Jussi Adler-Olsen - La Casa del Alfabeto

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Alemania, segunda guerra mundial. El avión de los pilotos ingleses James Teasdale y Bryan Young es derribado en territorio enemigo durante una misión fotográfica. Consiguen sobrevivir, pero no llevan los uniformes, por lo que, si son capturados, serán acusados de espionaje y, probablemente, ejecutados.
Finalmente logran subir a un tren que parte del frente oriental con soldados enfermos. En uno de los vagones encuentran a varios oficiales de alto rango muertos sobre unas camas. Sin vacilar, James y Bryan tiran a dos de ellos del tren y ocupan su lugar, con la esperanza de poder escapar en cuanto tengan una oportunidad. Así, llegan hasta la Casa del Alfabeto, un hospital psiquiátrico situado en el corazón de Alemania, Mientras, la guerra sigue haciendo estragos, su única oportunidad de sobrevivir es simular que son enfermos mentales, pero ¿serán capaces de hacerlo durante meses sin convertirse en auténticos perturbados? ¿Son los únicos del pabellón que están fingiendo?

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– ¡No lo he decidido yo! -replicó ella.

Durante toda la comida, James siguió sin abrir la boca. Tras un solo intento. Laureen se rindió y dejó de dirigirse a él. Sin embargo, siguió cada uno de sus movimientos atentamente y con evidente desagrado. James comía con avidez. Si no miraba fijamente él plato, sus ojos se posaban en las bandejas, sin esperar a que Petra se las ofreciera a los demás.

– Bryan propone que salgáis a dar una vuelta juntos, James -anunció Petra finalmente.

Laureen la miró, consternada. Bryan dejó la cuchara sobre la mesa y miró a James, que había dejado de comer pero que seguía callado, con la mirada fija en el plato.

– ¿Qué me dices, James? ¿Vamos? -preguntó Bryan.

El rostro que se volvió hacia él seguía indiferente, más bien apático, rebosante de desinterés.

– ¡No me gusta nada, Bryan! -dijo Laureen apartándole a un lado, mientras Petra sacaba el abrigo de James del armario-. No creo que debas salir a pasear con él.

– Déjalo ya, Laureen.

– ¡Ya sabes lo que pienso de él! ¿Realmente tienes que hacerlo? ¿No quieres, al menos, que Petra y yo os acompañemos? ¡Si no ha dicho esta boca es mía en todo el día! ¡Es un hombre muy raro! -insistió, poniendo énfasis en todas y cada una de las palabras.

– Petra me ha contado que no ha salido de casa desde la semana pasada, cuando visitaron al médico en Londres.

– De todos modos, pienso que no deberías hacerlo, Bryan. Hazlo por mí -pidió Laureen con una mirada suplicante-. ¿Acaso no te diste cuenta de la mirada que te dirigió?

El viento se había calmado. La brisa del este llenaba sus fosas nasales con aire marino. La tierra todavía estaba helada y resultaba difícil andar por las zonas del acantilado en las que apenas había vegetación.

Caminaban separados apenas por un paso, en silencio y cohibidos, Bryan miró varias veces a James, intentando llegar a él con una sonrisa.

– Petra me ha enseñado los dibujos, James -dijo con voz queda.

De pronto, los graznidos de los pájaros se elevaron en el aire atrayendo sus miradas mar adentro. Bryan formuló varias veces para sus adentros lo que quería decir y finalmente lo soltó:

– No son auténticos, ¿lo sabes?

James no le contestó, pero asintió con la cabeza sin mostrar interés.

Cuando llegaron al borde del acantilado, las frías olas golpeaban con fuerza contra la roca. Bryan se subió el cuello de la gabardina y miró a su amigo.

– ¡No creo que esté muy lejos el lugar donde subimos en globo, James! ¿Te acuerdas? -No hubo respuesta. Bryan tampoco había contado con ello-. ¡Entonces éramos felices! ¡Aunque estuvo a punto de acabar en tragedia!

El cigarrillo que entonces encendió Bryan era el primero del día. El suave tabaco le hizo bien. El sendero que llevaba al pueblo estaba desierto. El mar era una orgía de colores fríos.

James soltó varios gruñidos. Se ciñó el abrigo alrededor del cuerpo.

– ¿Quieres que volvamos a casa. James? No parece que estés disfrutando del paseo, ¿no es cierto?

La única respuesta que Bryan recibió fue otro gruñido. James apretó el paso.

Se detuvo en un lugar que ya había visitado en otras ocasiones, no cabía duda. Muchos años atrás. James se había colocado al borde del acantilado, mirando hacia el abismo. Entonces se volvió.

– No -dijo de pronto y examinó el terreno a sus pies-. No acabo de acordarme del todo. ¡Sólo de algunas partes!

Bryan inhaló. El humo se mezcló con sus palabras.

– ¿De qué, James? ¿De nuestra travesía en globo?

– ¡Sólo alcanzo a recordar que me dejaste colgando de la roca!

Un fugaz esclarecimiento volvió a desaparecer del rostro de James.

– ¡Conseguí subirte. James! ¿Acaso no lo recuerdas? Fue un accidente de lo más corriente, totalmente fortuito. ¡Si sólo éramos un par de muchachos alocados!

James empezó a carraspear. Bryan lo miró. Ora parecía relajado, ora tensaba todos los músculos, metódicamente. Su semblante cambiaba incesantemente. No debía de ser fácil para Petra.

– ¡Recuerdo cosas, y no las recuerdo! -dijo deteniéndose en medio de un carraspeo-. Todavía no conoces la historia de los simuladores, ¿verdad? -Se interrumpió de pronto a sí mismo.

– Supongo que no toda. Sólo sé lo que me ha contado Laureen. ¡Lo que Petra le contó a ella!

James dio un par de pasos por el borde del acantilado. Mientras, Bryan lo seguía con la mirada. La risa murió en la misma exhalación en la que nació.

– Esa historia es el elemento más importante de mi vida.

– James clavó la mirada en la nada y sacudió la cabeza dejando que la melancolía volviera a apoderarse de él-. ¡Y ni siquiera es mi propia historia! No resulta agradable pensar en ello, lo comprendes, ¿verdad? -Bryan echó un vistazo por encima del hombro. La distancia que lo separaba del borde del acantilado era de apenas un metro. James se colocó delante de él y lo miró a los ojos por primera vez. La luz hizo que su color cambiara sin cesar. Eran grises, y eran azules. Y eran indefinibles-. ¡Petra me ha contado que te hiciste médico, Bryan! -dijo de pronto.

– ¡Si, así es!

– ¡Y que has ganado mucho dinero!

– Sí, eso también es cierto, James. Poseo una empresa farmacéutica.

– ¿Y tus hermanos están bien?

– Sí, están bien.

– Hay una gran diferencia entre nosotros dos, ¿no te parece, Bryan?

Cuando Bryan lo miró a los ojos, los colores del mar se reflejaron en ellos.

– No lo sé. James. ¡Supongo que sí!

En el preciso instante en que James lo miró, Bryan se arrepintió de su falsedad.

– ¿Crees que no lo sé? -James lo dijo tranquilamente y dio un paso más adelante. Sus rostros estaban uno enfrente del otro. El aliento de James era dulzón-. Creo que sabré vivir con mi vida malograda -dijo, apretando los labios-, Pero hay muchas cosas que me cuesta entender.

– ¿Como por ejemplo, James?

– ¿Como por ejemplo? -James no sonreía-. ¡A ti, por ejemplo! jY el síndrome de abstinencia por las pastillas, claro está! Que la gente me hable. ¡Que esperen que les conteste! Que soy Gerhart y Erich y James a la vez.

– Sí.

Los tendones en e! cuello de James se tensaron. Alzó lentamente las manos hacia el torso de Bryan.

– ¡Pero eso no es lo peor!

Bryan dio un paso atrás. Al inclinarse ligeramente hacia adelante, su equilibrio mejoró ostensiblemente. Respiró hondo.

– Lo peor es -prosiguió James agarrando a Bryan del brazo suavemente-, ¡… lo peor es que no regresaras a por mí!

– ¡No sabía dónde buscarte, James! ¡Es así! Lo intenté, pero habías desaparecido.

James cerró los dedos alrededor del brazo de Bryan. Su mirada se perdió. Entonces se concentró y soltó las palabras en un susurro que los graznidos de los pájaros casi absorbieron por completo.

– ¡Lo peor de todo, sin embargo, es la conciencia de no haber hecho nada por remediar la situación!

Una convulsión que nació y murió en una décima de segundo en el rostro de James succionó a Bryan hasta las profundidades de un pasado en el que un muchacho pecoso de mejillas hundidas, ojos vivarachos y piel dorada intentaba insultarlo desesperadamente para que hiciera algo, mientras la lona del globo se desgarraba sobre su cabeza. «Confía en mí -le había dicho entonces, antes de que ocurriera-. Todo irá bien, ya verás.» Era esa misma convulsión que ahora volvía a recorrer el rostro de James. Una convulsión suplicante, dirigida con desprecio hacia sí mismo.

– ¡Pero si no podías, James! -susurró Bryan-. ¡Estabas enfermo!

– ¡No lo estaba! -su exclamación fue inusitadamente brusca. Todo su rostro se contrajo. Los ojos expresaban desesperación. El calor emanaba de su cuello-. ¡Tal vez al principio, sí! ¡Y tal vez también enfermé al final! Pero tardé muchos años. ¡Unos años condenadamente largos! Los únicos momentos de sosiego que tuve me los proporcionaron las pastillas. Era una calma terrible: yo era James, y era Gerhart, y era Erich, pero enfermo no estaba. -Agarró el brazo de Bryan con más fuerza-. Al menos la mayor parte del tiempo -acabó diciendo.

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