Un silbido les hizo volver la cabeza. Las nubes sobre las copas de los árboles formaban pequeños campos oscuros y en uno de ellos volvió a aparecer el avión. Esta vez se dirigía directamente hacia ellos.
James se lanzó sobre Bryan y lo aplastó con fuerza contra los montones de nieve.
– ¡Tengo un frío de mil demonios! -exhaló Bryan con la cara enterrada en la nieve, bajo el cuerpo de James.
Intentó sonreír. James recorrió su espalda con la mirada y frunció la boca al ver los fondillos desgarrados del mono de piloto de Bryan y los terrones de nieve que se fundían al entrar en contacto con el cuerpo, desbordándose luego por la espalda y las caderas.
– Esperemos que sigas así durante algún tiempo -contestó a la vez que echaba la cabeza hacia atrás-. ¡Si el tipejo de allí arriba nos ha visto, pronto empezarás a sudar como un condenado!
En aquel mismo instante, el avión volvió a pasar por encima de los dos pilotos y desapareció.
– ¿Qué cacharro era? ¿Has podido fijarte? -preguntó Bryan mientras intentaba sacudirse la nieve de la espalda.
– Posiblemente, un Junkers; parecía ligero. ¿Crees que nos habrá visto?
– Si lo hubiera hecho, no seguiríamos vivos. ¡Pero sin duda ha visto las huellas que hemos dejado!
Bryan cogió la mano de James y dejó que éste lo levantara de un tirón. Ambos sabían que tan sólo era cuestión de tiempo hasta que todo terminara para ellos. Si alcanzaban el pueblo, tal vez tendrían alguna oportunidad. Debían confiar en que los campesinos entenderían que no teman intención de oponer resistencia, lo cual no sucedería si el avión o una de las patrullas que probablemente habían enviado detrás de ellos los encontraba antes.
No les darían ninguna oportunidad. Así de sencillo.
Corrieron durante un buen rato sin detenerse. Sus movimientos eran torpes. Cada vez que las botas chocaban contra la tierra helada, el dolor atravesaba sus cuerpos. James no parecía encontrarse bien y estaba pálido como un cadáver.
Oyeron un zumbido quedo que provenía de algún lugar lejano a sus espaldas. James y Bryan se miraron de soslayo. Se oyó un nuevo sonido que venía de delante. No era el mismo sonido, sino más bien el de un tren pesado en movimiento.
– ¿No decías que las vías del tren estaban hacia el sur? -jadeó James volviendo a oprimir las manos heladas contra el pecho.
– ¡Joder, James! ¡También te dije que no estaba seguro!
– ¡Vaya navegante que estás hecho!
– ¿Habrías preferido que le hubiese echado un vistazo al mapa en lugar de sacarte de esa estúpida lata yanqui?
James no contestó, posó la mano en el hombro de Bryan y señaló hacia el fondo de la hondonada grisácea que se extendía a ambos lados, desde donde llegaba el sonido inconfundible de la caldera bombeante de una locomotora.
– Ahora supongo que te habrás hecho una idea más exacta del lugar en el que nos hallamos…
Un simple gesto de Bryan hizo que se relajara. Ahora sabían dónde estaban; la cuestión era si eso les beneficiaría. Se agazaparon detrás de un arbusto de ramas muertas y grises. El tramo de vías férreas emergía del paisaje blanco como finas líneas dibujadas sobre una hoja de papel. El terraplén que se extendía desde las vías del tren tenía un ancho de entre seiscientos y setecientos metros y era bastante abierto.
Por tanto, habían estado al sur de las vías del tren durante todo el tiempo.
– ¿Estás bien?
Bryan tiró del cuello de la chaqueta de piel de James con cuidado, dándole la vuelta, de manera que estuvieran frente a frente. La palidez resaltaba las líneas del cráneo de James. Éste se encogió de hombros y volvió a dirigir la mirada a las vías del tren. Empezaba a clarear lentamente y las sombras en el valle se tornaron móviles y adquirieron forma; una visión majestuosa a la vez que aterradora. El sonido de los enormes convoyes era transportado hasta ellos en pequeñas oleadas por el viento. Los vagones pasaban uno detrás de otro como una cuerda de salvamento entre el frente y la patria. Locomotoras blindadas emitiendo bufidos, una eternidad de vagones plataforma protegidos por cañones, nidos de cañones automáticos al abrigo de sacos de arena y pardos vagones para el transporte de tropas, de entre cuyas cortinas bajadas no escapaba ni el más mínimo atisbo de luz. Una vez hubo pasado el convoy, otros sonidos anunciaron la aparición de nuevos convoyes.
Apenas transcurrían unos minutos entre el paso de un convoy y otro. Durante este corto espacio de tiempo, en el que sus rodillas habían empezado a dormirse bajo los cuerpos encogidos, debieron de pasar miles de destinos humanos; los veteranos extenuados y heridos hacia el oeste, los reservistas asustados y mudos hacia el este. Unas cuantas bombas lanzadas sobre este tramo todos los días y los rusos obtendrían el respiro que tanto ansiaban y el campo libre en la caldera infernal del frente este.
Bryan notó un tirón en la manga. James le impuso silencio con un gesto de la mano y aguzó los oídos. Entonces también Bryan lo oyó. Los sonidos llegaban de ambos lados.
– ¿Perros? -Bryan asintió.
– Pero sólo en uno de los grupos, supongo.
James volvió el cuello de la chaqueta y se incorporó ligeramente.
– El otro grupo está motorizado. Ése era el zumbido que escuchamos antes. Deben de haber abandonado las motos cuando atravesábamos las zanjas.
– ¿Los ves?
– No, pero debe de ser cuestión de segundos.
– ¿Qué hacemos?
– ¿Qué demonios crees que podemos hacer? -James volvió a agacharse y, estando en cuclillas, empezó a mecer el cuerpo hacia adelante y hacia atrás-. Hemos dejado tal rastro que incluso un ciego podría seguirlo.
– ¿Entonces nos rendimos?
– ¿Sabemos lo que hacen con los pilotos derribados?
– No me estás contestando, ¿nos rendimos?
– Tenemos que salir al descubierto, donde nos puedan ver. O creerán que pretendemos engañarlos.
En el momento en que Bryan se disponía a seguir a James hacia el fondo del valle notó el golpe traidor del viento. Un temblor sacudió la parte interior de sus mejillas.
Dieron unos rápidos pasos hasta encontrarse en campo abierto. Allí aguardaron, expectantes y con los brazos en alto, la llegada de sus perseguidores.
Primero no pasó nada. Las voces enmudecieron. Los movimientos cesaron. James susurró que los soldados tal vez habían pasado de largo y dejó caer los brazos.
En aquel mismo instante sonaron los disparos.
La oscuridad invernal que poco a poco iba adquiriendo un tono gris acudió en su ayuda. Cayeron de bruces sobre la tierra fría, uno al lado del otro, interrogándose mutuamente con la mirada. Estaban ilesos.
Bryan empezó inmediatamente a avanzar arrastrándose por el suelo en dirección a las vías del tren. De vez en cuando echaba un vistazo por encima del hombro a James que, con una mirada salvaje, se arrastraba a trancas y barrancas sobre rodillas y codos, superando duros terrones y ramas heladas. La herida de la oreja se había vuelto a abrir y, por cada brazada que daba, unas pequeñas manchas rojas se mezclaban con la nieve que iba levantando a su paso.
Se oyeron unas cuantas descargas de ametralladoras que perforaron el aire sobre sus cabezas en amplios embates. Los soldados no dejaban de gritar mientras disparaban.
– Ahora soltarán a los perros -bufó James, agarrando a Bryan por el tobillo-. ¿Estás preparado para salir corriendo?
– ¿Adonde, James?
Una ola cálida recorrió el vientre de Bryan contrayendo sus entrañas en una defensa descontrolada y desesperada.
– Cruzaremos las vías. Ahora mismo no hay ningún tren.
Bryan alzó la cabeza y echó un vistazo por el amplio y traicionero terraplén que se extendía ante sus ojos. ¿Y luego qué?
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