperanza de poder escapar en cuanto tengan una oportunidad. Así, llegan hasta la Casa del Alfabeto, un hospital psiquiátrico situado en el corazón de Alemania, Mientras, la guerra sigue haciendo estragos, su única oportunidad de sobrevivir es simular que son enfermos mentales, pero ¿serán capaces de hacerlo durante meses sin convertirse en auténticos perturbados? ¿Son los únicos del pabellón que están fingiendo?

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Bryan miró incrédulo a James.

– ¡Oberführer! ¡Sí, has oído bien! -El rostro de James reflejaba gravedad-. ¡Y yo soy Standartenführer! ¡Hemos prosperado una barbaridad, Bryan!

Pocos segundos después de que se hubieran desnudado y hubieran hecho desaparecer su ropa por la misma ventanilla por la que habían hecho desaparecer a los dos soldados, el soplo de una casa adyacente les avisó de que acababan de cruzar un paso a nivel.

– ¡Quítatela! -le dijo James señalando la placa de identificación que Bryan llevaba colgando en el pecho desde hacía cuatro años.

Bryan titubeó. De un súbito tirón. James se la arrancó. Bryan sintió un vacío en el estómago cuando su compañero arrojó las dos placas por la ventanilla.

– ¿Y el pañuelo de Jill? -dijo Bryan señalando la pañoleta con el corazón bordado que todavía pendía alrededor del cuello de James. James no se molestó siquiera en comentarlo y se puso el camisón que le había quitado al cadáver.

James, que seguía sin inmutarse, se subió a la cama y se echó sobre las sábanas mugrientas y las heces del muerto. Aspirando profundamente se centró un instante en silencio, fijó la mirada unos segundos en el techo y susurró entonces sin volver la cabeza:

– ¡Vale! Hasta ahora, todo bien. Ahora tendremos que quedamos aquí tendidos, ¿lo has entendido? Nadie sabe quiénes somos y nosotros no se lo vamos a contar. Recuerda: ¡pase lo que pase, debes mantener la boca cerrada! Si metes la pata, aunque sólo sea una vez, estaremos acabados.

– ¡No hace falta que me lo digas, joder! -Bryan miró con disgusto la sábana manchada. Cuando se echó sobre ella le pareció húmeda-. Prefiero que me cuentes qué crees que dirán los enfermeros cuando nos vean. ¡No vamos a poder engañarlos, James!

– Tú limítate a mantener la boca cerrada y a hacerte el inconsciente, así no se darán cuenta de nada, puedes estar seguro de ello. ¡Debe de haber más de mil heridos en este tren!

– Tengo la impresión de que los que están aquí son algo especiales…

Un chasquido metálico proveniente del vagón anterior les hizo callarse y cerrar los ojos. Oyeron pasos que avanzaban hacia ellos, pero pasaron de largo y siguieron hasta el vagón siguiente. Bryan distinguió un uniforme entre las pestañas apretadas y vio cómo desaparecía por la puerta.

– ¿Qué hacemos con las cánulas, James? -dijo Bryan con voz queda.

James echó un vistazo por encima del hombro. El tubo de goma colgaba suelto al lado de la cama.

– No vas a conseguir que me lo clave en el brazo -prosiguió.

La expresión del rostro de James le puso la carne de gallina.

James se levantó de la cama silenciosamente y agarró del brazo a Bryan, que abrió los ojos aterrado.

– ¡No lo hagas! -bufó-. ¡No tenemos ni idea de lo que tenían esos soldados! ¡Nos pondremos enfermos!

El grito sofocado de Bryan advirtió a James de que tales consideraciones habían dejado de tener importancia. Bryan, estupefacto, se quedó mirando la cánula que había penetrado en la sangradura de su brazo mientras el tubo seguía bandeando de un lado a otro y James volvía a echarse en el lecho de muerte del vecino.

– No debes tener miedo, Bryan. Lo que estos soldados tenían no es nada de lo que nos vayamos a morir.

– Eso no puedes saberlo. Al fin y al cabo no tienen heridas por ningún lado. Puede que tengan las enfermedades más espantosas del mundo.

– ¿Prefieres que te ejecuten a aprovechar esta ocasión?

James bajó la mirada hasta su brazo y apretó la cánula con fuerza. Volvió la cabeza e introdujo la aguja en un punto fortuito de la vena hasta casi perder el sentido.

En ese mismo instante la puerta del vagón de detrás se abrió.

Bryan sintió que su corazón lo traicionaba al latir con demasiada fuerza y sonoridad cuando los pasos se mezclaron con las voces. No entendía nada. Para él, las palabras eran meros sonidos, nada más.

De pronto apareció en su mente la memoria nítida de muchos días alegres en Cambridge.

Por aquel entonces, James había estado demasiado ocupado estudiando alemán, idioma en el que estaba especializado, para abandonarse al júbilo generalizado. Y ahora se encontraba postrado a su lado, conquistando sus laureles/pues entendía lo que me estaba diciendo. Bryan se reconcomía de remordimiento. Si hubiera podido, habría dado todas sus horas de amor, todos sus flirteos retozones y demás placeres y delicias a los que se había abandonado por entender aunque sólo fuera una fracción de lo que se decía en ese momento en el vagón.

En su impotencia, Bryan se aventuró a entreabrir los ojos. Al fondo del vagón había un grupo numeroso de personas inclinado sobre una cama consultando el cuadro médico de un paciente.

Entonces la enfermera corrió la sábana por encima de la cabeza del paciente mientras los demás seguían su ronda. Un sudor frío y húmedo se asentó en el nacimiento del cabello de Bryan y empezó a deslizarse por su cara.

Una mujer pechugona entrada en años, que aparentemente ostentaba cierta autoridad, precedía al resto del grupo evaluando con mirada experta a los pacientes mientras sacudía los cabezales de las camas metálicas. Al ver la oreja de James se detuvo y se escurrió entre las camas de Bryan y James.

Murmuró un par de palabras y se inclinó aún más, como si quisiera tragarse a James.

Cuando volvió a incorporarse, se dio la vuelta y miró a Bryan en el mismo momento en que éste cerraba los ojos. «Dios mío, haz que pase de largo», pensó, prometiéndose a sí mismo que no volvería a ser tan imprudente.

El sonido de sus tacones fue amortiguándose a medida que se alejaba. Bryan echó un vistazo a su alrededor por el rabillo del ojo. James seguía tendido a su lado, completamente relajado, con el rostro vuelto hacia él y los ojos cerrados, sin el más leve parpadeo que pudiera delatarlo.

Quizá James tenía razón cuando le había dicho que el personal médico no era capaz de distinguir a un paciente de otro.

En cualquier caso, la enfermera en jefe había pasado por su lado sin inmutarse.

Pero ¿qué pasaría cuando les sometieran a un examen más exhaustivo? ¿Cuando tuvieran que lavarlos? O cuando se presentaran las ganas de orinar o, en su caso, cuando tuviera que defecar. Bryan no se atrevía a pensar en las consecuencias y ya empezaba a notar ciertos retortijones en el vientre que iban en aumento.

Cuando la enfermera en jefe hubo echado el último vistazo a la última cama del vagón, batió las manos y profirió una orden. Poco después se hizo un profundo silencio en el vagón.

Al cabo de unos pocos minutos Bryan volvió a entreabrir los ojos. James lo estaba mirando fijamente con una mirada elocuente.

– Se han ido -susurró Bryan mientras echaba una mirada a la hilera de camas-. ¿Qué pasó?

– A nosotros nos dejan para más tarde. ¡Hay otros que están más necesitados de sus atenciones!

– ¿Entiendes lo que dicen?

– ¡Sí! -James se llevó la mano a la oreja y recorrió su cuerpo con la mirada. Las heridas que tenía en el cuerpo y en la mano no saltaban a la vista-: ¿Qué aspecto tienen tus heridas?

– ¡No lo sé!

– ¡Pues a ver si te enteras!

– ¡Pero si no puedo quitarme la camisa ahora!

– ¡Inténtalo! Tienes que secarte la sangre, si es que la hay. ¡Si no lo haces, puede que sospechen de ti!

Bryan miró la cánula de soslayo. Examinó la sala, inspiró profundamente y se sacó la camisa por encima de la cabeza, de manera que le colgara del brazo en el que se había introducido la cánula.

– ¿Qué pinta tiene? -se oyó de la cama vecina.

– ¡No demasiado buena!

Tanto los brazos como los hombros estaban necesitados de una ablución a fondo. Las heridas no eran profundas pero tenía una brecha en el hombro que le llegaba a la espalda.

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