Anne Holt - Crepúsculo En Oslo

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En la ciudad de Oslo, una conocida presentadora de televisión aparece asesinada en su domicilio. El superintendente Yngvar Stubø y la que fuera profiler del FBI Inger Johanne Vik son requeridos para llevar a cabo la investigación. Pareja tanto en la vida real como en la profesional, Stubø y Vik se muestran reticentes a llevar el caso ya que acaban de ser padres; sin embargo, se ven forzados a aceptarlo dada la naturaleza del mismo.
Todo apunta a un asesino en serie de gusto perverso que se deleita escenificando sus crímenes. Mientras Stubø se vuelca en el análisis meticuloso de los detalles que rodean cada crimen, Vik ahonda en una teoría que coge fuerza a medida que traza el perfil del presunto asesino; la posible conexión entre los hechos presentes y su pasado como miembro del FBI.

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– Sí… -Él asintió con la cabeza y se llevó las manos a la tripa.

Ella dejó a Sulamit de un golpetazo.

– No tienes hambre. Hace menos de una hora que has comido. Ahora escúchame.

– Te estoy escuchando -dijo Yngvar.

– El problema es que no hay quien se imagine una lista de víctimas completamente al azar -dijo Inger Johanne sentándose en la banqueta junto a él-. ¡Las personas nunca funcionan en el vacío! Nunca somos imparciales, tenemos nuestros likes and dislikes, somos…

Él fue reuniendo las puntas de cada dedo hasta que las manos formaron una tienda de campaña. Ella metió la nariz dentro y continuó hablando concentrada, la voz se le puso nasal:

– Si nos imaginamos un asesino que se decide a matar, por alguna razón u otra…, a eso podemos volver luego. Pero se decide a matar. No porque le desee la muerte a nadie, sino porque…

– Resulta difícil imaginarse a alguien que es asesinado a sangre fría sin que el asesino desee en realidad su muerte.

– Pues de todos modos nos lo vamos a imaginar -dijo ella con impaciencia, se cogió las manos y apretó hasta que los nudillos se le quedaron blancos-. Probablemente el asesino elija al primero bastante al azar. Como cuando éramos niños y girábamos el globo terráqueo a ciegas. Dónde tocaba el dedo…

– Era el sitio al que se viajaba veinticinco años después -dijo él-. Leí un libro infantil sobre algo así: ¡la promesa que vinculó!

– ¿Recuerdas lo que solía pasar la segunda vez que lo hacías?

– Yo hacía trampas -dijo él sonriendo-. Entreabría los ojos para dar en un sitio más emocionante que el de mi amigo.

– Yo al final tenía los ojos abiertos y apuntaba -admitió Inger Johanne-. Quería ir a Hawai.

– Y la cosa es que…

– He leído -dijo ella, y le permitió que le acariciara la espalda- que los periódicos dicen que estos asesinatos son crímenes perfectos. Cosa que tampoco es tan rara, teniendo en cuenta lo impotente que está siendo la policía. Pero de todos modos creo que deberíamos cambiar de enfoque, es mejor que asumamos que estamos hablando del asesino perfecto. Pero… -Se mordió el labio inferior y se alargó para coger un alcaparrón que había en un cuenco-. La cosa es que algo así no existe -agregó estudiando el tallo-. El asesino perfecto está completamente desgarrado de todo contexto. El asesino perfecto no siente nada: ni inquietud ni miedo ni odio y mucho menos amor. La gente tiene tendencia a creer que los asesinos completamente locos son gente carente de sentimientos, plenamente incapaces de relacionarse con otras criaturas vivas. Olvidan que incluso Marc Dutroux, el paradigma de monstruo pederasta, estaba casado. Hitler envió a seis millones de judíos al peor de los sufrimientos y la muerte, pero se dice que amaba profundamente a su perro. Supongo que incluso podemos asumir que lo trataba muy bien.

– ¿Tenía perro? -intervino Yngvar.

Ella se encogió de hombros.

– Creo que sí. Pero entiendes lo que te quiero decir, de todos modos.

– No -admitió Yngvar.

Ella se levantó despacio. Seguía masticando la obstinada alcaparra. Miró a su alrededor y se acercó a la caja de juguetes de Kristiane.

– Supón que soy alguien que se ha decidido a matar -dijo ella, que tragó antes de adelantarse a su objeción-: olvida por un momento por qué.

Cogió una pelota roja y la sostuvo ante ella en una postura dramática, como Hamlet con su calavera. Yngvar se rió por lo bajo.

– No te rías -dijo ella llanamente-. Este es mi planeta. Sé mucho sobre crímenes. Es mi especialidad. Conozco la relación entre el móvil y la solución. Sé que es mucho más fácil que me salga con la mía si no hay ninguna conexión entre la víctima y yo. Por eso le doy vueltas al globo terráqueo… -Cerró los ojos y golpeó con el dedo el plástico rojo-. He elegido una víctima completamente al azar. Y la mato. Todo sale bien. Nadie da conmigo. Se me han puesto los dientes largos.

– Se te han puesto los…

A Inger Johanne se le abrieron los ojos.

– Pero en cierto sentido he cambiado. Todos nuestros actos, todos los acontecimientos nos influyen. Siento que he tenido… éxito. Quiero volver a hacerlo. Me siento… viva.

Se quedó petrificada. Yngvar abrió la boca.

– Calla -dijo ella bruscamente-. ¡Calla!

Se oía cómo los niños corrían de una habitación a la otra en el piso de abajo. Jack ladraba, agitado. A través del suelo sonó una voz adulta y enfadada.

– Quizá debería bajar a buscarla -dijo Yngvar-. Da la impresión de que…

– Calla -repitió ella, tenía la mirada ausente y se había quedado petrificada en aquella postura teatral y cómica, con una pierna coquetamente delante de la otra. La pelota seguía en su mano derecha-. Viva, me siento viva -repitió, era como si estuviera saboreando la palabra.

De pronto agarró la pelota con las dos manos y la lanzó al piso. Rebotó contra la chimenea y volcó una planta que había en el suelo sin que Inger Johanne diera muestras de que le importara.

– Viva -repitió por tercera vez-. Estos asesinatos son una especie de… deporte de riesgo.

– ¿Cómo?

Yngvar miraba fijamente a Inger Johanne. Intentaba mirar dentro de ella, abrirse paso a través de una extraña mirada que le daba miedo, de su extraño comportamiento; estaba como en trance.

– El deporte de riesgo -repitió ella sin hacerle ni caso- es una manera de sentirse vivo. Así lo describen quienes lo practican. El subidón de adrenalina. El colocón. La sensación de desafiar a la muerte y superarla. Una y otra vez. Estar a punto de morir se convierte en una forma de sentir la presencia de la vida. Con más intensidad, dicen. Mejor. Los demás nos preguntamos: ¿por qué? ¿Por qué se fuerza uno en subir a la cima del Everest cuando el camino está sembrado de cadáveres en ambos sentidos? ¿Por qué razón se lanza la gente desde los peñascos de México cuando el más mínimo error de cálculo con las olas te estrellaría contra la roca?

– Inger Johanne -comenzó Yngvar, y alzó la mano.

– Dicen que les hace sentir que están vivos -se respondió ella misma.

Seguía sin mirarlo. Recogió la muñeca de trapo de Kristiane del marco de la ventana. Le tiró de las piernas antes de apretarla con fuerza contra sí, durante mucho tiempo.

– Inger Johanne -volvió a decir él.

– Es que simplemente no lo entiendo -susurró ella-. Pero ésa es la explicación que dan. Eso es lo que dicen cuando ha pasado todo y sonríen a las cámaras, a los compañeros. Le sacan la lengua a la vida. Y se ríen. Y luego lo vuelven a hacer todo otra vez. Y otra vez. Y aún otra…

Entonces él se levantó. Fue hasta ella. Le quitó la muñeca de las manos y la abrazó. No sabía si estaba llorando e Yngvar se quedó completamente callado.

– Como si la vida no valiera lo suficiente en sí misma -murmuró Inger Johanne contra su pecho-. Como si lo trivialmente humano no fuera bastante. Como si lo de amar, tener hijos y hacerse mayor no fuera lo suficientemente arriesgado.

– Inger Johanne…

Lo apartó de sí. Él no la quería soltar, pero se puso terca y lo apartó por la fuerza. Al menos lo miró directamente a los ojos cuando continuó:

– Lo vemos por todas partes, Yngvar. Cada vez con más frecuencia y en formas siempre nuevas. Jackas-stunts para los jóvenes. Se prenden fuego a sí mismos, se precipitan desde los tejados montados en una bicicleta. La gente se aburre. ¡La gente se aburre a morir!

– Sí, la gente…

Inger Johanne casi estaba gritando y golpeó el pecho de Yngvar con la palma de la mano. Le temblaba la voz cuando continuó:

– ¿Sabes que hay quien juega a la ruleta rusa con el sida? Otros se provocan el orgasmo con estrangulación. A veces se mueren antes de correrse. ¡Se mueren! -Ahora se reía, perturbada. Volvió a la barra americana y se subió a la banqueta. Se echó las manos a la cara-. La muerte es la única verdadera novedad para la gente de hoy en día -dijo-. No recuerdo quién lo dijo, pero es verdad. La muerte es lo único emocionante, puesto que es lo único que nunca vamos a comprender. Lo único de lo que no sabemos nada.

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