Anne Holt - Crepúsculo En Oslo

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En la ciudad de Oslo, una conocida presentadora de televisión aparece asesinada en su domicilio. El superintendente Yngvar Stubø y la que fuera profiler del FBI Inger Johanne Vik son requeridos para llevar a cabo la investigación. Pareja tanto en la vida real como en la profesional, Stubø y Vik se muestran reticentes a llevar el caso ya que acaban de ser padres; sin embargo, se ven forzados a aceptarlo dada la naturaleza del mismo.
Todo apunta a un asesino en serie de gusto perverso que se deleita escenificando sus crímenes. Mientras Stubø se vuelca en el análisis meticuloso de los detalles que rodean cada crimen, Vik ahonda en una teoría que coge fuerza a medida que traza el perfil del presunto asesino; la posible conexión entre los hechos presentes y su pasado como miembro del FBI.

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– El camión de la basura -profirió Yngvar, alterado-. ¿Ahora?

Si no hubiera estado tan cansado, quizá se hubiera dado cuenta de que Inger Johanne contenía la respiración. Si la hubiera mirado en vez de acercarse a la ventana para comprobar quién se permitía dejar que un camión vagara vacío en medio de la noche por una zona residencial, probablemente se hubiera dado cuenta de que ella tenía la boca medio abierta y los labios pálidos. Habría visto que estaba ahí sentada en tensión, mirando hacia la entrada; hacia el dormitorio de las niñas.

Pero Yngvar estaba junto a la ventana, y le daba la espalda a Inger Johanne.

– Es un coche de estudiantes del último curso de bachillerato -dijo desazonado cuando por fin el jaleo desapareció por la calle Hauge-. En febrero. Cada año empiezan antes las celebraciones. -Titubeó por un momento, antes de sentarse de nuevo en el sofá frente a Inger Johanne-. El último -dijo-. ¿Qué le pasó al último?

– No lo consiguió. Warren incluyó el ejemplo porque…

– ¿A quién intentó asesinar, Inger Johanne?

Ella cogió las dos tazas y se levantó. Él la agarró en el momento que pasaba.

– Da igual -dijo ella-. No lo consiguió.

El movimiento que hizo para desembarazarse de él fue innecesariamente brusco.

– Inger Johanne -dijo sin seguirla, oyó cómo metía las tazas en el lavavajillas-. Te estás poniendo muy difícil.

– Seguro.

– ¿A quién intentó asesinar? -repitió Yngvar.

Le sorprendió oír el ruido del lavavajillas. Eran casi las dos. Inger Johanne andaba en los cajones y los armarios.

– ¿Qué estás haciendo? -murmuró, y salió a buscarla.

– Recojo -dijo ella brevemente.

– Ahora -dijo el hombre señalando el reloj de la pared-. Veo que te estás acostumbrando a vivir en un chalé.

– Esto es una casa bifamiliar -dijo ella-. Creo que no pasa por el nombre de chalé.

El cajón de la cubertería cayó al suelo montando un estruendo. Inger Johanne cayó de rodillas e intentó reunir los tenedores y los cuchillos, las cucharas y el resto de las cosas.

– Era un padre de familia -sollozó ella- al que estaban investigando en relación con una estafa al seguro después del incendio de su casa. Le prendió…, le prendió fuego a la casa del policía. El hogar del investigador. Mientras la familia dormía.

La agarró del brazo, con amabilidad y decisión, la cogió en brazos; ella se resistía.

– Ven aquí. Nadie le va a prender fuego a nuestra casa -dijo Yngvar-. Nadie le va a prender nunca fuego a nuestra casa.

Capítulo 12

A lo largo de varios siglos, la gente había caminado por aquellas calles angostas, entre las casas bajas e inclinadas que se agolpaban las unas contra las otras. Las escaleras se metían sinuosas por estrechos callejones. Los pies habían golpeado contra los escalones de piedra, en el mismo sitio, año tras año, dejando un sendero pulido, y ella, en varias ocasiones, se había sentado en cuclillas para acariciarlo. Los brillantes surcos estaban fríos contra sus dedos. Se los llevaba a la boca y sentía una punzada salada en la punta de la lengua.

Se recostó contra el muro que daba al sur. La bruma azul grisácea fundía el mar con el cielo. Ahí fuera no había horizonte, sólo una infinitud sin perspectiva que llegaba a marearla. Ni siquiera aquí, sobre el pico de la loma, corría el viento. Una humedad fría rodeaba el pueblo medieval de Eze. Estaba sola.

En verano el sitio debía de ser insoportable. Incluso con las contraventanas echadas y las puertas de los comercios cerradas por el invierno, las huellas del turismo resultaban evidentes. Los puestos de suvenires estaban apiñados; en las diminutas plazas que se abrían en un par de lugares del centro del pueblo, podía ver las cicatrices de la rozadura de las sillas y de las incontables colillas apagadas contra los adoquines. Caminando sola a lo largo de muro contra el mar, se imaginaba el jaleo de las hordas de la temporada de verano: japoneses ruidosos y alemanes estridentes y sonrosados.

Se había convertido en una vagabunda, ahora en serio. Con el tiempo había encontrado los senderos y había aprendido a evitar los caminos principales, sin aceras y mortalmente peligrosas, con su eterno tráfico abrumador.

Su nuevo duffel abrigaba, pero transpiraba bien. Lo había comprado en Niza, junto con tres pantalones, cuatro jerséis, un puñado de camisas y un traje chaqueta que en realidad no sabía si se atrevería a usar. Al llegar a Francia, justo antes de Navidad, traía dos pares de zapatos. Ahora estaban en el callejón, en uno de los cubos de la basura. Ayer los había metido con resolución en una bolsa de plástico y los había tirado, a pesar de que uno de los pares apenas tenía medio año. Eran marrones y sólidos. Zapatos sensatos, que eran lo que mejor le iba a una señora de mediana edad.

El abrigo duffel era beis, y el calzado Camper, muy cómodo. La señora de la tienda ni siquiera la había mirado cuando dijo que se los quería probar. Junto a ella, sobre un puf amarillo eléctrico, estaba sentado un muchacho de dieciocho años que se probaba los mismos zapatos. Al cruzarse con su mirada, el chico sonrió amablemente. Asintió con la cabeza en señal de aprobación. Ella se compró dos pares. Le calzaban muy bien al pie.

Seguía deambulando.

Al caminar le resultaba más fácil pensar. Durante sus largos paseos por el mar, las montañas y las escarpadas lomas entre Niza y Cap d'Ail, era cuando mejor sentía que la vida había vuelto a ser enérgica. De vez en cuando, sobre todo cuando volvía a casa por la noche, notaba el cansancio de los músculos como un bendito recordatorio de su propia fuerza. A veces se desvestía y caminaba desnuda por la casa, el reflejo de las ventanas le confirmaba las transformaciones que estaba atravesando. Bebía vino, pero nunca mucho. La comida le sabía bien, tanto cuando la hacía ella como cuando se pasaba por alguno de los restaurantes donde la reconocían; ahora siempre la reconocían. Los corteses camareros que le apartaban la silla y que recordaban que le gustaba tomar una copa de champán antes de comer.

Los últimos días había sentido agradecimiento.

Había conducido de una sola tacada desde Copenhague, donde había dejado el coche en un aparcamiento anónimo mientras ella cogía el ferri a Oslo y volvía. La lista de pasajeros del barco a Copenhague era un chiste. Había viajado como Eva Hansen y se había quedado en el camarote. En ambos trayectos. Tras pasar una noche en un hotel, acumuló las fuerzas suficientes como para sentarse treinta y cinco horas al volante, sin llegar siquiera a agotarse del todo. En sus breves pausas, en las pequeñas salidas de la carretera para echar diesel, para comer en un restaurante de un dorf alemán o en un pueblo junto al río Ródano, sentía ciertamente cansancio en los músculos y en las articulaciones. Pero nunca necesidad de dormir.

Entregó el coche al camarero marroquí del café de la Paix. Le había pagado bien por tomarse la molestia de alquilar el coche a su nombre. Quizá no se había creído del todo su explicación: estaba muy constipada cuando necesitó el coche y quería evitarse el viaje a Niza. Pero puesto que el joven planeaba volver a Marruecos, al restaurante nuevo que había abierto su padre, cogió el dinero con una sonrisa y sin pregunta alguna.

Después se fue a casa, a pie. Allí se durmió en cuanto cogió las sábanas y desapareció, sin sueños, durante once horas.

En todos estos años, de meticulosa planificación, de nítidas informaciones y de concienzuda research, no le había encontrado otro placer al trabajo que precisamente esto: comprobar que era su trabajo. Era lo que tenía que hacer para llevar a cabo la tarea por la que le pagaban. Era eficiente y nunca la cogían. Nadie podía decir que hubiera errado, hecho chapuzas, sido ligera o que hubiera saltado la valla por la parte más baja.

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