Ella corría el riesgo de la propia vida. Era la emoción de no aterrizar nunca, de no llegar nunca a la meta, lo que la hacía única. El riesgo aumentaba cada día, como ella deseaba y quería. Siempre estaba ahí, intenso y vital: el peligro de ser encontrada y capturada.
Inclinó la frente contra la ventanilla. La noche estaba en camino. Las luces a lo largo del paseo marítimo allá abajo estaban encendidas. Una leve lluvia oscurecía el asfalto.
Nada indicaba que se estuvieran acercando. A pesar de las pistas que había dejado, de la clara invitación implícita en el patrón que había elegido, la policía seguía avanzando a ciegas. La irritaba, al mismo tiempo que le daba confianza para continuar. Desde luego era una contrariedad que la mujer acabara de tener un hijo. El momento no era el óptimo, eso ya lo sabía cuando empezó con todo el asunto, pero había límites para lo que podía controlar.
Quizá fuera a venir bien que volviera a casa. Que estuviera más cerca.
Correr mayores riesgos.
El autobús se detuvo y ella se apeó. Ahora ya llovía a cántaros y fue corriendo todo el camino hasta casa. Era ya martes por la noche, del 24 de febrero.
– Alguien podría estar manipulándonos desde atrás -dijo Yngvar Stubø, atiborrándose de pollo en salsa de yogur-. Ésa es su última teoría. Yo no sé.
Sonrió con la boca llena de comida.
– ¿Qué quieres decir? -inquirió Sigmund Berli-. ¿Cómo si alguien estuviera empujando a otros a cometer los asesinatos? ¿Engañándolos?
Cogió un pedazo del pan indio nan, lo sostuvo entre el pulgar y el índice y lo estudió con escepticismo.
– ¿Esto es una especie de pan sin levadura o qué?
– Nan -dijo Yngvar-. Pruébalo. La teoría no es una chorrada. Quiero decir, evidentemente es lógica. En algún sentido. Si tenemos que admitir que Mats Bohus mató a Fiona Helle, pero a ninguno de los otros dos, resulta plausible que haya alguien detrás de todo esto. Una mano rectora. Alguien con un móvil superior, digamos. Pero al mismo tiempo…
Sigmund masticaba y masticaba. No conseguía tragar.
– Es que este pan…
– Joder -murmuró Yngvar inclinándose sobre la mesa-. ¡Espabila! ¡Hace treinta años que hay restaurantes indios en Noruega! Te comportas como si te estuvieras comiendo un trozo de carne de serpiente. Es pan, Sigmund. Sólo pan.
– Ése no es indio -murmuró el compañero señalando con la cabeza hacia el camarero, un hombre de mediana edad con aseado bigote y cálida sonrisa-. Es paqui.
El mango del cuchillo de Yngvar alcanzó la mesa dando un golpe.
– Ya está bien -le espetó-. Te debo mucho, Sigmund, pero no lo suficiente como para aceptar estas chorradas. Te lo he dicho mil veces, mantén tu puto…
– Paquistaní, quería decir. Lo siento. Pero es que es paquistaní. No indio. Y mi estómago no aguanta especias tan fuertes.
Una mueca, exagerada y amanerada, le cruzó la cara mientras se cogía dramáticamente la tripa.
– Has pedido comida suave -dijo Yngvar sirviéndose más raita-. Si no aguantas eso, es que no aguantas ni la coliflor hervida. Come.
Sigmund cogió un pedazo con el tenedor para probar. Vaciló. Se lo metió lentamente en la boca. Masticó.
– Sí, sí…, como.
– Pero es que no consigo que encaje del todo -dijo Yngvar-. Es como tan poco… noruego. Tan poco europeo. Que a alguien se le pueda ocurrir usar a personas desgraciadas como piezas de un gran juego de asesinatos.
– Ahora te estás pasando tú -dijo Sigmund, tragó y cogió otro trozo-. Ya nada es poco noruego. Desde el punto de vista criminal, quiero decir. La situación aquí no es una pizca mejor que en otros sitios. Hace una eternidad que no lo es. Son todos estos… -se detuvo, se lo pensó y continuó- rusos -completó-. Y los putos bandidos de los Balcanes. Esos tíos no tienen vergüenza en esta vida, ya lo sabes.
La expresión de la cara de Yngvar le hizo levantar la palma de la mano.
– No creo que describir la realidad sea racismo -protestó enardecidamente Sigmund-. ¡Esa gente es igual que nosotros! La misma raza y todo. Pero tú sabes bien cómo…
– Para. En este caso no hay extranjeros implicados. Las víctimas son noruegas de pura cepa. Rubios, de hecho, todos ellos. Lo mismo pasa con el desgraciado al que hemos cogido. Olvida a los rusos. Olvida los Balcanes. Olvida, me cago en… -Pegó un violento respingo y se llevó la mano a la mejilla-. Me he mordido la mejilla -murmuró-. Duele.
Sigmund arrimó la silla a la mesa. Se colocó la servilleta en el regazo y agarró el cuchillo y el tenedor, como si quisiera comenzar la comida de nuevo.
– Admite que la conferencia esa de Inger Johanne resulta bastante espeluznante -dijo Sigmund, sin dar importancia a la bronca de Yngvar-. Un poco Expediente X . Lazos en el tiempo y cosas así. ¿Qué piensas de eso?
– No mucho -admitió Yngvar.
– Pero ¿qué?
– Puede ser todo una casualidad, claro.
– Casualidad -dijo Sigmund con desdén-. ¡Seguro! ¡Resulta que a tu chati, hace trece años y en la otra punta del planeta, le cuentan la historia de varios asesinatos de gran fuerza simbólica, y de pronto aparece en Noruega, en el 2004, el mismo modus operandi, exactamente la misma simbología! ¡En tres ocasiones! Y una mierda casualidad, te lo digo. Ni hablar.
– Entonces quizá tengas una explicación. Tú que ves Expediente X, quiero decir -ironizó Yngvar.
– Ya no la ponen. Supongo que hacia el final se pasaban de absurdo -admitió Sigmund.
– ¿Tú qué piensas?
Yngvar volvió a beneficiarse de la pequeña olla de hierro. El arroz se pegaba a la cuchara de servir. Sacudió el mango. El bulto blanco y pegajoso cayó en la salsa con un chasquido húmedo. Se salpicó la camisa de salsa rojiza.
– Creo que ahí fuera hay algún diablo -dijo tranquilamente Sigmund-. Un diablo que ha escuchado la misma conferencia. Que se ha divertido con ella.
«Entretenido con la idea de jugar con nosotros.»
Yngvar sintió un escalofrío en la espalda.
– Está bien -dijo despacio, y dejó de comer-. ¿Qué más?
– La simbología es demasiado fuerte. En los casos originales los autores eran un pelín torpes, por lo menos según lo que has contado hasta ahora. Los idiotas siempre eligen un simbolismo desmesurado. Pero nuestro hombre no es ningún idiota. Nuestro hombre ha…
– Nuestro hombre…
Ahora la sonrisa de Sigmund era casi infantil, veía una inusual y nueva aprobación en los ojos estrechados de Yngvar, en el leve asentir de su cabeza.
– Si asumimos eso -continuó Sigmund-, que Inger Johanne tiene razón, que hay alguien ahí fuera moviendo los hilos para que otros maten… -el ceño se frunció entre sus tupidas cejas-, y para que lo lleven todo a cabo de un modo completamente especial, entonces está claro que no nos enfrentamos a alguien sin talento. Todo lo contrario.
Se hizo el silencio. Eran los últimos comensales que quedaban. El camarero había desaparecido en un cuarto trasero. Sólo una leve melodía oriental se oía a través de unos altavoces al otro lado de la habitación. Rascaba con esfuerzo en las notas más altas.
– ¡Mierda! -dijo Yngvar finalmente, y alzó su gaseosa en señal de aprobación-. No ha estado mal. Pero si este señor X hubiera escuchado la misma conferencia, entonces se tiene que tratar necesariamente de alguien a quien Inger Johanne conozca de…
– No -le interrumpió Sigmund intentando comerse otro pedazo de pan-. Es verdad que hace ya un tiempo que salí de la Escuela de Policía, pero aún recuerdo algo. Las conferencias eran las mismas, año tras año. Lo profesores no hacen más que darle la vuelta a su montón de papeles. Yo le pedí prestados los apuntes a un compañero del año anterior. Una copia exacta. El pan, por lo menos, está bueno.
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