En el mismo momento en que James le arrancaba la gasa de £a mano al muerto y se llevaba el rollo a la herida que tenía en el lóbulo de la oreja y de la que volvía a manar la sangre, oyeron un traqueteo y un chirrido procedente del fondo del vagón de donde habían venido.
– ¡Sígueme! -susurró James.
– ¿Por qué no nos quedamos dónde estamos? -prorrumpió Bryant al llegar al pasillo de comunicación. Casi todo el suelo estaba cubierto de vendas usadas que enrarecían el aire y lo hacían irrespirable.
– ¿Pero es que no tienes ojos en la cara, Bryan?
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Los oficiales del vagón llevaban todos la insignia de las SS. ¡Todos !¿Qué crees que pasará si, en lugar de los enfermeros, nos descubren unos soldados de las SS? -Le envió una sonrisa triste a Bryan y cerró los labios. Su mirada se endureció-. Te prometo que saldremos de aquí, Bryan, ¡siempre y cuando me confíes las decisiones a mí!
Bryan no dijo nada.
– ¿De acuerdo? -La mirada de James se tornó insistente.
– ¡De acuerdo! -Bryan intentó enviarle una sonrisa.
Un cubo lleno de instrumental cromado tintineó a los pies de Bryan. Una oscura masa líquida e indefinida se escurría por los bordes.
Todo parecía indicar que el cometido primordial de aquel transporte era trasladar a aquellos hijos de la gran Alemania a tierras alemanas.
Si ése era un tren hospital normal y corriente, el frente oriental debía de ser el infierno en la tierra.
El siguiente vagón no estaba a oscuras. Varias bombillas iluminaban las dos hileras de enfermos que se hacinaban a lo largo de las dos paredes del vagón.
James se detuvo detrás de una de las camas y sacó el cuadro médico del paciente. Saludó con una leve inclinación de la cabeza al paciente, que no era consciente de su presencia, y se acercó a la siguiente camilla. Al ver su cuadro médico se quedó paralizado. Bryan se le acercó sin hacer ruido y echó un vistazo a la tarjeta.
– ¿Qué pone? -preguntó en un susurro.
– Pone «Schwarz, Siegfried Antón. Geb. 10.10.1907, Hauptsturmführer».
James dejó caer la tarjeta y lo miró fijamente a los ojos:
– ¡Son todos oficiales de las SS! También en este vagón, Bryan.
Uno de los pacientes que tenían más cerca llevaba muerto varias horas. Un enfermero ingenioso había atado el brazo lisiado en cabestrillo, de manera que las sacudidas ocasionales del tren no incidieran en la fractura. James fijó la mirada en su axila y agarró a Bryan.
Un grito proveniente del vagón que acababan de abandonar hizo que se sobresaltara el oficial cuyo cuadro médico acababan de estudiar. Los miró con las comisuras de los labios borboteantes de espuma.
Más adelante, donde los vagones se acoplaban con fuelles de lona de color marrón negruzco, se dieron cuenta de que el siguiente vagón era distinto. El ruido de los raíles estaba más amortiguado que antes. El tirador era de latón. La puerta se abrió sin chirridos.
Allí no había tabique. Unas pocas lámparas que desprendían una luz amarillenta iluminaban diez camas dispuestas en paralelo, tan juntas que los enfermeros apenas podían escurrirse entre ellas. Las botellas de vidrio que pendían sobre las cabeceras con sus líquidos prolongadores de la vida tintineaban débilmente contra los soportes de acero. Éste era el único ruido que se oía en el vagón. En cambio llegaban unas voces muy nítidas desde el vagón de delante.
James se encajonó entre las dos primeras camas y se inclinó sobre el paciente que tenía más cerca. Se detuvo un instante a observar la caja torácica del enfermo, que subía y bajaba de forma casi imperceptible. Luego se dio la vuelta sin hacer ruido y acercó la oreja a la región cardíaca del siguiente paciente.
– ¡Qué diablos estás haciendo, James! -protestó Bryan en voz tan baja como le fue posible.
– ¡Encuentra a uno que se haya muerto, pero date prisa! -dijo James sin mirarlo mientras se apresuraba a pasar al siguiente.
– ¿Acaso pretendes que nos echemos en sus camas?
Bryan no se creyó, ni por un instante, su propia ocurrencia descabellada.
Sin embargo, la mirada que James le dirigió mientras se incorporaba le hizo cambiar de parecer. «¿Qué otra cosa te habías imaginado que podíamos hacer», parecían decir sus ojos.
– ¡Nos matarán. James! Si no es por el enfermero, será por esto.
– Cállate ya, Bryan. ¡Nos matarán hagamos lo que hagamos, en cuanto tengan la menor ocasión! ¡Puedes estar seguro de ello!
James se incorporó de un salto sobre el lecho y empujó el cuerpo hacia adelante. Luego despojó al hombre del camisón y dejó que el cuerpo inánime volviera a derrumbarse violentamente contra la cabecera de la cama con los brazos colgando a ambos lados.
– Ayúdame -le dijo en tono imperioso mientras le arrancaba la cánula del brazo al muerto y lo despojaba de las mantas que lo cubrían. Un hedor podrido provocó los jadeos de Bryan.
James empelló el cuerpo hacia adelante para que Bryan pudiera agarrarlo. La fina piel del muerto estaba magullada y fresca, aunque sin llegar a estar fría del todo. Las náuseas y las arcadas hicieron que Bryan contuviera la respiración y apartara la vista mientras James tiraba de los ganchos de la ventana más próxima hasta que los nudillos de sus manos se volvieron blancos y duros.
Bryan, que a punto estuvo de desplomarse, se mareó al notar el aire helado que entraba por la ventana. James retorció el cuerpo librándolo de los brazos de su compañero, levantó ligeramente el brazo derecho del muerto, echó un vistazo por debajo de éste para, acto seguido, clavar la mirada en su rostro; no era mucho mayor que ellos.
– ¡Échame una mano de una maldita vez, Bryan!
Al agarrarlo por las axilas, los brazos laxos del cadáver se elevaron en el aire. Bryan buscó sus pies y tiró de ellos. Entonces James se reclinó tanto como pudo y trasladó el cadáver al otro lado. Respiró profundamente y empujó el cuerpo del soldado hacia arriba con toda su fuerza, de manera que la nuca quedara apoyada en el estrecho marco metálico de la ventana durante un momento. Cuando se liberó del peso y el cadáver aleteó libremente en el aire atravesando la fina capa de hielo de la zanja que en aquel mismo instante cruzaba las vías del tren, Bryan empezó a comprender lo que había pasado.
Ya no cabía la posibilidad de dar marcha atrás y volver a la inocencia de antaño.
James se apresuró a dar la vuelta a la cama para tomarle el pulso al siguiente cuerpo. Repitió el procedimiento y empelló el cuerpo hacia adelante.
Sin que mediara ni una sola palabra, Bryan recibió el cuerpo y echó la manta que lo cubría al suelo. Ese hombre tampoco llevaba vendajes, pero era algo más pequeño y de complexión más fuerte que el anterior.
– Pero ¡si no está muerto! -objetó Bryan a la vez que estrechaba el cuerpo caliente entre sus brazos. James echó el brazo del paciente hacia atrás y miró a su axila.
– Grupo sanguíneo A positivo. ¡Recuérdalo, Bryan!
Dos tenues inscripciones en la axila mostraron el trabajo del tatuador,
– ¿Qué me estás diciendo, James?
– Que éste se te parece más a ti que a mí y que, por tanto, a partir de ahora tu grupo sanguíneo es el A positivo. Todos los soldados de las SS llevan tatuado el grupo sanguíneo en la axila izquierda y la mayoría, además, el emblema de las SS en la derecha.
Estas palabras hicieron que Bryan se detuviera:
– ¡Estás loco! ¡Así nos descubrirán en seguida!
James no reaccionó. En su lugar consultó los cuadros médicos de las dos camas y los estudió, uno a uno.
– Tú te llamas Amo von der Leyen y eres Oberführer. Yo me llamo Gerhart Peuckert. ¡Acuérdate!
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