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Jussi Adler-Olsen: La Casa del Alfabeto

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Jussi Adler-Olsen La Casa del Alfabeto

La Casa del Alfabeto: краткое содержание, описание и аннотация

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Alemania, segunda guerra mundial. El avión de los pilotos ingleses James Teasdale y Bryan Young es derribado en territorio enemigo durante una misión fotográfica. Consiguen sobrevivir, pero no llevan los uniformes, por lo que, si son capturados, serán acusados de espionaje y, probablemente, ejecutados. Finalmente logran subir a un tren que parte del frente oriental con soldados enfermos. En uno de los vagones encuentran a varios oficiales de alto rango muertos sobre unas camas. Sin vacilar, James y Bryan tiran a dos de ellos del tren y ocupan su lugar, con la esperanza de poder escapar en cuanto tengan una oportunidad. Así, llegan hasta la Casa del Alfabeto, un hospital psiquiátrico situado en el corazón de Alemania, Mientras, la guerra sigue haciendo estragos, su única oportunidad de sobrevivir es simular que son enfermos mentales, pero ¿serán capaces de hacerlo durante meses sin convertirse en auténticos perturbados? ¿Son los únicos del pabellón que están fingiendo?

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– ¡Dos semanas para ponerse al corriente de esta diabólica máquina! -suspiró Bryan-. Si no sé absolutamente nada de esos pajarracos… ¿Por qué no tripula el Tío Sam sus propias baratijas?

John Wood estaba de espaldas a los dos, inclinado sobre la documentación:

– ¡Por qué os quieren a vosotros!

– ¿A eso llamas tú un argumento válido?

– Sabréis responder a las expectativas de los norteamericanos y salvaréis el pellejo.

– ¿Nos lo garantizan?

– ¡Sí!

– ¡Dile algo, James! -Bryan se dio la vuelta encarando al amigo.

James se llevó la mano a la bufanda y se encogió de hombros. Entonces Bryan se sentó.

No había nada que hacer.

La operación estaba programada para durar poco más de seis horas. La totalidad de la fuerza, que comprendía 650 bombarderos de cuatro motores de la octava flota aérea norteamericana escoltados por cazas de larga distancia P-51, debía bombardear las fábricas de aviones.

Durante este ataque, el avión de Bryan y James debería abandonar la formación.

Según rumores insistentes, durante los últimos dos meses se había observado una creciente afluencia de albañiles, ingenieros y técnicos altamente especializados, así como un torrente de obreros esclavos de origen polaco y soviético que se dirigían hacia Lauenstein, al sur de Dresde.

Los servicios de inteligencia habían recibido noticias según las cuales se estaban desarrollando trabajos de construcción en la zona, aunque no se sabía qué estaban edificando. Las conjeturas que se hicieron entonces parecían indicar que podía tratarse de fábricas para la producción de combustible sintético, y si éstas resultaban ser ciertas, eso significaría una catástrofe para nuestros intereses, pues daría alas a los alemanes a la hora de llevar a cabo su proyecto de desarrollar nuevas bombas volantes.

Por estas razones, la misión de Bryan y James consistía en fotografiar y levantar planos de esa zona, así como de la red de ferrocarriles de Dresde, de manera tan exacta, que la información del servicio de inteligencia pudiera ser actualizada. Una vez realizada la misión deberían volver y unirse al convoy aéreo, que los llevaría de vuelta a Inglaterra.

Muchos de los norteamericanos que participarían en el ataque ya eran curtidos guerreros del aire y, a pesar de las heladas y del inminente acontecimiento, estaban echados directamente sobre la tierra cubierta de blanco y helada que algunos osaban llamar pista de aterrizaje. La mayoría charlaban como si les aguardara un baile o como si estuvieran en sus casas tumbados en el sofá, pasando el rato tranquilamente en una tarde de domingo. Aquí y allá había alguno que otro con los brazos cruzados alrededor de las rodillas y la mirada perdida. Eran los nuevos e inexpertos que todavía no habían aprendido a olvidar los sueños y a reprimir el miedo.

El inglés, sorteando a los pilotos dispersos por la pista, se dirigió hacia su compañero, que estaba totalmente estirado en el suelo, con la cabeza apoyada sobre los brazos.

Bryan dio un respingo al notar una ligera patada en el costado.

Los copos de nieve se deslizaban por sus rostros, posándose sobre narices y cejas. Las nubes se cernían amenazantes formando olas oscuras. Esa campaña iba a ser muy distinta de las que habían realizado de noche.

El asiento vibraba ligeramente bajo el cuerpo de Bryan. El espacio aéreo que los rodeaba estaba saturado de los reflejos de los radares de los aviones del convoy. Cada uno de los ecos sonaba preciso y distinto de los demás.

Más de una vez, durante los entrenamientos, habían bromeado sobre la posibilidad de repintar los cristales del avión y dejarse guiar únicamente por los instrumentos, tan fiable era aquel equipo.

Una broma que bien podrían haber hecho realidad en esa expedición, pues la visibilidad ofrecía, según palabras de James, «la misma claridad que una sinfonía de Béla Bartók». Los limpiaparabrisas y el morro irrumpían entre las masas de nieve; no veían nada más.

Habían estado en desacuerdo; no sobre la locura de cambiar de servicio y de avión en un plazo tan corto, sino acerca de los motivos de John Wood. Según él, su designación se debía a que eran los mejores, afirmación que James había aceptado sin rechistar.

Bryan se lo había echado en cara. No cabía la menor duda de que John Wood los había elegido porque James jamás se oponía a nada estando de servicio. Era evidente que esa operación no había dado lugar a la polémica por una sencilla razón: porque no había habido tiempo para nada.

Los reproches irritaban a James. Tal como estaban las cosas, ya tenían más de qué preocuparse. Se trataba de una expedición larga y el instrumental era nuevo. Hacía un tiempo de mil demonios. En cuanto hubieran abandonado la formación, nadie los apoyaría. Si la hipótesis de los servicios secretos era correcta, y los alemanes realmente estaban construyendo fábricas importantes para sus intereses, el objetivo estaría muy vigilado. Sería ardua tarea volver a Inglaterra con imágenes de la zona. Sin embargo, James tenía razón. Alguien tenía que hacerlo. Además, esa incursión no podía ser muy distinta de las ya realizadas sobre Berlín. Y seguían vivos.

Bryan estaba sentado tranquilamente en el asiento trasero, realizando su tarea de forma impecable. Poco a poco, las vibraciones iban aplastándole el cabello, que llevaba peinado hacia atrás. El peinado de Bryan era su rasgo distintivo; recién peinado, parecía casi tan alto como James.

Entre las cartas y los instrumentos de Bryan había una fotografía de una chica del cuerpo auxiliar femenino, Madge Donat. Para ella, Bryan era un adonis.

Y a ella se había arrimado Bryan hacía ya tiempo.

Como al compás imperioso de la batuta de un director de orquesta, el fuego antiaéreo alemán inició la obertura de descargas contra los primeros aviones que aparecieron sobre Magdeburgo. Unos segundos antes, James había previsto el fuego de barrera y había avisado a Bryan, y entonces habían desviado el rumbo. A partir de ese momento y durante una hora que se les hizo eterna, estuvieron a merced del diablo, desprotegidos y solos.

– Si me obligas a bajar aún más, rascaremos el culo de esta maldita máquina, James -dijo Bryan, malhumorado, veinte minutos más tarde.

– ¡Tu lenguaje haría que nuestras viejas y distinguidas escuelas se retorcieran de indignación, Bryan! Si nos quedamos a doscientos pies de altitud, no vas a conseguir plasmar nada en tus fotografías.

James tenía razón. Nevaba sobre el objetivo, pero los golpes de viento levantaban los copos del suelo. Si se acercaban lo suficiente, encontrarían huecos por los que hacer las fotografías.

Desde que se habían desviado del mar de llamas que cubría Magdeburgo, nadie se había interesado por su presencia. Por lo visto, nadie había reparado todavía en ellos y Bryan haría todo lo que estuviera en sus manos para que las cosas siguieran así.

A sus espaldas se habían estrellado muchos aviones, demasiados. En medio del estruendo, James le había gritado a Bryan que había visto cazas alemanes disparando unos artefactos que parecían cohetes. Un breve destello seguido de una explosión absolutamente devastadora.

«La Luftwaffe no vale una mierda», había proferido con alboroto la noche anterior un piloto norteamericano con una amplia sonrisa de Kentucky atravesándole la cara. Tal vez a esas alturas ya habría experimentado personalmente algo bien distinto.

– ¡Y ahora, 138 grados hacia el sur! -Bryan seguía el mar de nieve que tenía debajo-. Allá abajo puedes distinguir la carretera principal desde Heidenau. ¿Ves ahora el cruce? Bien, pues sigue el brazo que atraviesa la loma.

La velocidad había bajado a apenas 125 millas por hora, que, con el tiempo que hacía, provocaba unos zumbidos amenazadores.

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